El señor Bergeret en París/Capítulo XVI
La baronesa de Bonmont había invitado a los aristócratas y a los principales industriales y hombres de negocios de la región a una fiesta de caridad proyectada para el 29 de aquel mes en su ilustre castillo de Montil, construido en 1508 por Bernardo de Paves, gran maestre de artillería durante el reinado de Luis XII, para Nicolaseta de Vaucelles, su cuarta mujer, y comprado por el barón Julio con posterioridad al empréstito francés de 1871. Tuvo la delicadeza de no enviar ninguna invitación a las residencias señoriales de los judíos, aun cuando entre ellos contaba amigos y parientes. Consagrábase por completo a la religión y al patriotismo, porque se había bautizado después de morir su esposo y se hallaba nacionalizada en Francia desde cinco años atrás. Tanto ella como su hermano Wallstein, de Viena, se distinguían honrosamente de sus antiguos correligionarios por ser antisemitas muy sinceros; sin embargo, no era ambiciosa, y su carácter la inclinaba a los goces íntimos; se hubiera contentado con un modesto lugar entre la nobleza cristiana si su hijo no la obligase a lucir. El baroncito Ernesto fue quien la introdujo en casa de los Brecé; fue también el baroncito quien inscribió todos los linajes de la provincia en la lista de los invitados a la fiesta que se preparaba, y del baroncito salió la idea de llevar a Montil, para que tomara parte en la representación de una comedia, a la duquesita de Maussac, la cual suponía que su aristocrático abolengo la autorizaba para cenar en casa de las titiriteras y para beber con los cocheros.
El programa de la fiesta lo componían una representación de Gioconda por aficionados, una Kermesse en el parque, una fiesta veneciana en el estanque y las iluminaciones.
Llegó el día 17. Los preparativos eran cada vez más precipitados y confusos; los cómicos ensayaban en la extensa galería de estilo Renacimiento, cuyo techo lucía, con una ingeniosa variedad de combinaciones, el pavo real de Bernardo de Pavesatado por una pata al laúd de Nicolaseta de Vaucelles.
El señor Germaine acompañaba al piano a los cantantes, mientras en el parque los carpinteros martillaban ruidosamente al fijar los mástiles de las barracas. Largilliére, de la Ópera Cómica, era el director de escena.
—Usted ahora, duquesa.
Los dedos del señor Germaine, desprovistos de sortijas, excepto el pulgar, recorrieron el teclado.
—La... La...
Y la duquesa le dijo, al tiempo de coger el vaso que le ofrecía el baroncito de Bonmont:
—Déjeme beber mi cóctel. Cuando hubo terminado, Largillière insistió:
—Vamos duquesa.
Y los dedos del señor Germaine, sin oro ni más piedras que una amatista en el pulgar, corrieron de nuevo sobre el teclado; pero la duquesa no cantaba: miraba al pianista con interés.
—Germaine, está usted admirable. Ha ensanchado de pecho y de caderas. ¡Mi enhorabuena! Usted lo ha conseguido; pero yo... ¡Mire!...
Y se pasó las manos desde el cuello a la cintura sobre su traje de paño.
—Me quedé sin nada.
Dio una vuelta.
—Pero ¡sin nada! ¡Todo ha desaparecido! Mientras yo perdía, usted ganaba. ¡Es curioso! ¡Qué hacerle! ¡Paciencia! Es algo así como una compensación.
Entre tanto, René Chartier, que cantaba la Gioconda, permanecía inmóvil, con el cuello alargado como un tubo de chimenea; sólo se preocupaba del terciopelo y de las perlas de su voz; su aspecto era grave y algo triste. Impacientóse, y dijo ásperamente:
—Nunca llegaremos a dominarlo. ¡Esto es deplorable!
—Repitamos el cuarteto y sigamos —dijo Largilliére.
—Usted, señor Quatrebarbe.
Gerardo Quatrebarbe era hijo del arquitecto diocesano. Le admitían en sociedad desde que había roto los cristales al zapatero Meyer, reputado como judío. Tenía muy bonita voz, pero nunca entraba a tiempo. René Chartier le dirigía miradas furibundas.
—No está usted en su sitio, duquesa —dijo Largilliére.
—Es verdad que no —respondió la duquesa.
René Chartier, amargado, se acercó al baroncito de Bonmont y le dijo al oído:
—Le ruego que no dé más cóctel a la duquesa.
Lo estropeará todo.
Largilliére también se lamentaba; las masas corales no conseguían armonizar.
—Señor Lacrisse, no está usted en su sitio.
José Lacrisse, no estaba en su sitio. Es conveniente advertir que no era suya la culpa. La señora de Bonmont se lo llevaba continuamente a todos los rincones; lo atosigaba.
—¡Dime que nunca dejarás de quererme! Si no me quisieras me moriría.
También deseaba que le diese noticias del complot; y el complot iba mal. Era un fastidio. Por añadidura, José Lacrisse mostrábase disgustado desde que la baronesa no quiso darle dinero para la causa. Con paso firme fue a reunirse al coro, mientras René Chartier cantaba con énfasis.
