El solemne desengaño
Al Excmo. Sr. Duque de Osuna, etcétera, etc., etc.
I - El galán. La enfermedad De fortuna en la alta cumbre, grande, joven, rico, bueno, de virtud, saber, belleza, dechado, pasmo y modelo, el más galán en la corte, en las justas el más diestro, el más afable en su casa, el más docto en el consejo, brilla el marqués de Lombay cual rutilante lucero, al lado de Carlos quinto, domador del universo. Mas entre tantos aplausos y en tan elevado asiento, donde el orbe le sonríe, y donde le halaga el cielo, algo falta a su ventura, o alguna mano de hierro del corazón se la arranca, y se la saca del pecho. Melancólico el semblante, y los labios entreabiertos, y las siniestras miradas, y el mudo desasosiego, ya en los saraos de la corte, ya en los festines risueños, ya en la caza bulliciosa, ya en solitarios paseos, ya en el salón, ya en la plaza, ya en la justa, ya en el templo, en la mesa, en el despacho, en la vigilia, en el sueño, un alma rota descubren por un fijo pensamiento y un corazón que devora el cáncer de un gran secreto. En vano sondar procuran los malignos palaciegos, con astucia cortesana aquel abismo encubierto. Tan solamente columbran que los ocultos tormentos del marqués se dulcifican para ser mayores luego, o cuando en palacio asiste al servicio honroso, atento, de la emperatriz augusta, de las hermosas modelo, o cuando busca devoto con el fervor más ingenuo, arrodillado en la iglesia, en Dios amparo y consuelo, o cuando por los jardines, que al pie de la gran Toledo riega el Tajo, se pasea solo y del bullicio lejos, con Garcilaso su amigo, ora escuchando sus versos, ora en largas conferencias de gran sigilo y misterio. Allá en palacio embebido quedaba en mudo embeleso, pálido o rojo el semblante, convulso, agitado el pecho, y bebiendo con los ojos, llenos de vida y de fuego, de la emperatriz hermosa los más leves movimientos, en acatarla, en servirla, y en acertar sus deseos, aunque tímido y turbado, diestro y hábil por extremo. Abatido y consternado se le miraba en el templo, como quien están en batalla con gigantes del infierno, y pide al Omnipotente para tal combate esfuerzo, y después de orar un rato, y aun de verter llanto acerbo, dijérase que encontraba, de misericordia lleno, al Señor a quien auxilio demandaba en tanto aprieto. Y con su amigo en las selvas era tan locuaz y tierno, tan expresivo unas veces, otras tan callado y serio, como el que o cuenta delirios y habla de locos proyectos, o escucha reconvenciones y oye inflexibles consejos. En estado miserable su espíritu estaba puesto, y era infeliz en las dichas, luchando consigo mesmo, entre pasiones, virtudes, obligaciones, deseos, infernales sugestiones y celestiales preceptos, siendo campo de batalla su mente y su roto pecho, do luchaban frente a frente ángeles malos y buenos. La más lozana azucena, gala del jardín, el cuello dobla marchita, si esconde roedor gusano en su seno. Y la más gallarda encina que alza su pompa a los cielos, si el corazón se le seca rómpese al soplo del viento. Así con un alma enferma no puede haber sano cuerpo, ni salud que no se postre con un corazón deshecho. Al cabo maligna fiebre convierte la sangre en fuego, por las robustas arterias, por el juvenil cerebro del de Lombay, que, postrado, yace doliente en su lecho de oro y seda, que es ya, ¡oh mundo!, duro potro de tormentos. Como jefe de palacio tiene su vivienda dentro, con ostentación servido de pajes y de escuderos. Mas la pena más amarga, y el más hondo desconsuelo, y la ansiedad más horrenda y el cuidado más acerbo reinan en las ricas salas, entre amigos y entre deudos, cunden en palacio todo, y consternan a Toledo. Pues reyes, príncipes, grandes, hidalgos y caballeros, y hasta el vulgo humilde, miran con asombro y desconsuelo, en el peligro de muerte a tan gallardo