El señor Bergeret en París/Capítulo XXVI

Capítulo XXVI

—Los turbulentos —dijo el señor Bergeret— me inspiran el más vivo interés. Por esto me proporcionó una verdadera satisfacción encontrar en el curioso libro de Nicole Langelier, parisiense, un nuevo capítulo referente a los turbulentos. ¿Recuerda usted el otro, señor Goubin?

Goubin respondió que lo sabía de memoria.

—Le felicito por ello —dijo el señor Bergeret—, porque es un breviario. Voy a leerle ahora el segundo capítulo, que le agradará tanto como el primero.

Y leyó lo siguiente:

"De la confusión y del escándalo que armaron los turbulentos y de una interesante arenga que Zumbón Meloso les dirigió.

"Los turbulentos producían algazara enorme por la ciudad por el centro y por la Universidad; cada uno de ellos golpeaba con un cucharón un trublio, que suele llamarse marmita o cacerola de hierro; formaban entre todos un concierto muy armonioso, y repetían a irritos: '¡Mueran los traidores y los marranos!' Colgaban también de las murallas, y en los lugares secretos y apartados, pequeños carteles, con inscripciones que decían: '¡Mueran los marranos!' '¡Viva Cencerro!' Se armaban con armas de fuego y con armas blancas, porque eran hidalgos. También se acompañaban de Martín Bastón, y eran tan buenas gentes que, sin desdeñar los juegos de villanos, daban puñetazos. Sólo tenían el propósito de rajar y hendir, y proclamaban en su lenguaje idóneo, muy congruente y en consonancia con su pensamiento, que se proponían saltar los sesos a las gentes para dejarles vacío el cráneo donde se guardan por orden y disposición de la Naturaleza. Y lo hacían como decían en cuanto se les presentaba una oportunidad. Por su sencillez de espíritu creían ser los buenos, y creían también que aparte de ellos no había nada bueno, y eran malos todos los que no pertenecían a su partido, lo cual resultaba unprecepto maravillosamente claro, distinción perfecta y buen orden de batalla.

"Y había también entre ellos hermosas y encopetadas damas, las cuales, muy graciosamente, con halagos y melindres, incitaban a los gallardos turbulentos a despachurrar a todos los que no perturbaban. No os sorprendáis de tal cosa y reconoced precisamente en esto la inclinación natural de las señoras a crueldades y violencias, y su admiración por la bárbara valentía y arrogancia guerrera, como se ha visto en las historias antiguas, donde se refiere que el dios Marte fue amado por Venus y por otras diosas y por una muchedumbre de mujeres mortales, mientras Apolo, a pesar de su hermosura y de ser buen músico, solamente recibía desdenes de las ninfas y de las criadas.

"Y no había en la ciudad conventículo ni procesión de turbulentos, no había festines ni funerales de turbulentos, sin que un pobre hombre, o dos, o irás fuesen apaleados por ellos, hasta dejarlos sobre el arroyo medio muertos o casi muertos, cuando no del todo muertos. Era costumbre que, cuando se retiraban los turbulentos, el infeliz que por negarse a perturbar había sido magullado, fuese conducido piadosamente sobre una camilla a la oficina de algún boticario. Y por esta razón y por otras, los boticarios de la ciudad eran del partido de los turbulentos.

"Por entonces tenía lugar la gran feria de París en Francia, tan insigne, pero más extensa de lo que fueron jamás las ferias de Aquisgrán y de Francfort, ni la de Lendit, ni la hermosa feria de Beaucaire. Era la tal feria de París copiosa y abundante en mercaderías, obras de arte y famosas invenciones, hasta el punto de que un caballero llamado Cornely, que había visto mucho y que no era ningún pazguato, solía decir que a la vista, práctica y contemplación de aquella feria, olvidábase de los cuidados de su salud eterna, y hasta se olvidaba de comer y de beber. Los pueblos extranjeros se apiñaban en la ciudad de los parisienses para recrearse con lo que veían y hacer compras. Llegaban continuamente reyes y reyezuelos, que decían: Aquí nos sentimos honrados.' Los comerciantes al por mayor y al menudeo todo-ganancia y gana-en-todo, los que desempeñaban oficios e industrias, pensaban vender muchas mercancías a los extranjeros llegados a la capital para la feria y realizar grandes negocios. Los ambulantes y buhoneros desembalaban sus fardos, los tabernerosy figoneros preparaban sus mesas, y toda la ciudad estaba de extremo a extremo como un abundante mercado y un alegre refectorio. Añadamos que dichos mercaderes, no todos, pero sí la mayor parte, tenían afición a los turbulentos, a los cuales admiraban por sus voces potentes y sus braceos asombrosos, y hasta los banqueros marranos los miraban con respeto y con la humilde aspiración de que no los maltrataran.

