Escritos de juventud
El tío Cayetano

de José María de Pereda

(Segunda época)

Loado sea Dios

Amado pueblo: Hechos hay capaces de resucitar un muerto, y en este instante soy yo un testimonio vivo de la exactitud de este axioma incontestablemente español.

Diez años ha que me lancé por primera vez a la vida periodística, buscando una región más digna de mis aspiraciones, una sociedad más adecuada a mis levantados instintos, un terreno donde fructificar pudieran en todo vigor y lozanía la semilla de un ingenio derrochado sin gloria ni prestigio en figones y plazuelas.

El rubor de la modestia, que, a despecho de mis títulos de estoico, poseo en sumo grado, me impide declarar aquí cuál fue el recibimiento que como publicista debí al país que me había conocido miserable fosforero, dómine andrajoso y borracho perdurable.

Desde entonces acá ya ha llovido. Un día mi, de suyo, flaca naturaleza, tendida sobre un montón de hierba, en un desabrigado pajar, dijo: «No puedo más», y acto continuo, con la abnegación de un filósofo y el valor de un cristiano, que de ambas cosas blasono, rendí mi alma pecadora a Dios, que era su dueño. Los brazos de la caridad abrieron una fosa en el cementerio vecino, y mi cuerpo rígido, sirviéndole de mortaja estos mismos hábitos popularizados olim por la literatura y las artes del país en romances, estampas y relieves, hundióse en ella bajo un montón de tierra apisonada al fúnebre compás de dos responsos que la piedad de un cura pobre entonaba de limosna.

Qué pasó por acá mientras gozando estuve la decantada «paz de los sepulcros», tú me lo irás narrando poco a poco. De lo que a mí me aconteció, entre tanto, sólo te importa saber, por ahora, que aquella noche sin horas, sin ruido, sin aire y sin serenos, hubo al cabo un instante en que mis huesos se entrechocaron, agitándose en el angosto húmedo recinto; un no sé qué de sutil y penetrante recorrió mi desvencijada máquina desde el calcaño al occipucio; esponjóse, a su contacto, el cuajado cerebro como un merengue; despertó la voluntad, y entre las oscuridades del cráneo se produjo una chispa que inflamó la dormida razón.

Entonces, a su luz, encontré la memoria que también me faltaba, y, dueño ya de mí propio, pude adquirir cabal idea del terreno que ocupaba; mas no de la causa que tan asombroso efecto producía, no obstante sus manifestaciones, que seguían llegando hasta mi oído claras y horriblemente perceptibles.

Era un estruendo como el de cien batallas y otros tantos huracanes; un fragor inusitado, indescriptible; no parecía sino que sobre el techo de mi tumba se desmoronaban los siglos a docenas y que entre los escombros se retorcían, jadeantes y aterrados, como si sobrevivir al cataclismo procurasen, las páginas de la historia patria, los gloriosos hechos, las grandes miserias, la religión, el fanatismo, la luz, la oscuridad, las artes, la literatura, el derecho, la conquista, el valor, la fuerza, la hidalguía, la fe de los mártires..., todo en confuso montón y estridente vocerío.

Bien pronto me sentí presa de una excitación insoportable; busqué a tientas las gafas y el garrote; sacudí los gusanos de mi cuerpo, único aseo que por el momento era dable; requerí las roídas solapas del levitón de mis campañas, y como quien retira del lecho en que ha dormido breves horas las blancas coberturas, separé los terrones de mi cárcel y salí a la luz de los mortales.

Cinco, semanas que desde entonces van corridas no han bastado a orientarme siquiera en esta miserable superficie que fue mi patria. Donde dejé el silencio y la apatía, encuentro la ebullición y el entusiasmo; donde estaba la fuerza, la debilidad; los municipales, mi eterna pesadilla, sin sable, y los paisanos, con carabina; el trono, vacante, y el pueblo, soberano; los curas, en la calle, y la filosofía, en el púlpito; las letras, dormitando, y las masas, en las urnas pidiendo a gritos escuelas y ateneos.

Mis campañas de dómine me habían permitido en otro tiempo apreciar la ingénita aversión del ciudadano español a los garabatos del abecedario. Pero me atuve a los hechos, por más que no los comprendiera.

Era innegable que el gran rasero había pasado sobre la haz de España, transformando, al parecer, hasta la naturaleza de sus hijos, y no podía ser otra la causa del estrépito que me volvió a la vida en la mansión de los muertos.

La nueva ley reivindicaba mis títulos, desconocidos por el antiguo régimen; las libertades proclamadas me amparaban en el derecho de exhibir a la faz del sol mis principios, mis opiniones, mis tendencias...

El pan que ayer, con la escasa ciencia que debía a mi peregrinación por este mundo, me recibió con los brazos abiertos al hablarle desde la Prensa, no podría hoy hacer menos, si era lógico; hoy, que, si bien se mira, pertenezco, más que a la de los mortales, a la legión de los espíritus donde la verdad y la justicia tienen su trono y natural asiento; hoy, que puedo hablar punto más inspirado que los profetas de la Biblia.

La situación me pertenecía indubitablemente.

Por eso estoy aquí.

No he querido hacerme preceder de programa alguno. Recuerdo que éstos andaban en mis tiempos muy desacreditados, porque eran muy frágiles los hombres que los usaban, y hasta sospecho que suceda hoy lo mismo. Mas no por eso vengo sin él; lo traigo impreso en la conciencia, y aspiro a dártelo, pueblo amigo, traducido en hechos durante el curso de la empresa que acometo y espero llevar a cabo con el auxilio de Dios, si no me retira antes las licencias en virtud de las cuales ando por acá.

Nada, pues, de credos ni de salves; nada de párrafos hinchados y rimbombantes, que probablemente no entenderías..., ni yo tampoco. Obras son amores... Al pan, pan, y al vino, vino; y «adiós, que me mudo», que dijo Sancho.

Tampoco te asombres al ver que, contra la moda reinante, ni siquiera me anuncio echando el sombrero al aire entre un centenar de vivas, con los indispensables mueras y consabidos abajos. Este detalle es mera cuestión de temperamento, y bien sabes que el de Cayetano, más que en estrepitoso, pica en remolón y cachazudo... No por eso es egoísta, ni mucho menos insensible a los sacudimientos políticos de la madre patria; y en prueba de ello, recuerda lo que va dicho, y observa que vengo al «estadio de la Prensa», como decían en mis tiempos los periodistas motilones, resuelto a tomar parte en el debate sobre los futuros destinos de aquélla, en uso lícito del derecho que me da la placa de soberanía nacional que, por lo visto, me corresponde como a cada nieto del Cid.

Quédame por advertirte únicamente que el nuevo rango en que la revolución me coloca no me hará vanidoso. Soy y seré tan campechano como siempre fui, y tan accesible y parcialote; tampoco he perdido mi buen humor característico, ni mis humos de filósofo, ni mis pujos de poeta.

Y sin más preámbulos ni bondaduras, sobre el terreno ya en que ha de darse la gran batalla, acampo en el que me pertenece; y como los antiguos paladines, con la fe en la justicia de mi causa, que es la tuya, y la esperanza en la ayuda de Dios, sin contar los enemigos, avanzo y, en ley de urbanidad, los saludo y entro en liza.



(De El Tío Cayetano, núm. 1.)

9 de noviembre de 1868.