El sino de Joaquín Dicenta
Capítulo I



Desde su nacer fué desafortunado aquel sabio infeliz. Casi estoy por decir que antes de nacer lo era ya. Le cupo suerte de gemelo y, si por los consiguientes se juzgan los antecedentes, es muy presumible que en el claustro materno le tocara la habitación peor.

Vino á esta existencia el segundo. Todos los gestos y exclamaciones de alegría hechos por los padres al advenimiento del primer hijo, trocáronse en gestos de contrariedad y exclamaciones de disgusto al presentarse el otro. No eran ricos los padres y aquella propina filial les amargó el buen parto.

Á más de ello, si el primer hijo era robusto y mantecoso, era el segundo pellejoso y enclenque. El médico tuvo que propinarle una tanda de azotes para que rompiese á llorar y llorando empezara á vivir, como empezamos todos.

En su bautizo calentó el agua de más el monaguillo, y cargó la mano en la sal el cura; de modo que le achicharraron la piel y le pusieron la boca como tocino rancio. Á poco si la madrina le deja caer al suelo; á poco si le asfixia el padrino al atarle los cordoncillos de la gorra. Por lo que hace á nombre le pusieron Anatolio, sin más añadiduras.

No podía la madre nutrir á los dos vástagos. Al primer nacido le tocó el pecho maternal. Para el segundo buscaron ama; y como las de fuera de casa resultan, al parecer, más económicas, escogieron para Anatolio una de extramuros. Allá fue el pobre chiquitín, á una casuca de Tetuán de las Victorias, donde era sucio todo, desde el pezón de la nodriza, lleno de mugre y costras, hasta las ropas de la cama, bordadas de churretes y pespunteadas de insectos.

No fué vida la del pobre Anatolio en el tugurio aquel; martirio de criatura fué en potro de inmundicias. Los pañales se le mudaban, si se le mudaban, una vez por día, para ahorrarse gasto de jabón -que si es bueno cobrarlo, es aun mejor no consumirlo.- En brazos de la nodriza apenas estuvo. Unas veces encima de la cama, otras, y eran las más, en el santo y no limpio suelo, le dejaban patas arriba, dándole, para entretenimiento de ojos, las telarañas que decoraban la techumbre, y para engaño de la boca, una muñequilla de trapo, remojada en un cierto menjurje, indigesto y dulzón.

De teta no hay que hablar; por milagro le ponían á ella. Después de todo, igual era ponerle que no ponerle, á los efectos nutritivos. Andaba muy escasa de leche la mala criadora. Á bien que para suplir las escaseces del jugo natural, abundaban los cucharones de sopaza, los barros harinosos y aun las tiras de arenques, que el chicuelo chupaba y rechupaba, en aumento de su sed y detrimento de su estómago. Claro que, con tales potingues, salía Anatolio á indigestión diaria; claro que á cuenta de medrar desmedraba á ojos vistas; y claro que los padres -¡si sería grande el desmedro!- lo echaron de ver y decidieron cambiarle de ama.

Si la primera era sucia, era la segunda borracha, la tercera andariega, la cuarta, ejemplar de malos humores... Así recorrió ocho amas en catorce meses y no reventó, con tan malos tratos y continuas mudanzas, porque á mayores le traía reservado el Destino.

Destetado -es ello un decir- á los catorce meses, ingresó en el domicilio paterno. Parejo andaba, en lo estrujado y mal oliente, con los famosos arencones que le entretuvieron el hambre:

-¡Un asco de niño!- según exclamaron los padres cuando le recibieron. Mejor fuera para Anatolio seguir en poder de las seudo-nodrizas, que volver al hogar de sus engendradores.

En los casucos, donde avecinaban aquéllas, no había luz, ni aire, ni higiene; era la suciedad señora, la escasez despensera, la indigestión perpetua enfermedad. Ni buena leche, ni aseados pañales; una tarima con oficios de cuna y unas vigas entelarañadas, por todo cielo que mirar.

En casa de los padres cuidaban unas miajas mejor la alimentación, la limpieza, el aire y la luz; en cambio, había un hermanito, comparados con el cual, todos los elementos martirizadores que combatieran á Anatolio fuera de su casa, eran una bendita gloria.

Este hermanito, cuyo nombre era Antonio, había acaparado todo el cariño que los padres debieron honradamente distribuir entre Anatolio y él. Nutrido al pecho maternal; creciendo hora á hora entre los brazos de la madre y entre las caricias del padre, fué hora á hora también, apoderándose de sus corazones; de suerte que Anatolio al entrar en su casa resultó para los padres un extraño y para el hermano un objeto de envidia, cuando no un maniquí de entretenimiento y torturación.

Á fe que Antoñito era maestro en lo de torturar. Á falta de perro ó de pájaro allí estaba Anatolio, puesto siempre á disposición del minúsculo Torquemada.

Unas veces tocábales á los cabellos de Anatolio el oficio de riendas. Á ellos se asía el Benjamín con las dos manos y de ellos tiraba sin cuidarse él, y sus padres tampoco, de los gritos y contorsiones que arrancaban á la víctima los repelonazos; otras veces correspondía el turno á las orejas; algunas á los ojos; no pocas á labios y narices. Todo el muñeco vivo servía á los caprichos del insaciable Neroncete. ¡Y ay del muñeco vivo si resistía ó protestaba!... Unos buenos azotes y nuevamente á poder del hermano. Éste lloraba si le quitaban el juguete. No era cosa de que vertiera lágrimas y se estropeara los ojos un chiquillo tan guapo.