mancebo, a tan alto personaje, de virtud a tal portento. Y no hay semblante sin llanto, ni sin angustias hay pecho, ni labio que no pregunte con inquietud y con miedo. Garcilaso de la Vega (sin que ni el hambre ni el sueño en su ansiosa vigilancia tengan el menor imperio), ni una hora, ni un solo instante deja el lado del enfermo, y de él los ojos no aparta sentado junto a su lecho: ojos de llanto arrasados, pero de continuo atentos a que nadie, nadie escuche sus fantásticos conceptos, las voces rotas que acaso del delirio en el acceso suelen dar funesta lumbre, revelando hondos misterios. Y cuando, allá, a medianoche, rendidos ya por el sueño, yacían los servidores, reinando feral silencio, y en letargo sumergido también miraba al enfermo, en el estado terrible en que es casi muerte el sueño, a la luz trémula, opaca, de lejano candelero, que abultaba oscuras sombras en las cortinas del lecho, dando vislumbres escasas y fantásticos reflejos, en rapacejos de oro, molduras y terciopelos, Garcilaso, vigilante, un tenue rumor oyendo, se alzaba con mudos pasos, y a un lado del aposento levantaba no sin susto, un rico tapiz flamenco, y en la pared descubría angosto postigo abierto. Vago bulto silencioso por él asomaba luego, con manto y capuz sin formas, aparición, sombra, ensueño, sobrenatural producto de algún conjuro. Con lentos pasos, sin rumor, al lado llegaba del rico lecho, y en el doliente clavaba ojos cual brasas de fuego, y una mano, que en la sombra daba vislumbres de hielo, por la calurosa frente del aletargado enfermo pasaba, gemidos hondos ahogando con duro esfuerzo. Y al instante, y por el mismo postigo oculto y estrecho desaparecía, dejando como embalsamado el viento. Ser dijérase un encanto, y que había cobrado cuerpo alguno de los delirios de la mente del enfermo. La senda el tapiz borraba, el muro otra vez cubriendo, y tornaba Garcilaso a ocupar mudo su puesto. El doctor Juan Villalobos, de aquella corte galeno, al personaje consagra toda su ciencia y su esmero; y en el pronóstico duda, y cauto no quiere hacerlo, hasta que síntomas note más favorables que adversos. De la juventud al cabo triunfó la fuerza, y el cielo miró con benignos ojos la angustia de todo un pueblo. Y apuró el doctor su ciencia, y tornó a lucir risueño el rayo de la esperanza en los aterrados pechos. Docto o sagaz, Villalobos prescribe como remedio que busque fuera de España nuevos aires, climas nuevos. II - La ausencia El gran marqués de Lombay, del inminente peligro salvo, en que se vio de muerte por enfermedad o hechizo, salió de España, siguiendo los saludables avisos del docto Juan Villalobos, o médico o adivino, y aunque el dejar a Toledo, para su pecho lo mismo fue que dejarse allí el alma, resignose al sacrificio. Mas aquella oculta flecha, aquel veneno escondido, aquel encubierto cáncer, aquel pertinaz martirio que desgarraba su pecho, que turbaba sus sentidos, que devoraba su vida, que era su infierno continuo, a los campos de la Italia llevó, ¡mísero!, consigo, pues penas como las suyas, que astros y contrarios signos combinan, fraguan y aplican para un fin desconocido, en un alma de gran temple, en un pecho de alto brío, no mudan cuando se muda de atmósfera y domicilio, porque no cambian del cielo los misteriosos designios. Halló el marqués en Italia (porque al cabo el cielo quiso que algún consuelo encontrase, que tuviese algún alivio) a su tierno confidente, a Garcilaso, su amigo, que guerrero tan insigne como trovador divino, siguió de Italia la empresa por el César Carlos Quinto, con el canto de las Musas uniendo de Marte el grito. El marqués, cual siempre mustio, y cual siempre discursivo, de aquella guerra los lances siguió con denuedo y brío. Y ante la imperial presencia, con Garcilaso, su amigo, lidió como caballero en los combates y sitios. Le