El sombrero de tres picos (1874)/Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIII: Pues ¿y tú?
El tío Lucas fue el primero que salió a flote en aquel mar de lágrimas.
Era que empezaba a acordarse otra vez de lo que había visto por el ojo de la llave.
-¡Señores, vamos a cuentas!... -dijo de pronto.
-No hay cuentas que valgan, tío Lucas -exclamó la Corregidora-. ¡Su mujer de V. es una bendita!
-Bien..., sí...; pero...
-¡Nada de pero!... Déjela V. hablar, y verá cómo se justifica. Desde que la vi, me dio el corazón que era una santa, a pesar de todo lo que V. me había contado.
-¡Bueno; que hable!... -dijo el tío Lucas.
-¡Yo no hablo! -contestó la Molinera-. ¡El que tiene que hablar eres tú!... Porque la verdad es que tú...
Y la señá Frasquita no dijo más, por impedírselo el invencible respeto que le inspiraba la Corregidora.
-Pues ¿y tú? -respondió el tío Lucas, perdiendo de nuevo toda fe.
-Ahora no se trata de ella... -gritó el Corregidor, tornando también a sus celos-. ¡Se trata de V. y de esta señora! ¡Ah, Merceditas!... ¿Quién había de decirme que tú?...
-Pues ¿y tú? -repuso la Corregidora midiéndolo con la vista.
Y durante algunos momentos, los dos matrimonios repitieron cien veces las mismas frases:
-¿Y tú?
-Pues ¿y tú?
-¡Vaya que tú!
-¡No que tú!
-Pero ¿cómo has podido tú?...
Etc., etc., etc.
La cosa hubiera sido interminable, si la Corregidora, revistiéndose de dignidad, no dijese por último a D. Eugenio:
-¡Mira, cállate tú ahora! Nuestra cuestión particular la ventilaremos más adelante. Lo que urge en este momento es devolver la paz al corazón del tío Lucas: cosa muy fácil, a mi juicio; pues allí distingo al Sr. Juan López y a Toñuelo, que están saltando por justificar a la señá Frasquita.
-¡Yo no necesito que me justifiquen los hombres! -respondió ésta-. Tengo dos testigos de mayor crédito, a quienes no se dirá que he seducido ni sobornado...
-Y ¿dónde están? -preguntó el Molinero.
-Están abajo, en la puerta...
-Pues diles que suban, con permiso de esta señora.
-Las pobres no podrían subir...
-¡Ah! ¡Son dos mujeres!... ¡Vaya un testimonio fidedigno!
-Tampoco son dos mujeres. Sólo son dos hembras...
-¡Peor que peor! ¡Serán dos niñas!... Hazme el favor de decirme sus nombres.
-La una se llama Piñona y la otra Liviana...
-¡Nuestras dos burras! Frasquita: ¿te estás riendo de mí?
-No: que estoy hablando muy formal. Yo puedo probarte, con el testimonio de nuestras burras, que no me hallaba en el molino cuando tú viste en él al señor Corregidor.
-¡Por Dios te pido que te expliques!...
-¡Oye, Lucas!..., y muérete de vergüenza por haber dudado de mi honradez. Mientras tú ibas esta noche desde el lugar a nuestra casa, yo me dirigía desde nuestra casa al lugar, y, por consiguiente, nos cruzamos en el camino. Pero tú marchabas fuera de él, o, por mejor decir, te habías detenido a echar unas yescas en medio de un sembrado...
-¡Es verdad que me detuve!... Continúa.
-En esto rebuznó tu borrica...
-¡Justamente! ¡Ah, qué feliz soy!... ¡Habla, habla; que cada palabra tuya me devuelve un año de vida!
-Y a aquel rebuzno contestó otro en el camino...
-¡Oh!, sí..., sí... ¡Bendita seas! ¡Me parece estarlo oyendo!
-Eran Liviana y Piñona, que se habían reconocido y se saludaban como buenas amigas, mientras que nosotros dos ni nos saludamos ni nos reconocimos...
-¡No me digas más! ¡No me digas más!...
-Tan no nos reconocimos -continuó la señá Frasquita-, que los dos nos asustamos y salimos huyendo en direcciones contrarias... ¡Conque ya ves que yo no estaba en el molino! Si quieres saber ahora por qué encontraste al señor Corregidor en nuestra cama, tienta esas ropas que llevas puestas, y que todavía estarán húmedas, y te lo dirán mejor que yo. ¡Su Señoría se cayó al caz del molino, y Garduña lo desnudó y lo acostó allí! Si quieres saber por qué abrí la puerta..., fue porque creí que eras tú el que se ahogaba y me llamaba a gritos. Y, en fin, si quieres saber lo del nombramiento... Pero no tengo más que decir por la presente. Cuando estemos solos, te enteraré de ese y otros particulares... que no debo referir delante de esta señora.
-¡Todo lo que ha dicho la señá Frasquita es la pura verdad! -gritó el señor Juan López, deseando congraciarse con doña Mercedes, visto que ella imperaba en el Corregimiento.
-¡Todo! ¡Todo! -añadió Toñuelo, siguiendo la corriente a su amo.
-¡Hasta ahora..., todo! -agregó el Corregidor, muy complacido de que las explicaciones de la navarra no hubieran ido más lejos...
-¡Conque eres inocente! -exclamaba en tanto el tío Lucas, rindiéndose a la evidencia-. ¡Frasquita mía, Frasquita de mi alma! ¡Perdóname la injusticia, y deja que te dé un abrazo!...
-¡Ésa es harina de otro costal!... -contestó la Molinera, hurtando el cuerpo-. Antes de abrazarte, necesito oír tus explicaciones...
-Yo las daré por él y por mí... -dijo doña Mercedes.
-¡Hace una hora que las estoy esperando! -profirió el Corregidor, tratando de erguirse.
-Pero no las daré -continuó la Corregidora, volviendo la espalda desdeñosamente a su marido- hasta que estos señores hayan descambiado vestimentas...; y, aun entonces, se las daré tan sólo a quien merezca oírlas.
-Vamos..., vamos a descambiar... -díjole el murciano a D. Eugenio, alegrándose mucho de no haberlo asesinado, pero mirándolo todavía con un odio verdaderamente morisco-. ¡El traje de Vuestra Señoría me ahoga! ¡He sido muy desgraciado mientras lo he tenido puesto!...
-¡Porque no lo entiendes! -respondiole el Corregidor-. ¡Yo estoy, en cambio, deseando ponérmelo, para ahorcarte a ti y a medio mundo, si no me satisfacen las exculpaciones de mi mujer!
La Corregidora, que oyó estas palabras, tranquilizó a la reunión con una suave sonrisa, propia de aquellos afanados ángeles cuyo ministerio es guardar a los hombres.