El sombrero de tres picos (1874)/Capítulo XXXII

Capítulo XXXII: La fe mueve las montañas

-Tengan Vds muy buenas noches -pronunció el recién llegado, quitándose el sombrero de tres picos, y hablando con la boca sumida, como solía D. Eugenio de Zúñiga.

En seguida se adelantó por el salón, balanceándose en todos los sentidos, y fue a besar la mano de la Corregidora.

Todos se quedaron estupefactos. El parecido del tío Lucas con el verdadero Corregidor era maravilloso.

Así es que la servidumbre, y hasta el mismo Sr. Juan López, no pudieron contener una carcajada.

D. Eugenio sintió aquel nuevo agravio, y se lanzó sobre el tío Lucas como un basilisco. Pero la señá Frasquita metió el montante, apartando al Corregidor con el brazo de marras, y Su Señoría, en evitación de otra voltereta y del consiguiente ludibrio, se dejó atropellar sin decir oxte ni moxte. Estaba visto que aquella mujer había nacido para domadora del pobre viejo.

El tío Lucas se puso más pálido que la muerte al ver que su mujer se le acercaba; pero luego se dominó, y, con una risa tan horrible que tuvo que llevarse la mano al corazón para que no se le hiciese pedazos, dijo, remedando siempre al Corregidor:

-¡Dios te guarde, Frasquita! ¿Le has enviado ya a tu sobrino el nombramiento?

¡Hubo que ver entonces a la navarra! Tirose la mantilla atrás, levantó la frente con soberanía de leona, y clavando en el falso Corregidor dos ojos como dos puñales:

-¡Te desprecio, Lucas! -le dijo en mitad de la cara.

Todos creyeron que le había escupido.

¡Tal gesto, tal ademán y tal tono de voz acentuaron aquella frase!

El rostro del Molinero se transfiguró al oír la voz de su mujer. Una especie de inspiración, semejante a la de la fe religiosa, había penetrado en su alma, inundándola de luz y de alegría... Así es que, olvidándose por un momento de cuanto había visto y creído ver en el molino, exclamó con las lágrimas en los ojos y la sinceridad en los labios:

-¿Conque tú eres mi Frasquita?

-¡No! -respondió la navarra fuera de sí-. ¡Yo no soy ya tu Frasquita! Yo soy... ¡Pregúntaselo a tus hazañas de esta noche, y ellas te dirán lo que has hecho del corazón que tanto te quería!...

Y se echó a llorar, como una montaña de hielo que se hunde, y principia a derretirse. La Corregidora se adelantó hacia ella sin poder contenerse, y la estrechó en sus brazos con el mayor cariño.

La señá Frasquita se puso entonces a besarla, sin saber tampoco lo que se hacía, diciéndole entre sus sollozos, como una niña que busca el amparo de su madre:

-¡Señora, señora! ¡Qué desgraciada soy!

-¡No tanto como V. se figura! -contestábale la Corregidora, llorando también generosamente.

-¡Yo sí que soy desgraciado! -gemía al mismo tiempo el tío Lucas, andando a puñetazos con sus lágrimas, como avergonzado de verterlas.

-Pues ¿y yo? -prorrumpió al fin don Eugenio, sintiéndose ablandado por el contagioso lloro de los demás, o esperando salvarse también por la vía húmeda; quiero decir, por la vía del llanto-. ¡Ah, yo soy un pícaro!, ¡un monstruo!, ¡un calavera deshecho, que ha llevado su merecido!

Y rompió a berrear tristemente, abrazado a la barriga del Sr. Juan López.

Y éste y los criados lloraban de igual manera, y todo parecía concluido, y, sin embargo, nadie se había explicado.