"Era cierto que las gentes de oficio y los comerciantes se interesaban por ellos, pero se interesaban también por las mercancías y por los jornales, y llegaron a temer que a fuerza de irrupciones imprevistas, tumultos, atropellos y truhanerías, sufrieran perjuicio los escaparates y mostradores, y que también los tales turbulentos, con frecuencia furiosos y rápidos, atemorizasen a los pueblos extranjeros y les obligaran a huir de la ciudad con las bolsas aún repletas. Hay que añadir que este peligro no era grande. Los turbulentos amenazaban horrible y terriblemente; apaleaban a los conciudadanos en pequeño número, uno, dos, tres de una vez, como ya he dicho; pero no atacaban a ingleses, ni alemanes, ni gentes venidas de otro pueblos. No parecía oportuno que en aquella feria universal y abundante se mostraran los turbulentos con los dientes rechinantes, con los ojos encendidos, los puños apretados, gritos rabiosos y aullidos lamentables. Creían también los parisienses que los turbulentos consideraban aquel momento inoportuno para reventar cualquier diablo, y que dejaban esa tarea para más adelante, una vez acabada la fiesta y hecho el negocio.

"Entonces los ciudadanos empezaron a decir que la tranquilidad se imponía. Pero los turbulentos lo escuchaban sólo con una oreja: respondían: ¿Es posible vivir sin reventar a un enemigo o siquiera aun desconocido? Si dejamos en paz a los judíos, no ganaremos el cielo. ¿Cómo cruzarnos de brazos? Dios nos ha dicho que trabajemos para vivir.' "Un anciano turbulento, llamado Zumbón Meloso, reunió a los principales turbulentos, que le veneraban y le tenían en alta estima por ser muy experto en fullerías y fecundo en engaños y cautelas.

Abrió la boca, semejante a la de un antiguo lucio mellado, pero con bastantes dientes aún para morder pescados pequeños, y dijo suavemente:

"—Oíd, amigos míos, oídme todos. Somos honradas gentes y buenos compañeros; no estamos locos. Pedimos quietud; mejor dicho, queremosquietud; quietud y apacible vida. La quietud es un precioso ungüento; es una hermosa infusión medicinal de tila, malva y flor de malva; es azúcar, es miel. Es miel, os digo yo, que me llamo Zumbón Meloso. Me alimento de miel. Si volviera la Edad de Oro, lamería la miel en los troncos de las encinas venerables. Os lo aseguro; sólo quiero quietud, y vosotros no debéis desear otra cosa.

"Al oír semejantes palabras en labios de Zumbón Meloso, empezaron los turbulentos a gesticular y a murmurar entre sí: ¿Es nuestro amigo Zumbón Meloso quien habla de tal manera? Ya no le interesamos; nos hace traición. Quiere perjudicarnos o ha perdido el juicio.' Y los más exaltados decían: ¿Qué pretende ese viejo catarroso? ¿Piensa que guardaremos nuestros bastones, nuestras matracas y las pistolas que llevamos en el bolsillo? ¿Vivir en paz? ¡imposible! Nuestro mérito está en los golpes que repartimos.

¿Y pretende que no atropellemos? Se alzó un gran murmullo en la asamblea y aquel conciliábulo de turbulentos parecía un mar agitado.

"Entonces, el buen Zumbón Meloso extendió sobre las cabezas exaltadas sus manos flacas y amarillas, como una especie de Neptuno calmando una tempestad, y al ver ya casi tranquilo aquel océano, prosiguió cortésmente:

