El sombrero de tres picos (1874)/Capítulo IV
Capítulo IV: Una mujer vista por fuera
La última y acaso la más poderosa razón que tenía el señorío de la ciudad para frecuentar por las tardes el molino del tío Lucas, era... que, así los clérigos como los seglares, empezando por el Sr. Obispo y el Sr. Corregidor, podían contemplar allí a sus anchas una de las obras más bellas, graciosas y admirables que hayan salido jamás de las manos de Dios, llamado entonces el Ser Supremo por Jovellanos y toda la escuela afrancesada de nuestro país.
Esta obra... se denominaba «la señá Frasquita».
Empiezo por responderos de que la señá Frasquita, legítima esposa del tío Lucas, era una mujer de bien, y de que así lo sabían todos los ilustres visitantes del molino. Digo más: ninguno de éstos daba muestras de considerarla con ojos de varón ni con trastienda pecaminosa. Admirábanla, sí, y requebrábanla en ocasiones (delante de su marido, por supuesto), lo mismo los frailes que los caballeros, los canónigos que los golillas, como un prodigio de belleza que honraba a su Criador, y como una diablesa de travesura y coquetería, que alegraba inocentemente los espíritus más melancólicos. «Es un hermoso animal», solía decir el virtuosísimo prelado. «Es una estatua de la antigüedad helénica», observaba un abogado muy erudito, académico correspondiente de la Historia. «Es la propia estampa de Eva», prorrumpía el prior de los franciscanos. «Es una real moza», exclamaba el coronel de milicias. «Es una sierpe, una sirena, ¡un demonio!», añadía el Corregidor. «Pero es una buena mujer, es un ángel, es una criatura, es una chiquilla de cuatro años», acababan por decir todos, al regresar del molino atiborrados de uvas o de nueces, en busca de sus tétricos y metódicos hogares.
La chiquilla de cuatro años, esto es, la señá Frasquita, frisaría en los treinta. Tenía más de dos varas de estatura, y era recia a proporción, o quizás más gruesa todavía de lo correspondiente a su arrogante talla. Parecía una Niobe colosal, y eso que no había tenido hijos: parecía un Hércules... hembra; parecía una matrona romana de las que aún hay ejemplares en el Trastevere. Pero lo más notable en ella era la movilidad, la ligereza, la animación, la gracia de su respetable mole. Para ser una estatua, como pretendía el académico, le faltaba el reposo monumental. Se cimbraba como un junco, giraba como una veleta, bailaba como una peonza. Su rostro era más movible todavía, y, por tanto, menos escultural. Avivábanlo donosamente hasta cinco hoyuelos: dos en una mejilla; otro en otra; otro, muy chico, cerca de la comisura izquierda de sus rientes labios, y el último, muy grande, en medio de su redonda barba. Añadid a esto los picarescos mohínes, los graciosos guiños y las varias posturas de cabeza que amenizaban su conversación, y formaréis idea de aquella cara llena de sal y de hermosura y radiante siempre de salud y alegría.
Ni la señá Frasquita ni el tío Lucas eran andaluces: ella era navarra y él murciano. Él había ido a la ciudad de ***, a la edad de quince años, como medio paje, medio criado del obispo anterior al que entonces gobernaba aquella iglesia. Educábalo su protector para clérigo, y tal vez con esta mira y para que no careciese de congrua, dejole en su testamento el molino; pero el tío Lucas, que a la muerte de Su Ilustrísima no estaba ordenado más que de menores, ahorcó los hábitos en aquel punto y hora, y sentó plaza de soldado, más ganoso de ver mundo y correr aventuras que de decir misa o de moler trigo. En 1793 hizo la campaña de los Pirineos Occidentales, como ordenanza del valiente general don Ventura Caro; asistió al asalto del Castillo Piñón, y permaneció luego largo tiempo en las provincias del Norte, donde tomó la licencia absoluta. En Estella conoció a la señá Frasquita, que entonces sólo se llamaba Frasquita; la enamoró; se casó con ella, y se la llevó a Andalucía en busca de aquel molino que había de verlos tan pacíficos y dichosos durante el resto de su peregrinación por este valle de lágrimas y risas.
La señá Frasquita, pues, trasladada de Navarra a aquella soledad, no había adquirido ningún hábito andaluz, y se diferenciaba mucho de las mujeres campesinas de los contornos. Vestía con más sencillez, desenfado y elegancia que ellas; lavaba más sus carnes, y permitía al sol y al aire acariciar sus arremangados brazos y su descubierta garganta. Usaba, hasta cierto punto, el traje de las señoras de aquella época, el traje de las mujeres de Goya, el traje de la reina María Luisa: si no falda de medio paso, falda de un paso solo, sumamente corta, que dejaba ver sus menudos pies y el arranque de su soberana pierna; llevaba el escote redondo y bajo, al estilo de Madrid, donde se detuvo dos meses con su Lucas al trasladarse de Navarra a Andalucía; todo el pelo recogido en lo alto de la coronilla, lo cual dejaba campear la gallardía de su cabeza y de su cuello; sendas arracadas en las diminutas orejas, y muchas sortijas en los afilados dedos de sus duras pero limpias manos. Por último: la voz de la señá Frasquita tenía todos los tonos del más extenso y melodioso instrumento, y su carcajada era tan alegre y argentina, que parecía un repique de Sábado de Gloria.
Retratemos ahora al tío Lucas.