El té de las convalecientes
Estaban aún un poco mustias, con un poco de niebla en los ojos mortecinos; pero ya deseosas de salir al ruedo y disfrutar su juventud, porque habían visto muy de cerca lo que horripila, y parecía inverosímil que hubiesen escapado de sus garras.
Eran señoritas de la mejor sociedad, sorprendidas, en medio de su existencia de suaves frivolidades y esperanzas de amor y ventura, con un porvenir riente y palpitante de indefinidas promesas, por la epidemia terrible, que elegía sus víctimas entre las personas en la fuerza de la edad, como si desdeñase a los viejos, presa segura en no lejano plazo. Unas habían sufrido la bronconeumonía, con sus delirios y su asfixia cruel; otras habían arrojado la sangre a bocanadas; en otras se habían iniciado los síntomas de la meningitis... Y cuando se creería que iban a cruzar la puerta negra y el misterioso río que duerme entre márgenes orladas de asfódelos y beleños, y en que el agua que alza el remo recae sin eco alguno..., el mal empezó a ceder, la normalidad fue reapareciendo, y las interesantes enfermitas reflorecieron, por decirlo así, no con toda la lozanía que se pudiese desear, pero como esas rosas blancas un tanto lánguidas y caídas, que en el vaso colmo de agua poco a poco van atersándose...
Todas tenían amigas entre las que no perdonó la Segadora, y aunque al pronto se lo ocultaron las familias, por no deprimir su ánimo, al fin lo tuvieron que saber, sucediendo algo muy humano y natural; que las convalecientes no se afligieron demasiado, porque la idea del propio bien consuela pronto del mal ajeno, y esta involuntaria reacción de egoísmo es una de las fuerzas defensivas de la pobre organización nuestra...
Y así que pudieron salir de casa, una extranjera distinguida y simpática, la secretaria de la Embajada rusa, la Kriloff, tuvo la ocurrencia de ofrecer un té a las convalecientes, un té blanco, sólo de muchachas, y poco numeroso, por limitarse a las que habían escapado del peligro y a media docena de amiguitas que no habían sufrido el mal. La condición -cosa admitida socialmente, por otra parte, desde años atrás- era que las madres no las acompañarían, y se contentarían con ir a recogerlas a eso de las ocho.
El piso en que habitaba la rusa estaba primorosamente dispuesto para la fiestecilla. Desde la antesala se percibía un perfume insinuante y delicioso, y la adornaban palmeras y flores, colocadas artísticamente, no con la empalagosa profusión que caracteriza a la decoración oficial, sino con oportuna gracia. Vestían las paredes telas raras y objetos de Oriente, estatuillas bizantinas de esmaltes, iconas sobre fondo de oro, de negras caras y vestiduras cuajadas de turquesas y perlas; y sobre los muebles, incrustados de plata y nácar, se veían labores en marfil, lozas persas y armas de mango enriquecido con coral y diamantes. El servicio del té estaba preparado en mesitas octógonas, de taracea delicadísima, y los manteles, de colores, ostentaban bordados de oro. Todo era original y curioso en su exotismo, y las muchachas empezaron a gozar impresiones nuevas y a cuchichear admiraciones. Lo primero que les ofreció la Kriloff fueron largos cigarros de Oriente, en una bandeja de cobre nielada de acero, y si algunas hicieron remilgos, la mayor parte de las convalecientes los encendieron con monería, sacando volutas de humo azul, y no desdeñando los emparedados de caviar y la confitura de hojas de rosa. Una de ellas, Natalia Torrente, aceptó un sorbo de vodka, el temible aguardiente ruso, padre de la locura; y las demás, animadas por el ejemplo, comenzaron a discutir si probar o no aquella fuerte bebida.
-El vodka -opinó la Kriloff, que sacudía la alborotada cabeza rubia, de un rubio casi blanco- no les puede hacer daño alguno. Yo he oído decir a eminentes doctores que todos los alcoholes son remedios contra la gripe. Pero es tal vez el vodka un poco áspero para sus gargantas. Les puedo ofrecer kirsch y oporto...
Natalia Torrente, la decidida deportista, no encontraba áspero el aguardiente aquél, y, a la disimulada, se echó dos o tres vasitos de los de afiligranada vaina de plata. Y afirmó después que todas las concurrentes al té, una por una y la que más y la que menos, habían aprovechado el consejo médico de la rusa, y que los dedales de cristal de Bohemia vermiculados no se vieron plenos ni un instante. Y la escena que siguió al té no tenía, a la verdad, otra explicación posible sino un ligero estado de..., ¿cómo llamarle?, de desorientación en las cabezas, por la virtud de los licores...