Bonmont se acercó a su madre.
—Mamá, desconfía de Lacrisse —le dijo.
Ella hizo un movimiento brusco; luego, con afectada indiferencia, respondió:
—¿Qué quieres decir? Es muy formal, más formal de lo que se acostumbra a su edad; se ocupa de cosas serias, se...
El baroncito encogió sus hombros de atleta jorobado:
—Te digo que desconfíes; quiere atraparte cien mil francos. Me ha pedido que le ayude a conquistar el cheque. Por ahora no me parece necesario hacer semejante sacrificio. Soy adicto a la causa del rey, pero cien mil francos son una cantidad respetable.
René Chartier cantaba:
On devient infidéle.On devient infidéle.
Un criado entregó una carta a la baronesa. Era de los Brecé, que, obligados a marcharse antes del 29, se disculpaban de no asistir a la fiesta de caridad, y enviaban su óbolo.
La baronesa mostró la carta a su hijo, el cual sonrió desapaciblemente al preguntar:
—¿Y los Courtrais?
—Se han disculpado ayer; lo mismo que ha hecho la generala Cartier de Chalmot.
—¡Qué animales!
—Vendrán los Terremondre y los Gromance.
—¡Ya lo creo; no tienen otra cosa que hacer!
La madre y el hijo reflexionaron acerca de su poco satisfactoria situación. Terremondre no había prometido, como de costumbre, llevar a sus primas y tía; toda la nidada de aristócratas rurales. La acaudalada burguesía industrial tampoco había decidido asistir, y buscaba pretextos para excusarse. El baroncito de Bonmont dedujo:
—¡Bonita fiesta la tuya, mamá! No quieren nada con nosotros; está visto.
Al oír aquellas palabras afligióse la dulce Isabel, y en su bello rostro, donde lucía siempre una sonrisa amorosa, se nubló el encanto.
Al otro extremo de la sala dominaba todos los ruidos la poderosa voz de Largilliére:
—¡No es así! ¡Nunca lograremos dominarlo! —¿Oyes? —murmuró la baronesa—. Dice que nunca lo cantarán bien. ¿Y si ahora suspendiéramos la fiesta, puesto que no puede ser lucida?
—Eres muy débil, mamá... No te lo reprocho. Cada uno tiene su manera de ser. Tú siempre serás una malva; yo, en cambio, nací para luchar. Soy fuerte. Estoy reventado pero... —Hijo mío...
—No te enternezcas. Estoy reventado, pero lucharé hasta el fin.
La voz de René Chartier manaba como una fuente pura:
On pense, on pense encore á celle qu'on adore, y l'on revient toujours á ses premiers a...De pronto se paró el piano y hubo un gran tumulto. El señor Germaine perseguía a la duquesita, que después de coger sobre el piano las sortijas del pianista, huía con ellas y se refugiaba en la chimenea monumental, sobre cuya campana estaban esculpidos los amores de las ninfas y las metamorfosis de los dioses. La duquesita mostraba el bolsillo de su chaqueta, y decía:
—Aquí están sus sortijas, Germaine; ¡venga usted a buscarlas! Mire: ahí tiene para cogerlas las tenazas de Luis Trece.
Y hacía castañetear, junto a las narices del músico, unas tenazas enormes.
René Chartier lanzaba miradas feroces; arrojó su partitura sobre el piano y amenazó con devolver su papel.
—No creo que vengan los Luzancourte —dijo suspirando la baronesa.
—No desconfiemos aún. Tengo una idea —repuso el baroncito—. Hay que saber hacer un sacrificio cuando puede ser útil. No le digas nada a Lacrisse.
—¿Que no le diga nada a Lacrisse?
—Nada concreto... Déjame a mí.
Separóse de ella para acercarse al grupo tumultuoso de los coristas. Cuando la duquesita le pidió otro cóctel, respondió con mucha dulzura:
—Déjeme usted en paz, señora.
Luego fue a sentarse junto a José Lacrisse, que meditaba en un rincón y le habló durante un momento al oído.
—Ciertamente —le dijo al secretario del Comité de la Juventud realista—; tiene usted razón; es necesario derrotar la República y salvar a Francia, para lo cual se necesita dinero. Mi madre es del mismo parecer; está dispuesta a ingresar, por lo pronto, en la caja del rey, cincuenta mil francos para gastos de propaganda.
José Lacrisse le dio las gracias en nombre del rey.
—A monseñor le agradará mucho saber que la baronesa de Bonmont une su ofrenda patriótica a la de las tres damas francesas que demostraron una generosidad caballerosa. Puede usted estar seguro de que corroborará su gratitud en una carta autógrafa.
—No hablemos de eso —dijo el joven Bonmont.
Y después de un breve silencio, añadió:
—Amigo Lacrisse, cuando vea usted a los Brecé y a los Courtrais, dígales que vengan a nuestra fiestecita.