Anatolio era feo. Como la belleza entra por mucho en esto del afecto y las simpatías, faltábanle los de los extraños y también los de sus padres propios. Hay padres para todo. Á los de Anatolio hacíaseles caso de oprobio y de vergüenza el haber engendrado sujetillo tan ruín; y el engendro pagaba el delito de la imperfecta engendradura.

Si esto ocurría con los padres, ¿qué iba á ocurrir con las visitas y parientes? Que todas sus caricias, arrumacos y ferias eran para Antoñito. Á Anatolio que le partiera un rayo. ¡Así le hubiese partido en temprana edad! Fuera favor del cielo; pero, tratándose de aquel chico, ni el mismo cielo estaba por hacerle favores.

Despreciado de los suyos, maltratado por los ajenos, sin ver en nadie cariño ó atención, creció la infeliz criatura. Aquel vivir triste, aquel mirarse á todos y por todos pospuesto, cristalizaron en su pensamiento la idea de que su desdicha era, no desdicha, sino suceso natural, ley divina, á la cual necesitaba someterse.

De acuerdo con la idea fueron las acciones del chico. Humilde, resignado, paciente, todo lo sufría sin protesta; á todo servicio estaba pronto. Ni una vez siquiera se revolvió contra la crueldad fraterna; ni una hizo mala cara al desabrimiento de los padres. Acaso había en ocasiones relámpagos de tristeza en sus ojos; nunca faltó en sus labios la sonrisa dulce que han puesto en boca de sus mártires los pintores cristianos.

No vale decir si los padres cuando fué hora de poner los niños en maestro, guardarían sus desvelos y ahorros en beneficio de Antoñito.

A un buen colegio le mandaron. Digo bueno, porque si en él dejaba la enseñanza mucho que desear, el cobro no dejaba nada que apetecer á los enseñadores. Para Anatolio buena estaba la escuela gratuita. En ella entró con las botas rotas y el delantal sucio, mientras su hermano entraba en el colegio con botas nuevas, delantal limpio y cartera de bruñido cuero y de reluciente hebillaje.

Era Antonio desaplicado; su inteligencia dejaba mucho y hasta muchos que desear; pero como en estos colegios de buen pago, mientras se paga bien, no conviene perder alumnos, es decreto que todos resulten maravillas.

No es ello crítica de maestros. Á la mayor parte signifícales la enseñanza un medio de vivir como otro cualquiera. Cada uno debe y necesita vivir lo mejor posible. Mientras haya padres necios que con exterioridades se engrían y con premios, cintajos y medallitas satisfagan, bien hacen los maestros explotando su necedad. Al fin y á la postre de los tontos se vive en este mundo y aun, aun haciendo promesas para el otro.

Siendo de tal hechura el colegio donde metieron á Antoñito; siendo sus padres capaces de todo sacrificio y halago para quienes les pintaran al muchacho como ángel de sabiduría, inútil es decir que premios, y cintas y medallas llovieron como lluvia abrileña sobre el educando.

Al otro, en escuela gratuita, con maestros que apenas tenían si comer, no le tocaban premios, por la sencillísima razón de que no los había; pero es lo cierto que el muchacho era listo y trabajador, y aprendía mucho más y más bien que de los métodos y elementos educativos, empleados allí, debía justamente esperarse.

Especialmente para matemáticas y geografía era un prodigio el menguado Anatolio. Cúpole en suerte un maestro viejo, á quien desdichas de la profesión trajeron á maestro de colegios gratuitos. En otros mejores anduvo; en implantar uno á la moderna gastó sus pocos ahorros. Cerrólo por falta de discípulos, mejor dicho, de padres de discípulos que quisieran entrar por la vía de hacer á sus hijos hombres y no loros, y acogióse á una escuela municipal como náufrago á tabla.

Se encariñó el maestro con el discípulo; pagó éste con creces cariño y enseñanzas, y á los catorce años podía tenérselas tiesas con Aristóteles y Copérnico, refundidos.

Poco valieron estos méritos de Anatolio frente al juicio estrecho de sus padres.

-¿Qué servía el ingnorantón de Anatolio, comparado con Antoñito, que era bachiller, y al año siguiente emprendería la carrera para ser deslumbre del Foro? Nada ó casi nada. Aquel calabacín había dado de sí cuanto debía dar. ¿Tenía buena letra y sabía dé cuentas? Pues á encontrarle un empleillo y que se las buscase como Dios le diera á entender.

¿Un empleo? ¿Dónde encontrarlo? El viejo maestro se lo proporcionó, humilde pero suficiente á cubrir sus necesidades, en la Secretaría de un centro pedagógico. Allí prestaría útiles servicios y podría dedicarse á aquellos estudios propios de sus aptitudes y aficiones.

Dicho y hecho. Anatolio entró en la Secretaría con «dos cincuenta», y á vivir.

El mismo día y casi á la misma hora anunciaban los padres á todos sus conocimientos que Antonio «entraba por el primer año de leyes».