El sombrero de tres picos (1874)/Capítulo XXXV
Capítulo XXXV: Decreto imperial
Regresaron en esto a la sala el Corregidor y el tío Lucas, vestido cada cual con su propia ropa.
-¡Ahora me toca a mí! -entró diciendo el insigne D. Eugenio de Zúñiga.
Y, después de dar en el suelo un par de bastonazos como para recobrar su energía (a guisa de Anteo oficial, que no se sentía fuerte hasta que su caña de Indias tocaba en la tierra), díjole a la Corregidora con un énfasis y una frescura indescriptibles:
-¡Merceditas..., estoy esperando tus explicaciones!...
Entretanto, la Molinera se había levantado y le tiraba al tío Lucas un pellizco de paz, que le hizo ver estrellas, mirándolo al mismo tiempo con desenojados y hechiceros ojos.
El Corregidor, que observaba aquella pantomima, quedose hecho una pieza, sin acertar a explicarse una reconciliación tan inmotivada.
Dirigiose, pues, de nuevo a su mujer, y le dijo, hecho un vinagre:
-¡Señora! ¡Todos se entienden menos nosotros! ¡Sáqueme V. de dudas!... ¡Se lo mando como marido y como Corregidor!
Y dio otro bastonazo en el suelo.
-¿Conque se marcha V.? -exclamó doña Mercedes, acercándose a la señá Frasquita y sin hacer caso de D. Eugenio-. Pues vaya V. descuidada, que este escándalo no tendrá ningunas consecuencias. ¡Rosa!: alumbra a estos señores, que dicen que se marchan... Vaya V. con Dios, tío Lucas.
-¡Oh... no! -gritó el de Zúñiga, interponiéndose-. ¡Lo que es el tío Lucas no se marcha! ¡El tío Lucas queda arrestado hasta que sepa yo toda la verdad! ¡Hola, alguaciles! ¡Favor al rey!... Ni un solo ministro obedeció a D. Eugenio. Todos miraban a la Corregidora.
-¡A ver, hombre! ¡Deja el paso libre! -añadió ésta, pasando casi sobre su marido, y despidiendo a todo el mundo con la mayor finura; es decir, con la cabeza ladeada, cogiéndose la falda con la punta de los dedos y agachándose graciosamente, hasta completar la reverencia que a la sazón estaba de moda, y que se llamaba la pompa.
-Pero yo... Pero tú... Pero nosotros... Pero aquéllos... -seguía mascujando el vejete, tirándole a su mujer del vestido y perturbando sus cortesías mejor iniciadas.
¡Inútil afán! ¡Nadie hacía caso de Su Señoría!
Marchado que se hubieron todos, y solos ya en el salón los desavenidos cónyuges, la Corregidora se dignó al fin decirle a su esposo, con el acento que hubiera empleado una Czarina de todas las Rusias para fulminar sobre un ministro caído la orden de perpetuo destierro a la Siberia.
-Mil años que vivas, ignorarás lo que ha pasado esta noche en mi alcoba... Si hubieras estado en ella, como era regular, no tendrías necesidad de preguntárselo a nadie. Por lo que a mí toca, no hay ya, ni habrá jamás, razón ninguna que me obligue a satisfacerte, pues te desprecio de tal modo, que si no fueras el padre de mis hijos, te arrojaría ahora mismo por ese balcón, como te arrojo para siempre de mi dormitorio. Conque, buenas noches, caballero.
Pronunciadas estas palabras, que don Eugenio oyó sin pestañear (pues lo que es a solas no se atrevía con su mujer), la Corregidora penetró en el gabinete, y del gabinete pasó a la alcoba, cerrando las puertas detrás de sí, y el pobre hombre se quedó plantado en medio de la sala, murmurando entre encías (que no entre dientes) y con un cinismo de que no habrá habido otro ejemplo:
-¡Pues, señor, no esperaba yo escapar tan bien!... ¡Garduña me buscará acomodo!