El sombrero de tres picos (1874)/Capítulo XII
Capítulo XII: Diezmos y primicias
Repuesto el Corregidor en su silla, la Molinera dirigió una rápida mirada a su esposo, y viole, no sólo tan sosegado como siempre, sino reventando de ganas de reír por resultas de aquella ocurrencia: cambió con él desde lejos un beso tirado, aprovechando el primer descuido de don Eugenio, y díjole, en fin, a éste con una voz de sirena que le hubiera envidiado Cleopatra:
-¡Ahora va Su Señoría a probar mis uvas!
Entonces fue de ver a la hermosa navarra (y así la pintaría yo, si tuviese el pincel de Tiziano), plantada enfrente del embelesado Corregidor, fresca, magnífica, incitante, con sus nobles formas, con su angosto vestido, con su elevada estatura, con sus desnudos brazos levantados sobre la cabeza, y con un transparente racimo en cada mano, diciéndole, entre una sonrisa irresistible y una mirada suplicante en que titilaba el miedo:
-Todavía no las ha probado el señor Obispo... Son las primeras que se cogen este año...
Parecía una gigantesca Pomona, brindando frutos a un dios campestre; a un sátiro, v. gr.
En esto apareció al extremo de la plazoleta empedrada el venerable Obispo de la diócesis, acompañado del abogado académico y de dos canónigos de avanzada edad, y seguido de su secretario, de dos familiares y de dos pajes.
Detúvose un rato Su Ilustrísima a contemplar aquel cuadro tan cómico y tan bello, hasta que, por último, dijo, con el reposado acento propio de los prelados de entonces:
-El quinto, pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios, nos enseña la doctrina cristiana; pero V., señor Corregidor, no se contenta con administrar el diezmo, sino que también trata de comerse las primicias.
-¡El señor Obispo! -exclamaron los Molineros, dejando al Corregidor y corriendo a besar el anillo al prelado.
-¡Dios se lo pague a Su Ilustrísima, por venir a honrar esta pobre choza! -dijo el tío Lucas, besando el primero, y con acento de muy sincera veneración.
-¡Qué señor Obispo tengo tan hermoso! -exclamó la señá Frasquita, besando después-. ¡Dios lo bendiga y me lo conserve más años que le conservó el suyo a mi Lucas!
-¡No sé qué falta puedo hacerte, cuando tú me echas las bendiciones, en vez de pedírmelas! -contestó riéndose el bondadoso pastor.
Y, extendiendo dos dedos, bendijo a la señá Frasquita y después a los demás circunstantes.
-¡Aquí tiene Usía Ilustrísima las primicias! -dijo el Corregidor, tomando un racimo de manos de la Molinera y presentándoselo cortésmente al Obispo-. Todavía no había yo probado las uvas...
El Corregidor pronunció estas palabras, dirigiendo de paso una rápida y cínica mirada a la espléndida hermosura de la Molinera.
-¡Pues no será porque estén verdes, como las de la fábula! -observó el académico.
-Las de la fábula -expuso el Obispo- no estaban verdes, señor licenciado; sino fuera del alcance de la zorra.
Ni el uno ni el otro habían querido acaso aludir al Corregidor; pero ambas frases fueron casualmente tan adecuadas a lo que acababa de suceder allí, que don Eugenio de Zúñiga se puso lívido de cólera, y dijo, besando el anillo del prelado:
-¡Eso es llamarme zorro, Señor Ilustrísimo!
-¡Tu dixisti! -replicó éste con la afable severidad de un santo, como diz que lo era en efecto-. Excusatio non petita, accusatio manifesta. Qualis vir, talis oratio. Pero satis jam dictum, nullus ultra sit sermo. O, lo que es lo mismo, dejémonos de latines, y veamos estas famosas uvas.
Y picó... una sola vez... en el racimo que le presentaba el Corregidor.
-¡Están muy buenas! -exclamó, mirando aquella uva al trasluz y alargándosela en seguida a su secretario-. ¡Lástima que a mí me sienten mal!
El secretario contempló también la uva; hizo un gesto de cortesana admiración, y la entregó a uno de los familiares.
El familiar repitió la acción del Obispo y el gesto del secretario, propasándose hasta oler la uva, y luego... la colocó en la cesta con escrupuloso cuidado, no sin decir en voz baja a la concurrencia:
-Su Ilustrísima ayuna...
El tío Lucas, que había seguido la uva con la vista, la cogió entonces disimuladamente, y se la comió sin que nadie lo viera.
Después de esto, sentáronse todos: hablose de la otoñada (que seguía siendo muy seca, no obstante haber pasado el cordonazo de San Francisco); discurriose algo sobre la probabilidad de una nueva guerra entre Napoleón y el Austria; insistiose en la creencia de que las tropas imperiales no invadirían nunca el territorio español; quejose el abogado de lo revuelto y calamitoso de aquella época, envidiando los tranquilos tiempos de sus padres (como sus padres habrían envidiado los de sus abuelos); dio las cinco el loro..., y, a una seña del reverendo Obispo, el menor de los pajes fue al coche episcopal (que se había quedado en la misma ramblilla que el alguacil), y volvió con una magnífica torta sobada, de pan de aceite, polvoreada de sal, que apenas haría una hora había salido del horno: colocose una mesilla en medio del concurso; descuartizose la torta; se dio su parte correspondiente, sin embargo de que se resistieron mucho, al tío Lucas y a la señá Frasquita..., y una igualdad verdaderamente democrática reinó durante media hora bajo aquellos pámpanos que filtraban los últimos resplandores del sol poniente...