encantaron las campiñas y los Alpes y Apeninos. Y visitó cual curioso, y admiró como entendido. Los insignes monumentos, ya modernos y ya antiguos, que hacen el suelo de Italia en altos recuerdos rico. Como devoto cristiano oró postrado y sumiso, en las ermitas humildes que daban nombre a los riscos y en los magníficos templos que ensalzan al cristianismo, y son de aquellas ciudades ornato, fama y prodigio. ¡Cuántas veces los jardines que riega el Tesín y el Mincio, los mismos nombres oyeron que el Tajo oyó sorprendido! ¡Cuántas veces las canciones de Garcilaso, que hoy mismo nos admiran y entremecen, vencedoras de tres siglos, tiernas lágrimas sacaron de los ojos encendidos y del corazón doliente del marqués contemplativo, en las selvas do arrancaron no menos hondos suspiros, de otros destrozados pechos los acentos de Virgilio! ¡Cuántas veces, ¡ay!, seguían del marqués los ojos fijos, de la plateada luna el lento y mudo camino, y al verla hacia el Occidente rodar con pausado giro, algún encargo le daba para el Tajo cristalino, con sus miradas queriendo como estampar en el disco caracteres que otros ojos, por un prodigioso instinto, leyeran, cuando argentada derramara el claro brillo sobre el regio balconaje de algún alcázar dormido! De la expedición de Francia tornaba, pues, el servicio del emperador siguiendo, con Garcilaso el divino, cuando, no lejos de Niza, antigua torre o castillo, a los pendones del César osó estorbar el camino. Tal empresa de dementes, por temeraria, el prestigio perdió de valiente, siendo solo acreedor al castigo, y a dárselo Garcilaso, desnudo el acero limpio, y embrazada la rodela, voló en enojo encendido. Desesperados resisten los tenaces enemigos, y darles súbito asalto determínase al proviso. Se aplica la escala al muro, y sube por ella altivo el valeroso poeta que el miedo jamás ha visto, cuando de los matacanes desplómase con rüido grave piedra, que, arrollando la escala, frágil camino por do a la gloria subían tanto ingenio y tanto brío, hirió la noble cabeza, do el lauro a la yedra unido hubiera evitado el rayo, y no pudo, ¡infausto sino!, de un tosco peñasco entonces evitar el rudo tiro. Cayó el noble Garcilaso en el foso; horrendo grito de desconsuelo y venganza atronó el fatal recinto, y el de Lombay presuroso al socorro de su amigo voló, y en sus tiernos brazos retirolo con peligro. Una hora después escombros era el funesto castillo, y de la alevosa sangre era su ancho foso un río, pues completa la venganza de Garcilaso hacer quiso, en dolor y saña ardiendo el emperador invicto. Mas, ¡ay!, fue venganza estéril, cual siempre todas han sido, pues en Niza a pocos días era el poeta divino cadáver yerto, dejando la fama de sus escritos y la gloria de su muerte por rica herencia a los siglos. Golpe atroz, golpe tremendo fue para el marqués su amigo pérdida tan impensada, tormento tan imprevisto. Y del dolor más profundo mil pensamientos distintos, y mil funestos presagios le hundieron en tal abismo, que si el brazo del Eterno, que aun para mayor conflicto le reservaba, no hubiera dándole piadoso auxilio, acaso una misma losa, acaso un túmulo mismo encubrieran y tragaran los restos de ambos amigos. A poco, con luto amargo en el alma y el vestido, tornó, ¡infelice!, a Toledo con el César Carlos Quinto el marqués sin confidente en quien encontrar alivio, ahogando en tormento mudo de su alma rota los gritos. III - Un sol apagado Era la estación florida de la hermosa primavera, tan hermosa en las regiones que el Tajo aurífero riega, y un sol joven, rutilante, rodando por la alta esfera de puro zafir, torrentes de luz vivífica y nueva derramaba por Castilla, y sobre las gigantescas torres de la gran Toledo, de España corte y diadema; de Toledo, que con justas, banquetes, danzas y fiestas, de su monarca triunfante solemnizaba