El sueño de una noche de verano
(EN EL CONCIERTO)
Llueve; la tarde triste y nebulosa.
Al beso de la lluvia fecundante
su frente inclina la purpúrea rosa,
como al ósculo fresco del amante
la enamorada virgen ruborosa.
El agua cristalina
en las frondosas ramas centellea,
cual joya de diamantes que campea
en los bellos cabellos de una ondina
el ruiseñor se oculta y enmudece,
busca el nido la obscura golondrina,
la floresta reluce y se estremece,
y la lluvia, entretanto, gime y llora,
y con sus hilos fúlgidos parece
arpa gigante de cristal sonora.
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Con el alma tan triste como el cielo
de este lluvioso día,
entro, buscando a mi dolor consuelo,
en el templo inmortal de la armonía.
De pronto en la alta esfera
brilló, como sonrisa placentera,
la luz del sol, entre vapores rojos,
que irradiando en los vidrios de colores
del templo musical, mostró a mis ojos
un agitado mar de resplandores.
Allí el cuello de encaje, la lujosa
seda y el raso espléndido, las flores
entre los rizos negros o dorados,
los seductores rostros de las bellas,
los lindos arabescos esmaltados
de la sala elegante y anchurosa,
las joyas coronadas de centellas,
el alegre abanico fulgurante,
la mantilla de nieve, la lustrosa
pechera de marfil, el chal brillante
bordado de vistosos colorines,
la luz artificial vertiendo estrellas
sobre trompas, timbales y clarines,
y dorando la lira melodiosa...
Todo resplandecía,
todo lanzaba rayos y fulgores,
formando una grandiosa sinfonía
de relámpagos, lumbres y colores.
La orquesta abrió el concierto soberano
con la maravillosa melodía
El sueño de una noche de verano.
Y en aquella cascada de armonía,
como en un cosmorama, yo veía
mi adolescencia, plácida alborada
el blanco campanario de mi aldea,
con su rota veleta cincelada,
que en lo azul se destaca y centellea;
mis primeros amores,
las rejas llenas de olorosas flores
y de besos ardientes,
y aquellas noches puras y lucientes
en que el alma volaba
de astro en astro, y en lumbre se bañaba.
Después, mi arrebatada fantasía
se pobló de magníficos ensueños
de luz y poesía,
ora tristes, ya alegres y risueños.
Vi entonces la serena y argentada
noche del seco estío,
y en la corriente del brillante río
una barca poblada
de bulliciosas jóvenes y hermosas,
coronadas de rosas,
que al viento daban risas y canciones;
en tanto que en la orilla floreciente
un mancebo de pálidas facciones,
de tristes ojos y abatida frente,
alejarse miraba en la corriente
el esquife sonoro.
Borrose luego esta visión de oro
y apareció una noche tenebrosa,
en cuyo fondo lúgubre y sombrío
alzábase la imagen pavorosa
de trágico y sangriento desafío,
y semejaba en el oscuro cielo
la amarillenta luna agonizante
un cráneo de marfil sobre un gigante
catafalco de negro terciopelo.
Tras este cuadro fulguró radiante
bello tropel de náyades y ondinas,
bañándose en azul y terso lago,
al cadencioso halago
de canciones y músicas divinas
que entonaban las ondas cristalinas.
Luego una huerta apareció frondosa,
con sus parras, su fuente rumorosa,
sus rosales y arpados ruiseñores,
y bajo de un granado, cuyas flores
de púrpura y de fuego parecían
labios abrasadores,
dos amantes besábanse y reían.
Desvanecida esta visión de amores,
surgió un gótico templo iluminado,
todo vestido de tisú de oro,
con su altar de azucenas adornado
y su esculpido coro,
donde cantaba el órgano sonoro.
Al pie del ara, una gentil doncella,
de rubia cabellera reluciente,
como el fleco dorado de una estrella,
ceñida de azahar la casta frente,
y la figura bella
envuelta en blanco velo transparente,
daba su mano fina y delicada
a un gallardo mancebo, de mirada
placentera y airoso continente.
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Mas, ¡ay!, enmudeciendo de repente
la orquesta, desplomose el atrevido
alcázar que elevó mi fantasía,
volviendo yo, doliente y abatido,
a la espantosa realidad sombría.
¡Entonces, comparando
mi alborotada juventud serena
con estos tiempos de cansancio y pena,
toda la tarde la pasé llorando.