Así transcurrieron diez años. Anatolio era un purísimo esqueleto; pero era cada minuto más feliz. Y como ocurre cuando pasan los malos tiempos, uno de sus goces mayores estaba en recordar los malos tiempos.

Podía hacerlo sin temor. Al país de la muerte no llegan las molestias y contrariedades del mundo de los vivos. Aquel vocear de los hijos que le arrancaba de sus meditaciones; aquel refunfuño perpetuo de la cuñada, necesitada de varón, aquel cantar sus apuros en Carmen, aquel meterle su tos por las orejas de la suegra achacosa, eran asunto terminado.

Tan acabado como los ahogos de entrada de mes, y los insultos del zapatero, y las amenazas del tendero de comestibles, y las facturas de la carne y del pan y las citaciones de desahucio.

¡El desahucio!... Aun se le crispaban los huesos al evocar la terrible palabra.

Aun se veía por calles y plazas buscando habitación, subiendo escaleras, firmando contratos, siguiendo de un lado á otro el carro de mudanza entre el gruñir de los mozos y el polvoriento zarandeo de trapos y cacharros y muebles.

¡Qué horror!... Por fortuna aquello había concluído para siempre jamás. ¡Para siempre!...

Anatolio al repetir la frase «Para siempre jamás» se estiraba voluptuosamente dentro de su ataúd.



Era al concluir de la tarde. El esqueleto de Anatolio dormía. Los rayos del sol, penetrando por los rotos de su ataúd, habían calentado sus huesos, y una laxitud, una pereza deleitosa se había apoderado de toda la osamenta.

Un rumor de voces que sonaban al pie del nicho despertó al astrónomo; incorporóse lentamente y puso las órbitas en una grieta de la lápida para ver quién turbaba su sueño.

Eran el conserje del cementerio y un canónigo, administrador de la sacramental.

-Nada; nada -oyó Anatolio que decía el canónigo.- No valen disculpas. Hace nueve días que cumplió y el nicho nos está haciendo falta. El alquiler era por diez años.

-Es...

-No admito explicaciones. Si no hiciese falta podía dejársele unos meses; pero haciendo falta no hay prórroga. Aquí está el resguardo, «29 de Ene... etc.» Estamos á 8 de Febrero. De modo que se le han concedido diez días de atención. Si no vienen á pagar no es nuestra la culpa. Ya lo sabe usted. Á este D. Anatolio Fernández y Rodríguez, mañana mismo, en cuanto amanezca le pone usted los huesos en el pudridero.

Los dialogantes se alejaron.

Fué espanto, ira, desesperación todo junto lo que sintió el esqueleto de Anatolio.

Sus puños crispados golpearon violentamente la lápida que saltó en cien pedazos rota; su calavera asomó por el hueco. Un gesto de trágica ironía contrajo el maxilar, rechinaron los dientes, la boca se abrió, y Anatolio, extendiendo las manos, clavando en el infinito las cuencas vacías de sus ojos, gritó con espantoso acento:

-¡Pero ¿también aquí!...