la vuelta. Córrense cañas y toros, donde luce su destreza, gran jinete en ambas sillas, el sacro y augusto César. En los soberbios palacios músicas acordes suenan, a cuyo compás, gallardas lucen las damas sus prendas. Joyas, insignias, brocados, los ricos salones llenan, y plazas, calles, paseos, corceles, galas, libreas. Opulentos cortesanos en los festejos se esmeran, y disponen un torneo donde ostentar sus grandezas. En él armado aparece, deslumbrando la palestra, el de Lombay, revolviendo una berberisca yegua, y con la pica en el ristre, haciendo tan altas pruebas, que de palmadas y vivas el vulgo la plaza atruena. Sobre las lucientes armas una banda lisa y negra, y negros los martinetes del erguido casco lleva. Unos dicen son el luto con que a su amigo recuerda, otros, de su pensamiento melancólico el emblema, y que, funesto presagio de una desgracia tremenda, que le amenaza inminente, solo juzgarse debiera. El ancho campo preside la emperatriz, como reina de la hispana monarquía y de la humana belleza, y de cuantos corazones laten en la plaza extensa, y en toda la fiel España lealtad y honradez alientan. Un gran festín en palacio, cuando el sol a las estrellas cedió de los altos cielos las despejadas esferas celebrose; y luego danza, en que al son de las orquestas, las majestades augustas tomar parte no desdeñan, y para la luz siguiente funciones se anuncian nuevas, sin que ni el sueño intervalo permita entre fiesta y fiesta. ¡Oh Dios, y cuán fácilmente en la miserable tierra, tras de las más dulces horas horas de amargura vuelan! ¡Cuán fácilmente las dichas en infortunios se truecan, cámbiase la gala en luto, se torna el gozo en tristeza! Sale el sol, inmenso pueblo las calles y plazas llena, ansiando nuevos placeres, y que aun no madruga piensa; alistan los cortesanos sus comparsas y libreas, joyas, armas, vestes, plumas, corceles, lanzas, empresas, cuando, demudado el rostro, de la alcoba de la reina sale trémula, llorosa, una camarista o dueña, y a los jefes de palacio, grandes y damas de cuenta, que a Su Majestad aguardan para ir a misa con ella, dice, inflexiones buscando que desfiguren la nueva: «La emperatriz hoy no sale; la emperatriz está enferma.» Pasma la noticia a todos, embarga a todos la lengua, y en un silencio profundo la estancia aterrada queda. El de Lombay, el primero, de los pies a la cabeza temblando, y pálido el rostro, pregunta con gran sorpresa: «Y Su Majestad, ¿qué siente?» Y le responde la dueña: «Aguda fiebre la abrasa, grave postración la aqueja. »Que el doctor Juan Villalobos sin perder instantes venga, pues hay peligro inminente, si no me engañan las señas.» Dio el marqués atrás dos pasos, y en un sillón de vaqueta se desplomó como herido por envenenada flecha. La noticia que en voz baja anunció la camarera, creció al punto, y como trueno que al orbe asombra y aterra, ya por Toledo retumba, helando a todos las venas, partiendo los corazones, trastornando las cabezas. Desaparecen las galas, recógense las libreas, murmullo de horror circula, clamor de angustia resuena. En vez de las claras trompas que los festejos celebran, se oyen solo las campanas que al cielo piedad impetran. A las puertas de palacio en su parda mula llega el doctor Juan Villalobos, el portento de la ciencia. Presuroso, fatigado, sube sin hablar, penetra, del emperador seguido, en la alcoba de la reina. Con los penetrantes ojos, que clava en la augusta enferma, su quebrada vista advierte, su pálida faz observa. La pulsa atento, examina la respiración molesta, dice un obscuro aforismo, arrugando frente y cejas, y con la faz angustiada y con azogada diestra, después que un rato medita, docto escribe una receta. La emperatriz de Alemania, de España la augusta reina, hermosa entre las hermosas, discreta entre las discretas; la gentil, fresca, radiante