El sombrero de tres picos (1874)/Capítulo XX

Capítulo XX: La duda y la realidad

Estaba abierta... ¡y él, al marcharse, había oído a su mujer cerrarla con llave, tranca y cerrojo!

Por consiguiente, nadie más que su propia mujer había podido abrirla.

Pero ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué? ¿De resultas de un engaño? ¿A consecuencia de una orden? ¿O bien deliberada y voluntariamente, en virtud de previo acuerdo con el Corregidor?

¿Qué iba a ver? ¿Qué iba a saber? ¿Qué le aguardaba dentro de su casa? ¿Se había fugado la señá Frasquita? ¿Se la habrían robado? ¿Estaría muerta? ¿O estaría en brazos de su rival?

-El Corregidor contaba con que yo no podría venir en toda la noche... -se dijo lúgubremente el tío Lucas-. El alcalde del lugar tendría orden hasta de encadenarme, antes que permitirme volver... ¿Sabía todo esto Frasquita? ¿Estaba en el complot? ¿O ha sido víctima de un engaño, de una violencia, de una infamia?

No empleó más tiempo el sin ventura en hacer todas estas crueles reflexiones que el que tardó en atravesar la plazoletilla del emparrado.

También estaba abierta la puerta de la casa, cuyo primer aposento (como en todas las viviendas rústicas) era la cocina...

Dentro de la cocina no había nadie.

Sin embargo, una enorme fogata ardía en la chimenea... ¡chimenea que él dejó apagada, y que no se encendía nunca hasta muy entrado el mes de diciembre!

Por último, de uno de los ganchos de la espetera pendía un candil encendido...

¿Qué significaba todo aquello? ¿Y cómo se compadecía semejante aparato de vigilia y de sociedad con el silencio de muerte que reinaba en la casa?

¿Qué había sido de su mujer?

Entonces, y sólo entonces, reparó el tío Lucas en unas ropas que había colgadas en los espaldares de dos o tres sillas puestas alrededor de la chimenea...

Fijó la vista en aquellas ropas, y lanzó un rugido intenso, que se le quedó atravesado en la garganta, convertido en sollozo mudo y sofocante.

Creyó el infortunado que se ahogaba, y se llevó las manos al cuello, mientras que, lívido, convulso, con los ojos desencajados, contemplaba aquella vestimenta, poseído de tanto horror como el reo en capilla a quien le presentan la hopa.

Porque lo que allí veía era la capa de grana, el sombrero de tres picos, la casaca y la chupa de color de tórtola, el calzón de seda negra, las medias blancas, los zapatos con hebilla y hasta el bastón, el espadín y los guantes del execrable Corregidor... ¡Lo que allí veía era la ropa de su ignominia, la mortaja de su honra, el sudario de su ventura!

El terrible trabuco seguía en el mismo rincón en que dos horas antes lo dejó la navarra...

El tío Lucas dio un salto de tigre y se apoderó de él. Sondeó el cañón con la baqueta, y vio que estaba cargado. Miró la piedra, y halló que estaba en su lugar.

Volviose entonces hacia la escalera que conducía a la cámara en que había dormido tantos años con la señá Frasquita, y murmuró sordamente:

-¡Allí están!

Avanzó, pues, un paso en aquella dirección; pero en seguida se detuvo para mirar en torno de sí y ver si alguien lo estaba observando...

-¡Nadie! -dijo mentalmente-. ¡Sólo Dios..., y Ése... ha querido esto!

Confirmada así la sentencia, fue a dar otro paso, cuando su errante mirada distinguió un pliego que había sobre la mesa...

Verlo, y haber caído sobre él, y tenerlo entre sus garras, fue todo cosa de un segundo.

¡Aquel papel era el nombramiento del sobrino de la señá Frasquita, firmado por D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de León!

-¡Éste ha sido el precio de la venta! -pensó el tío Lucas, metiéndose el papel en la boca para sofocar sus gritos y dar alimento a su rabia-. ¡Siempre recelé que quisiera a su familia más que a mí! ¡Ah! ¡No hemos tenido hijos!... ¡He aquí la causa de todo!

Y el infortunado estuvo a punto de volver a llorar.

Pero luego se enfureció nuevamente, y dijo con un ademán terrible, ya que no con la voz:

-¡Arriba! ¡Arriba!

Y empezó a subir la escalera, andando a gatas con una mano, llevando el trabuco en la otra, y con el papel infame entre los dientes.

En corroboración de sus lógicas sospechas, al llegar a la puerta del dormitorio (que estaba cerrada), vio que salían algunos rayos de luz por las junturas de las tablas y por el ojo de la llave.

-¡Aquí están! -volvió a decir.

Y se paró un instante, como para pasar aquel nuevo trago de amargura.

Luego continuó subiendo... hasta llegar a la puerta misma del dormitorio.

Dentro de él no se oía ningún ruido.

-¡Si no hubiera nadie! -le dijo tímidamente la esperanza.

Pero en aquel mismo instante el infeliz oyó toser dentro del cuarto...

¡Era la tos medio asmática del Corregidor!

¡No cabía duda! ¡No había tabla de salvación en aquel naufragio!

El Molinero sonrió en las tinieblas de un modo horroroso. ¿Cómo no brillan en la obscuridad semejantes relámpagos? ¿Qué es todo el fuego de las tormentas comparado con el que arde a veces en el corazón del hombre?

