El sombrero de tres picos (1874)/Capítulo XXXI

Capítulo XXXI: La pena del talión

-¡Mercedes! -exclamó el Corregidor al comparecer delante de su esposa. Necesito saber inmediatamente...

-¡Hola, tío Lucas! ¿V. por aquí? -dijo la Corregidora, interrumpiéndole-. ¿Ocurre alguna desgracia en el molino?

-¡Señora, no estoy para chanzas! -repuso el Corregidor hecho una fiera-. Antes de entrar en explicaciones por mi parte, necesito saber qué ha sido de mi honor...

-¡Ésa no es cuenta mía! ¿Acaso me lo ha dejado V. a mí en depósito?

-Sí, Señora... ¡A V.! -replicó D. Eugenio-. ¡Las mujeres son depositarias del honor de sus maridos!

-Pues entonces, mi querido tío Lucas, pregúntele V. a su mujer... Precisamente nos está escuchando.

La señá Frasquita, que se había quedado a la puerta del salón, lanzó una especie de rugido.

-Pase V., señora, y siéntese... -añadió la Corregidora, dirigiéndose a la Molinera con dignidad soberana.

Y, por su parte, encaminose al sofá.

La generosa navarra supo comprender desde luego toda la grandeza de la actitud de aquella esposa injuriada..., e injuriada acaso doblemente... Así es que, alzándose en el acto a igual altura, dominó sus naturales ímpetus, y guardó un silencio decoroso. Esto sin contar con que la señá Frasquita, segura de su inocencia y de su fuerza, no tenía prisa de defenderse. Teníala, sí, de acusar; y mucha..., pero no ciertamente a la Corregidora. ¡Con quien ella deseaba ajustar cuentas era con el tío Lucas..., y el tío Lucas no estaba allí!

-Señá Frasquita... -repitió la noble dama, al ver que la Molinera no se había movido de su sitio-: le he dicho a V. que puede pasar y sentarse.

Esta segunda indicación fue hecha con voz más afectuosa y sentida que la primera... Dijérase que la Corregidora había adivinado también por instinto, al fijarse en el reposado continente y en la varonil hermosura de aquella mujer, que no iba a habérselas con un ser bajo y despreciable, sino quizá más bien con otra infortunada como ella; ¡infortunada, sí, por el solo hecho de haber conocido al Corregidor! Cruzaron, pues, sendas miradas de paz y de indulgencia aquellas dos mujeres que se consideraban dos veces rivales, y notaron con gran sorpresa que sus almas se aplacieron la una en la otra, como dos hermanos que se reconocen.

No de otro modo se divisan y saludan a lo lejos las castas nieves de las encumbradas montañas.

Saboreando estas dulces emociones, la Molinera entró majestuosamente en el salón, y se sentó en el filo de una silla.

A su paso por el molino, previendo que en la ciudad tendría que hacer visitas de importancia, se había arreglado un poco y puéstose una mantilla de franela negra, con grandes felpones, que le sentaba divinamente. Parecía toda una señora.

Por lo que toca al Corregidor, dicho se está que había guardado silencio durante aquel episodio. El rugido de la señá Frasquita y su aparición en la escena no habían podido menos de sobresaltarlo. ¡Aquella mujer le causaba ya más terror que la suya propia!

-Conque vamos, tío Lucas... -prosiguió doña Mercedes, dirigiéndose a su marido-. Ahí tiene V. a la señá Frasquita... ¡Puede V. volver a formular su demanda! ¡Puede V. preguntarle aquello de su honra!

-Mercedes, ¡por los clavos de Cristo! -gritó el Corregidor-. ¡Mira que tú no sabes de lo que soy capaz! ¡Nuevamente te conjuro a que dejes la broma y me digas todo lo que ha pasado aquí durante mi ausencia! ¿Dónde está ese hombre?

-¿Quién? ¿Mi marido?... Mi marido se está levantando, y ya no puede tardar en venir.

-¡Levantándose! -bramó don Eugenio.

-¿Se asombra V.? ¿Pues dónde quería V. que estuviese a estas horas un hombre de bien, sino en su casa, en su cama, y durmiendo con su legítima consorte, como manda Dios?

-¡Merceditas! ¡Ve lo que te dices! ¡Repara en que nos están oyendo! ¡Repara en que soy el Corregidor!...

-¡A mí no me dé V. voces, tío Lucas, o mandaré a los alguaciles que lo lleven a la cárcel! -replicó la Corregidora, poniéndose de pie.