y embalsamada azucena, que dio a Toledo Lisboa, de paz y dominio prenda, en vez del trono del mundo, do el mundo la reverencia, yace en el doliente lecho, de nuestra humana flaqueza agotando las angustias, apurando las miserias, deslumbrada la hermosura, trastornada la cabeza: flor lozana que al impulso del cierzo se troncha y seca, astro a quien apaga y hunde del Creador la omnipotencia. Un sol y otro sol de Oriente los umbrales atraviesan, y sumergida a Toledo en consternación encuentran. Y ven por calles y plazas cruzar procesiones lentas, fervorosas rogativas y públicas penitencias. Y oyen llanto en el Alcázar, y oyen llanto en las iglesias, y llanto hay en los palacios, y llanto en las chozas suena; que era universal la angustia por tan adorada reina, y con lágrimas su nombre se oye repetir doquiera. El de Lombay, convertido en muda y helada piedra, ni un solo momento falta de la antecámara regia. Ni hambre ni sueño conoce que apartarle un punto puedan del cerco de una ventana, fijos los ojos en tierra. Cuando el docto Villalobos con otros físicos entra en la silenciosa alcoba, le acompaña hasta la puerta, y con inquietud extraña su salida ansioso espera, y algo preguntarle quiere de que teme la respuesta. Y al verle salir se turba, con las palabras no acierta, y en él clava ardientes ojos, cual si penetrar pudiera su pensamiento escondido, los arcanos de la ciencia. Y calla, y lágrimas pocas su mustio semblante queman. ¡Desdichado! ¡Harto le dice su corazón!... Solo queda en él alguna esperanza en las bondades eternas. Cabildo, comunidades, parroquias, todos se esmeran en solemnes rogativas, votos, plegarias y ofrendas. Grandes, nobles y plebeyos los templos llorosos llenan, y a voces al cielo piden la salud para su reina. Todo en vano; fue de bronce a los clamores y quejas, pues sus ocultos designios jamás el mortal penetra. El doctor, en tanto apuro, los sacramentos ordena, pues ya remedios no sabe para tan grave dolencia. Y con pompa augusta y santa, pero que los pechos quiebra del aterrado gentío que a la gran Toledo puebla, consternado el arzobispo, con devota pompa lleva al regio doliente Alcázar el Pan de la vida eterna. Tal consuelo sintió el alma, de piedad insigne llena, que aun pudo dar fuerza al cuerpo de la agonizante enferma. Dio margen falaz alivio a esperanzas pasajeras, mas el doctor aterrado término fatal recela. A los dos días tal fiebre, tales síntomas se muestran, que de repente el palacio de gran confusión se llena. Acude Juan Villalobos, en llanto prorrumpe el César, y desatentadas corren las camaristas y dueñas. Lombay en su puesto, inmoble, sin mover los labios reza, cuando de la regia estancia abren las doradas puertas. Era el doctor Villalobos, a quien con temor se acerca, preguntándole angustiado si alguna esperanza queda. Y el doctor, mudo, no hallando cómo darle la respuesta, alza los ojos al cielo y entrambas palmas eleva. Lo ve Lombay, se estremece, y cobrando extraña fuerza, movimiento convulsivo y una actividad horrenda, de la cámara corriendo, parte, la guardia atraviesa, sale a la plaza, el gentío clamoroso que la llena, del palacio en los balcones la vista y las almas puestas, penetrando, sin que nadie en tan gran señor advierta, y por calles solitarias sin objeto vaga y vuela, el ferreruelo arrastrando, destocada la cabeza. Alza los ojos al cielo, y el cielo de primavera azul, despejado, puro, que espléndidos hermosean celajes de oro y de grana, do el sol poniente refleja, una bóveda de plomo que sobre su frente pesa, que lo ahoga y lo confunde, sin aire y sin luz en tierra, se le figura, y le faltan para echar el paso fuerzas. Sigue, párase, vacila, suda, se abrasa, se hiela, gíranle en torno las cosas, que se le hunde el suelo piensa, y le zumban los oídos... una bomba es su cabeza, pronta a