Sucedió que una de las convalecientes, la linda Toria Fuenseca, se lanzó a preguntar a la Kriloff si era cierto que sabía evocar los espíritus. La contestación fue una sonrisa enigmática; y otra de las convalecientes, Rosa María Mendoza, batió palmas, imploró a la rusa y exclamó:
-He oído también que vaticina usted el Destino... ¡Por Dios, díganos el nuestro!
La Kriloff cambió de semblante. A la sonrisa y a la amenidad de dueña de casa que recibe y obsequia, sucedió una expresión inquieta en su rostro singular, aureolado por la clara cabellera fosca.
-Es una experiencia -dijo- que hice alguna vez: pero..., créanme..., vale más dejar al Destino envuelto en sus velos. ¡No quieran nunca saber el porvenir!
Todas, excitadas y vehementes, en pie, rodearon a la diplomática.
-¡Por Dios! ¡Sería usted tan amable! ¡El Destino, justamente, es lo que interesa! ¡El Destino!
La rusa frunció el entrecejo; se encogió de hombros, como diciendo «allá ellas», y alzando un tapiz bordado de pájaros y flores imposibles, hizo entrar a las muchachas en un reducido aposento, alumbrado por la luz de una linterna de vidrios verdes, que difundía una luz semejante a la que emiten, en verano, las luciérnagas. Los rostros, a tal claridad, adquirían un tinte espectral. El fondo de la estancia lo formaban un enorme espejo, sin otro marco que las sedas de un doble cortinaje, que lo cubrían y que la rusa descorrió.
Las muchachas sintieron un sutil escalofrío al verse de pronto tan descoloridas, con tales ojos de sombra, en aquel cristal que parecía un sombrío lago cruzado por reflejos lunares.
-¡Silencio! -ordenó bajito la rusa-. ¡Vayan ustedes por turno acercándose; una sola; que las demás se retiren a un lado, vueltas hacia la puerta!
La primera que se lanzó a reclamar turno fue Natalia Torrente... Y allá en el fondo del lago, vio lo que la hizo exhalar un chillido agudo: En solitario camino, un automóvil volcado, debajo del cual un grupo de hombres sacaban a una mujer cubierta de sangre, semejante a un pelele, con los miembros rotos... Natalia, horrorizada, se reconoció...
Nerviosamente se adelantó Rosa María Mendoza. Tardó algún tiempo en precisarse la imagen, vaga y como formada de humo; pero al fin se vio, y a su alrededor, tres hermosas criaturas; dos varoncitos y una hembra, lindos como amores. Y cuando se embelesaba en la contemplación de los niños que eran suyos, que eran de su misma carne -¡qué cielos!, ¡qué soles!-, del fondo del lago salió una mano descarnada, esquelética, que les fue apretando la garganta uno a uno, y soltándolos tronchados, como rotos muñecos. Ella se veía luchar, luchar; querer desprender de los tiernos cuellos la mano horrible...; pero no podía, no podía, y las lágrimas rodaban de sus ojos, en hilos, hasta el suelo...
Al retirarse temblando María Rosa, se adelantó, emocionada, Toria Fuenseca, que, como no ignoraba nadie, estaba prendada hasta la médula de Enrique Ambas Castillas, y se consideraba probable la boda para cuando la novia recobrase completamente las fuerzas y la salud... ¿Qué iba a decir el espejo? Lo que dijo no se supo nunca, ¡porque Toria se lo calló muy bien! Lo dijeron los hechos: el casamiento de Íñigo, de allí a pocos meses, con una millonaria procedente de los países donde rueda el oro. En aquel momento sólo pudo verse que Toria, apartándose del espejo maldito, cayó con una convulsión violenta. Y la Kriloff, arrastrándola fuera del cuarto misterioso y haciéndola respirar un antiespasmódico, repetía:
-Se lo dije a ustedes... ¡No conviene consultar al Destino! En el porvenir hay siempre lo peor... Conste que yo no quería...
El resultado de la sesión fue muy penoso. Las muchachas aseguraron que lo habían pasado admirablemente, que no cabía cosa más divertida que un té así; pero fue lo positivo que dos o tres quedaron enfermizas y tristonas, y que Toria, al siguiente día, recayó con caracteres graves, y fue milagro que se la pudiese salvar. Con tal motivo se murmuró de la secretaria, y se le mostró un poco de frialdad en determinados círculos. No obstante lo cual, algunas señoras de lo más cremoso le pidieron que, en reserva, les permitiese consultar el espejo.