"—Soy vuestro amigo, hijos míos, y vuestro consejero. Antes de disgustaros, reflexionad mis palabras. Cuando yo digo queremos quietud', es claro que me refiero a nuestros enemigos, a nuestros adversarios, a todos nuestros contradictores y contrastadores. Es visible y claro que al decir quietud me refiero a todos menos a nosotros; quietud de la policía y de la magistratura opuesta o contraria; quietud de los tranquilos empleados civiles investidos de funciones y poder para prevenir, contener, reprimir y refrenar la perturbación; quietud de la Justicia y de la ley que nos amenaza. Quiero que se vean todos sumergidos en profunda y mortal quietud; quiero para todo aquel que no sea turbulento un abismo de quietud y de reposo Requiem aeternam dona eis Domine. Descanso eterno; eso ambiciono. No pido nuestra quietud; no debemos estar quietos. ¿Acaso cuando cantamos requiescat es por nosotros? No tenemos ganas de dormir tanto, y cuando uno se muere es para mucho tiempo. Nos qui vivimus, damos la paz a nuestros enemigos, no en este mundo, sino en el otro. Es la más segura. Yo quiero quietud. ¿Soy acaso unasalchicha? ¿No conocéis a Zumbón Meloso? Hijos míos, yo llevo muchas mañas en mis alforjas. Angeles inocentes aún, es menor vuestra picardía que la de los muchachuelos de la escuela, que si juegan al marro cuando uno de ellos quiere coger al otro descuidado, le grita: ¡Tregua!', que significa suspensión de hostilidades, y habiéndole desprovisto así de toda desconfianza y defensa, se lanza arteramente sobre él y le hace prisionero. Lo mismo hago yo, Zumbón Meloso, procurador del rey. Cuando tengo, como acontece con frecuencia, adversarios recelosos y prevenidos en la cámara del Consejo, les digo Paz, paz, paz, caballeros. Pax vobiscum; y les pongo disimuladamente un cacharro de pólvora de cañón y clavos viejos debajo de su banquillo, con una hermosa mecha, cuyo extremo dejo a mi alcance. Luego finjo dormir tranquilamente y prendo la mecha en la ocasión más oportuna. Si no saltan por el aire no es por culpa mía, sino porque la pólvora estaba mojada. Entonces lo dejo para otra vez.

"Amigos míos, tomad ejemplo y modelo de vuestros jefes, maestros y caudillos. ¿Veis acaso que Cencerro se agite? Por de pronto no cencerrea y aguarda ocasión favorable para cencerrear.

"¿Está sosegado? Seguramente no lo creéis. Y el joven Turbo. ¿desea quietud? No; aguarda. Oídlo bien: es útil, provechoso y necesario que finjáis tener favorable, benigno y lenitivo deseo de quietud. ¿Qué os cuesta? Nada; y os aprovechará mucho. Es preciso que vosotros, inquietos, parezcáis ansiosos de quietud, y que los demás (me refiero a los que no perturban), que de veras desean la quietud, parezcan inquietos, intranquilos, desasosegados, ariscos, furiosos, opuestos en absoluto, contrarios, hostiles a la hermosa tranquilidad tan deseada y tan amable. Así resultará patente que mostráis mucho celo y amor hacia el bien público y hacia la paz pública, y que a contrapelo vuestros contrarios tienen la maligna idea de perturbar y destruir la ciudad y sus alrededores; y no digáis que sea difícil esto; en vuestra mano está. El público sencillo verá las cosas del color que os convenga; el público creerá lo que le digáis. Colgaos de sus orejas. Si decís: 'Queremos quietud', creerá desde luego que no queréis otra cosa. Decídselo para agradarle. Esto no cuesta nada y entretanto, vuestros enemigos y adversarios, que balaban lastimosamente los primeros ¡Quietud!, ¡quietud!' (porque no se lespuede negar que se mostraron dulces como corderillos), se distraerán con vuestras voces y podréis abrir a gusto sus cabezas diciéndoles: No queremos quietud: fue un ardid.' Nuestra quietud llegará cuando seamos los únicos dueños. Es digna de alabanza una guerra que se desarrolla pacíficamente. Gritad: ¡Paz! ¡paz!', y no dejéis de repartir garrotazos. Esto es lo piadoso. ¡Paz! ¡Paz! Un hombre muerto. ¡Paz!, ¡paz! Ya he reventado a tres. Vuestra intención era pacífica y seréis juzgados por vuestras intenciones. Andad y decid '¡Quietud!', pero golpead de firme. Las campanas de los monasterios repiquetean para vosotros los pacíficos, y os colmarán de alabanzas los burgueses tranquilos, que, al ver a vuestras víctimas tendidas sobre las losas de la calle con el vientre abierto, dirán: 'Muy bien hecho. Todo por la quietud ¡Viva la quietud! Sin quietud no estaríamos a gusto.'"