estallar... cuando mira de la catedral la puerta. Ansioso buscando asilo por sus umbrales penetra, al tiempo que en Occidente daba el sol su luz postrera. El de Lombay, en el templo oscuro y frío, tropieza con varios informes bultos, fieles devotos que rezan, y cuyos vagos contornos ver la oscuridad no deja, y al presbiterio le guía fulgor de mustias candelas, así como por el bosque, perdido en la noche ciega, tropezando, el peregrino va hacia la lejana hoguera. Del altar santo delante se arroja en las losas tersas del pavimento, formando tras sí larga sombra en ellas. Los brazos en cruz, clavados los ojos (en que reflejan del retablo los esmaltes, las lámparas y las velas) del Redentor en la imagen, no con los labios y lengua, que estaban entumecidos, sino con la voz interna del corazón y del alma, que es la que hasta el cielo llega, esta petición expone, y en estos términos ruega: «Misericordia, Dios mío, piedad para con mi reina, no dejéis huérfana a España, y al mundo hundido en tinieblas. »Si una víctima es precisa de vuestra alta omnipotencia a miras inescrutables, que yo la víctima sea. «Caiga yo, caigan mis hijos, mi estirpe toda perezca, y sálvese...» ¡Tomb! Retumba en el mismo instante, y llena, estremeciendo las cimbrias, los ámbitos de la iglesia, la gran campana, de muerte dando al mundo infausta nueva. ¡Son espantoso!... Lo escucha como el No con que respuesta da a su plegaria el Eterno, el marqués, y cae a tierra. IV - Viaje fúnebre Con blancas sobrepellices y con hachas encendidas, cantando fúnebres rezos en voz confusa y sumisa, sobre mulas enlutadas, formando dos largas filas, cien devotos capellanes a lento paso caminan. Siguen treinta caballeros que negros caballos guían, del pie a la cabeza armados y las viseras caídas. Negros son los pendoncillos de las inclinadas picas, y negros los paramentos, vestes, bandas y divisas. Luego, entre veinte alabardas, en cuyas anchas cuchillas las rojas luces reflejan de noche, y el sol de día, cercada de doce pajes viene una litera rica, que de negro terciopelo un regio manto cobija. Los castillos y leones recamados lo salpican, entre águilas imperiales y entre portuguesas quinas, arrastrando por el suelo los flecos de sus orillas, y gruesos borlones de oro en sus cuatro puntas brillan: dos magníficas coronas, imperial y regia unidas, un rico cetro y un mundo lleva la litera encima. Detrás, tan pegado a ella, que al notarlo se diría que alguna mano de adentro del freno acerado tira, marcha un corcel generoso, sobre el que mudo camina el que la fúnebre marcha dirige, gobierna y guía: el gran marqués de Lombay, con faz como de ceniza, con los ojos apagados, con boca que no respira, en cuyo enlutado pecho solo se descubre y brilla, pendiente de una cadena, del Toisón de Oro la insignia. Y también de oro una llave, que aunque primorosa y chica, pesa para él más que un monte, y es áspid que le horroriza. Gentileshombres, hidalgos, caballeros de alta guisa y gente de iglesia lleva por séquito y comitiva, y en pos lacayos, repuestos, y acémilas bien provistas, cubiertas con reposteros de blasones y de cifras. Lleva adentro la litera una caja de ataujía, de negro plomo aforrada y de brocado vestida, con gonces y cerraduras, con biseles y aldabillas de oro a cincel trabajado, en labores muy prolijas. Y en esta caja el cadáver, lleno de bálsamo iba, de la que ayer era reina, y hoy solo polvo y ceniza. De las riberas del Tajo del Genil va a las orillas, a buscar reposo eterno en la iglesia granadina. Con pavoroso silencio esta triste comitiva, haciendo descansos breves, marcha de noche y de día, por lo angosto del camino, por los recuestos arriba, y en los tornos y revueltas del largo espacio que pisa, caminando con tal orden, tan silenciosa y unida, que un solo cuerpo formaba; y de lejos parecía inmensurable