-¡Yo a la cárcel! ¡Yo! ¡El Corregidor de la ciudad!

-El Corregidor de la ciudad, el representante de la justicia, el apoderado del Rey -repuso la gran señora con una severidad y una energía que ahogaron la voz del fingido Molinero-. Llegó a su casa a la hora debida, a descansar de las nobles tareas de su oficio, para seguir mañana amparando la honra y la vida de los ciudadanos, la santidad del hogar y el recato de las mujeres, impidiendo de este modo que nadie pueda entrar, disfrazado de Corregidor ni de ninguna otra cosa, en la alcoba de la mujer ajena; que nadie pueda sorprender a la virtud en su descuidado reposo; que nadie pueda abusar de su casto sueño...

-¡Merceditas! ¿Qué es lo que profieres? -silbó el Corregidor con labios y encías-. ¡Si es verdad que ha pasado en mi casa, diré que eres una pícara, una pérfida, una licenciosa!

-¿Con quién habla este hombre? -prorrumpió la Corregidora desdeñosamente, y paseando la vista por todos los circunstantes-. ¿Quién es este loco? ¿Quién es este ebrio?... ¡Ni siquiera puedo ya creer que sea un honrado molinero como el tío Lucas, a pesar de que viste su traje de villano! Sr. Juan López, créame V. -continuó, encarándose con el alcalde de monterilla, que estaba aterrado-: mi marido, el Corregidor de la ciudad, llegó a esta su casa hace dos horas, con su sombrero de tres picos, su capa de grana, su espadín de caballero y su bastón de autoridad... Los criados y alguaciles que me escuchan se levantaron, y lo saludaron al verlo pasar por el portal, por la escalera y por el recibimiento. Cerráronse en seguida todas las puertas, y desde entonces no ha penetrado nadie en mi hogar hasta que llegaron Vds. ¿Es esto cierto? Responded vosotros.

-¡Es verdad! ¡Es muy verdad! -contestaron la nodriza, los domésticos y los ministriles; todos los cuales, agrupados a la puerta del salón, presenciaban aquella singular escena.

-¡Fuera de aquí todo el mundo! -gritó D. Eugenio, echando espumarajos de rabia-. ¡Garduña! ¡Garduña! ¡Ven y prende a estos viles que me están faltando al respeto! ¡Todos a la cárcel! ¡Todos a la horca!

Garduña no parecía por ningún lado.

-Además, señor... -continuó doña Mercedes, cambiando de tono y dignándose ya mirar a su marido y tratarle como a tal, temerosa de que las chanzas llegaran a irremediables extremos-. Supongamos que V. es mi esposo... Supongamos que V. es D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de León...

-¡Lo soy!

-Supongamos, además, que me cupiese alguna culpa en haber tomado por V. al hombre que penetró en mi alcoba vestido de Corregidor...

-¡Infames! -gritó el viejo, echando mano a la espada, y encontrándose sólo con el sitio, o sea, con la faja del molinero murciano.

La navarra se tapó el rostro con un lado de la mantilla para ocultar las llamaradas de sus celos.

-Supongamos todo lo que V. quiera -continuó doña Mercedes con una impasibilidad inexplicable-. Pero dígame V. ahora, señor mío: ¿Tendría V. derecho a quejarse? ¿Podría V. acusarme como fiscal? ¿Podría V. sentenciarme como juez? ¿Viene V. acaso del sermón? ¿Viene V. de confesar? ¿Viene V. de oír misa? ¿O de dónde viene V. con ese traje? ¿De dónde viene V. con esa señora? ¿Dónde ha pasado V. la mitad de la noche?

-Con permiso... -exclamó la señá Frasquita, poniéndose de pie como empujada por un resorte, y atravesándose arrogantemente entre la Corregidora y su marido.

Éste, que iba a hablar, se quedó con la boca abierta al ver que la navarra entraba en fuego.

Pero doña Mercedes se anticipó, y dijo:

-Señora, no se fatigue V. en darme a mí explicaciones... ¡Yo no se las pido a V., ni mucho menos! Allí viene quien puede pedírselas a justo título... ¡Entiéndase V. con él!

Al mismo tiempo se abrió la puerta de un gabinete, y apareció en ella el tío Lucas, vestido de Corregidor de pies a cabeza, y con bastón, guantes y espadín, como si se presentase en las Salas de Cabildo.