Sin embargo, el tío Lucas (tal era su alma, como ya dijimos en otro lugar) principió a tranquilizarse, no bien oyó la tos de su enemigo...

La realidad le hacía menos daño que la duda. Según le anunció él mismo aquella tarde a la señá Frasquita, desde el punto y hora en que perdía la única fe que era vida de su alma, empezaba a convertirse en un hombre nuevo.

Semejante al moro de Venecia (con quien ya lo comparamos al describir su carácter), el desengaño mataba en él de un solo golpe todo el amor, transfigurando de paso la índole de su espíritu y haciéndole ver el mundo como una región extraña a que acabara de llegar. La única diferencia consistía en que el tío Lucas era por idiosincrasia menos trágico, menos austero y más egoísta que el insensato sacrificador de Desdémona.

¡Cosa rara, pero propia de tales situaciones! La duda, o sea, la esperanza (que para el caso es lo mismo) volvió todavía a mortificarle un momento... -¡Si me hubiera equivocado! -pensó-. ¡Si la tos hubiese sido de Frasquita!...

En la tribulación de su infortunio, olvidábasele que había visto las ropas del Corregidor cerca de la chimenea; que había encontrado abierta la puerta del molino; que había leído la credencial de su infamia... Agachose, pues, y miró por el ojo de la llave, temblando de incertidumbre y de zozobra.

El rayo visual no alcanzaba a descubrir más que un pequeño triángulo de cama, por la parte del cabecero... ¡Pero precisamente en aquel pequeño triángulo se veía un extremo de las almohadas, y sobre las almohadas la cabeza del Corregidor!

Otra risa diabólica contrajo el rostro del Molinero.

Dijérase que volvía a ser feliz...

-¡Soy dueño de la verdad!... ¡Meditemos! -murmuró, irguiéndose tranquilamente.

Y volvió a bajar la escalera con el mismo tiento que empleó para subirla...

-El asunto es delicado... Necesito reflexionar. Tengo tiempo de sobra para todo... -iba pensando mientras bajaba.

Llegado que hubo a la cocina, sentose en medio de ella, y ocultó la frente entre las manos.

Así permaneció mucho tiempo, hasta que lo despertó de su meditación un leve golpe que sintió en un pie...

Era el trabuco que se había deslizado de sus rodillas, y que le hacía aquella especie de seña...

-¡No! ¡Te digo que no! -murmuró el tío Lucas, encarándose con el arma-. ¡No me convienes! Todo el mundo tendría lástima de ellos..., ¡y a mí me ahorcarían! ¡Se trata de un Corregidor..., y matar a un Corregidor es todavía en España cosa indisculpable! Dirían que lo maté por infundados celos, y que luego lo desnudé y lo metí en mi cama... Dirían, además, que maté a mi mujer por simples sospechas... ¡Y me ahorcarían! ¡Vaya si me ahorcarían! ¡Además, yo habría dado muestras de tener muy poca alma, muy poco talento, si al remate de mi vida fuera digno de compasión! ¡Todos se reirían de mí! ¡Dirían que mi desventura era muy natural, siendo yo jorobado y Frasquita tan hermosa! ¡Nada, no! Lo que yo necesito es vengarme, y después de vengarme, triunfar, despreciar, reír, reírme mucho, reírme de todos..., evitando por tal medio que nadie pueda burlarse nunca de esta jiba que yo he llegado a hacer hasta envidiable, y que tan grotesca sería en una horca.

Así discurrió el tío Lucas, tal vez sin darse cuenta de ello puntualmente, y, en virtud de semejante discurso, colocó el arma en su sitio, y principió a pasearse con los brazos atrás y la cabeza baja, como buscando su venganza en el suelo, en la tierra, en las ruindades de la vida, en alguna bufonada ignominiosa y ridícula para su mujer y para el Corregidor, lejos de buscar aquella misma venganza en la justicia, en el desafío, en el perdón, en el Cielo..., como hubiera hecho en su lugar cualquier otro hombre de condición menos rebelde que la suya a toda imposición de la Naturaleza, de la sociedad o de sus propios sentimientos.

De repente, paráronse sus ojos en la vestimenta del Corregidor...

Luego se paró él mismo...

Después fue demostrando poco a poco en su semblante una alegría, un gozo, un triunfo indefinibles...; hasta que, por último, se echó a reír de una manera formidable..., esto es, a grandes carcajadas, pero sin hacer ningún ruido (a fin de que no lo oyesen desde arriba), metiéndose los puños por los ijares para no reventar, estremeciéndose todo como un epiléptico, y teniendo que concluir por dejarse caer en una silla hasta que le pasó aquella convulsión de sarcástico regocijo. Era la propia risa de Mefistófeles.

No bien se sosegó, principió a desnudarse con una celeridad febril; colocó toda su ropa en las mismas sillas que ocupaba la del Corregidor; púsose cuantas prendas pertenecían a éste, desde los zapatos de hebilla hasta el sombrero de tres picos; ciñose el espadín; embozose en la capa de grana; cogió el bastón y los guantes, y salió del molino y se encaminó a la ciudad, balanceándose de la propia manera que solía D. Eugenio de Zúñiga, y diciéndose de vez en cuando esta frase que compendiaba su pensamiento:

-¡También la Corregidora es guapa!