serpiente, que deslizándose iba entre campos y entre montes, dando sus escamas chispas. De los cortijos y aldeas presurosos acudían a los bordes del camino o a las cercanas colinas, ya curiosos, ya asustados, villanos con sus familias, y por un encantamento aquella visión tenían. Al avistar este entierro las murallas granadinas, de los Católicos Reyes fresca y gloriosa conquista, cuando en las antiguas torres de la Alhambra relucían, al sol ardiente de junio, alicatadas cornisas, Ayuntamiento y Cabildo, con enlutadas insignias, la Audiencia, comunidades, la nobleza y clerecía salen la fúnebre pompa a recibir, y caminan con ella entre inmenso pueblo que cubre las avenidas, apretada muchedumbre, do las dos razas distintas se conocen en los trajes, la cristiana y la morisca. Ya las calles de Granada el funeral regio pisa, a la catedral marchando entre dos espesas filas de lanzas y de arcabuces, que de lindero servían al hervoroso gentío que en la carrera se apiña. Las campanas clamorosas, sus graves sones envían al firmamento, retumban las salvas de artillería, resuenan roncos tambores y destempladas bocinas, y de dolor y respeto fúnebre murmullo gira. El de Lombay nada escucha; sigue la litera rica, y tan pegando con ella que son una cosa misma. Y sin que nada le llame la atención, toda absorbida en ella, de ella ni un punto los áridos ojos quita. V - Lo que es el mundo Terminados los sufragios y los oficios solemnes, último auxilio que presta la Santa Iglesia a los fieles, en el templo de Granada, que los Católicos Reyes consagraron victoriosos al Señor Omnipotente, en medio de la gran nave por do vuela el humo leve, que seis flameros de plata dan de olorosos pebetes, a la luz de cien blandones, cuyas rojas llamas mueve el vapor del gran gentío que en el templo oscuro hierve, y que reflejan y brillan en los ojos y en los dientes de un enjambre de cabezas de todos sexos y temples, entre doce caballeros de pavonados arneses tan inmóviles, que estatuas de oscuro acero parecen, en medio de cuatro pajes que amarillas hachas tienen, cubiertos de ricas galas, y plumas en los birretes, sobre excelsa gradería que alfombra pérsica envuelve, y bajo un dosel o palio que seis pértigas suspenden, se alza un túmulo pequeño con recamado tapete, donde los regios blasones esmaltados resplandecen, y encima la caja rica cerrada está, que contiene a la emperatriz y reina, despojo ya de la muerte. De pie descuella a su lado, inclinada la alta frente, que a la luz de los blandones la de un cadáver parece, y cruzados sobre el pecho los brazos en nudo fuerte, el gran marqués de Lombay, de aquellas exequias jefe. Aunque también está inmóvil, harto que tiembla se advierte, en que el Toisón y la llave, que en su noble cuello penden, dando súbitos reflejos, como dos hojas se mueven, que en un álamo en otoño aura imperceptible mece. En la soberbia capilla donde las cenizas duermen, en magníficos sepulcros, de los Católicos Reyes, ya está la bóveda abierta, cuya ancha boca parece de la eternidad la boca, que voraz su presa atiende. Llega por fin el momento en que el cadáver se entregue al granadino prelado con testimonio solemne, siendo el marqués de Lombay, ¡tan inflexible es la suerte!, quien reconocer el cuerpo y hacer de él entrega debe. ¡Acto espantoso, terrible, para el que Lombay no tiene fuerza en sí mismo bastante, por más alma que le aliente! Al ver que ya el arzobispo los trémulos pasos tiende por las gradas, que se pone del regio féretro enfrente, que el notario lo acompaña, que en derredor aparecen los testigos y que el pueblo espera el acto impaciente, con expresión tan amarga, mas con una fe tan fuerte alza el rostro, y ambas manos hacia los cielos extiende, que, sin duda, de su ruego se apiadó el Omnipotente, y resignación y brío le dio para el trance fuerte, pues, de pronto, en sí tornando, con resolución desprende la afiligranada llave sobre su pecho pendiente. En la estrecha cerradura sin mostrar temblor, la mete, y veloz le da la vuelta que hace resonar los muelles. Al punto un paje la tapa alza del féretro, y vese con sus regias vestiduras un cuerpo. Mas el ambiente con tal fetidez se infecta, que el brillo las luces pierden. Atrás se retiran todos, y el concurso se conmueve. Del cuerpo oculta el semblante un blanco holand, que guarnecen los encajes más costosos que el prolijo belga teje, y observando la etiqueta, el marqués tan solo debe levantarlo, por que pueda el rostro reconocerse. Vacila, tiembla, la mano va a extender una y dos veces, y la retira veloce, cual si el cendal fuego fuese. Convulso, desatentado, a tocarlo se resuelve, lo ase, lo levanta... ¡Cielos! ¿Qué es lo que dejó patente? ¡Horror! ¡Horror! Aquel rostro de rosa y cándida nieve, aquella divina boca de perlas y de claveles, aquellos ojos de fuego, aquella serena frente, que hace pocos días eran como un prodigio celeste, tornados en masa informe, hedionda y confusa vense, donde enjambre de gusanos voraz cebándose hierve. Tal espectáculo horrendo, y la fetidez y peste que en torno se difundían, al gran concurso estremecen con terror pánico. Un grito, un alarido de muerte unánime se levanta; huye asustada la plebe, huyen pajes, caballeros, arzobispo, nobles, prestes, y aterrados y oprimidos se apiñan en los canceles. Solo el marqués de Lombay clavado está sin moverse, fijo en su puesto. Su rostro ni palabras ni pinceles pueden retratarlo. Azufre ser sus facciones parecen, en que expresión nunca vista de afecto ignoto se advierte. Con los ojos que le saltan del casco, mas que no tienen ni luz, ni lágrimas, fijos, todo aquel espanto bebe. Extendidos los dos brazos contra el túmulo, sostienen su cuerpo, como puntales, y ya no tiembla, que pende inmóvil el Toisón de Oro, cual si de un poste pendiese. ¡No es hombre quien logra tanto, mármol es quien tanto puede! La obligación y el respeto que al regio cuerpo se debe pronto al prelado, cabildo y caballeros compelen a volver, porque el cadáver sin sepultura no quede; y aunque no muy cerca, tornan y al marqués llaman. Mas este ni ve más que un desengaño, ni oye más que una solemne voz del cielo, o ya es un tronco que ni ve, ni oye, ni siente. Un su gentilhombre llega, notando que allí la muerte está bebiendo insaciable, y le tira de la veste. Todo en vano. Decidido con él se abraza; parece que está abrazado de un roble que raíz profunda tiene. En esto un paje la tapa del féretro de repente cierra, con cuerdo discurso, porque aquella infección cese. Y al ocultarse a la vista todo el horror que contiene, y al estruendo de los gonces, cerraduras y batientes, tiembla el marqués, da un gemido, su rígida fuerza pierde, y a brazos del gentilhombre flojo y desplomado viene. Acuden sus servidores, y entre todos, cual si fuese cadáver, fuera del templo le conducen como pueden. En cuanto le dio en el rostro a cielo abierto el ambiente, los ojos abre, suspira, de nuevo a la vida vuelve, se pone en pie, gira en torno la vista, como si hubiese de una pesadilla horrible despertado. En la celeste bóveda la clava, y dice con acento tan ferviente y una expresión tan sublime que hasta las piedras conmueve: «No más abrasar el alma con sol que apagarse puede, no más servir a señores que en gusanos se convierten.» Y desmayose de nuevo, hundido en maligna fiebre, que puso su noble vida muy a pique de perderse. Este marqués de Lombay estaba a los pocos meses en una mezquina celda confundido y penitente, y predicando a los hombres, con ejemplo tan solemne, el desprecio que a las pompas del ciego mundo se debe. Hoy San Francisco de Borja lo llama la Iglesia, y tiene culto propio, con que buscan su patrocinio los fieles.