El señor Bergeret en París/Capítulo XII
Capítulo XII
La señora de Bonmont concebía el amor como un abismo de felicidad. Después de aquella cena en el restaurante Madrid, ennoblecida por la lectura de una carta regia al volver emocionada del bosque, en el coche caldeado aún por una caricia histórica, había dicho a José Lacrisse: "¡Así, eternamente!"; y esta frase, que parecerá frívola, si se considera la inestabilidad de los elementos que sirven de sustancia a las ansias amorosas, probaba un oportuno espiritualismo y una tendencia elegante hacia lo infinito. "Estamos de acuerdo", había respondido José Lacrisse.
Dos semanas pasaron desde aquella noche generosa; dos semanas, durante las cuales el secretario del Comité provincial de la Juventud realista compartió su tiempo entre sus ocupaciones políticas y sus entretenimientos amorosos. La baronesa con un traje de hechura sastre, y con el rostro cubierto por un velo de encaje blanco, acudió puntual, a la hora convenida, al entresuelo de una discreta casa de la calle de Lord Byron, compuesto de tres habitaciones amuebladas por ella con toda la delicadeza de su corazón, y cuyas paredes estaban cubiertas con la seda azul—celeste que envolvía poco tiempo antes los amores olvidados de Raúl Marcien. José Lacrisse estuvo correcto digno y hasta un poco reservado; insinuante y juvenil, pero no como ella deseaba verle. Tenía mal humor y parecía estar muy inquieto. Su entrecejo arrugado, sus labios delgados, le hubieran recordado a Rara si no poseyera en toda su plenitud el delicioso don de olvidar el pasado.
Sabía que a él no le faltaban motivos para estar preocupado; sabía que conspiraba, que se proponía enloquecer a un prefecto de primera clase y a los principales republicanos de un departamento muy populoso, y que en aquella empresa arriesgaba su libertad y su vida en provecho del altar y del trono. Precisamente por ser conspirador le prefirió de momento, pero le sería ya más grato encontrarle placentero y amoroso. No la recibió malamente,puesto que dijo: "Ansiaba verte. Hace quince días que realizo mi ensueño celestial.
Luego, añadió: "¡Eres encantadora!" Pero sin mirarla casi, dirigióse inmediatamente a la ventana, levantó una punta de la cortina y estuvo en observación durante diez minutos.
Al fin, dijo, sin volver la cabeza:
—Ya te advertí que nos convenía una casa con dos puertas, y no me atendiste... Felizmente, desde este piso se descubre la calle; pero el árbol me impide ver.
—¿La acacia? —suspiró la baronesa, mientras se desprendía lentamente el velo.
Aquella casa tenía delante un patio, en el centro del cual había una acacia y una docena de arbustos; estaba cerrado por una verja cubierta de hiedra.
—La acacia; naturalmente.
—Pero ¿qué miras, amigo mío?
—A un hombre que está apoyado en la pared de enfrente.
—¿Y quién es ese hombre?
—Lo ignoro. Sospecho que sea uno de mis agentes. Me vigilan sin cesar. Desde que vivo en París me siguen a todas partes dos agentes, ¡y esto es fatigoso! Creía que los había despistado.
—¿No puedes dar una queja?
—¿A quién?
—No sé... Al Gobierno...
Nada respondió, y siguió en observación algunos minutos más. Luego, convencido de que aquel hombre no era uno de sus agentes, tranquilo ya, se acercó a ella.
—¡Cuánto te quiero! Estás más hermosa que de costumbre. Te aseguro que eres adorable... ¿Y si me hubiesen cambiado a mis agentes...? Dupuy los elogió. Uno era alto, y el otro, rechoncho. El más alto usaba gafas negras. El rechoncho tenía una nariz semejante al pico de un loro y unos ojos de pájaro que miraban atravesados. Los recuerdo muy bien. No eran terribles. Cuando estaba yo en el Círculo, cada uno de mis compañeros me decía al entrar: "Lacrisse, acabo de ver a tus agentes en la puerta." Y yo les enviaba cigarros y cerveza. A veces me preguntaba si Dupuy les habría ordenado que me protegieran; porque Dupuy, a pesar de su brusquedad caprichosa y fantástica, era un patriota. No tiene comparación con los ministros actuales, que me obligan a vivir más prevenido. ¡Si esos canallas me hubieran cambiado a mis agentes!
Volvió de nuevo a la ventana.
—No. Es un cochero que fuma su pipa; yo no había reparado en su chaleco de rayas amarillas. El miedo deforma los objetos; esto es indudable. Te confieso que he tenido miedo, pero sólo por ti, como puedes imaginar. No quiero que te comprometas por culpa mía. ¡Tú, tan encantadora, tan deliciosa...!
Acercóse más para oprimirla entre sus brazos, y asediarla con apasionadas caricias. Pronto advirtió ella que sus vestiduras se hallaban ya en tal desorden, que un leve pudor, a falta de otro sentimiento, le hubiera obligado a quitárselas.
—Isabel, dime que me quieres.
—Me parece que si no te quisiera...
—¿No oyes en la calle pisadas insistentes y firmes como de alguno que aguarda?
—No, amigo mío.
Sumida en un abismo delicioso, no prestaba atención a los ruidos del mundo exterior.
—Ahora sí que no me equivoco. Es él, mi agente, el rechoncho, el pájaro. Tengo sus pasos metidos en las orejas. Los distinguiría entre mil.
Y volvió a la ventana.
Sus zozobras le exasperaban. Desde el fracaso del 23 de febrero había perdido su envidiable tranquilidad. Empezaba a suponer que aquello sería largo y difícil. El desaliento se apoderaba de la mayoría de sus asociados. Volvíase taciturno; todo le irritaba.
Además, ella tuvo la inoportunidad de decirle:
—No olvides que te hice invitar por mi hermano Wallstein para la comida de mañana. Así tendremos una ocasión más de vernos.
El exclamó, enfurecido:
—¡Tu hermano Wallstein! ¡Ah, sí! ¡Hablemos de tu hermano! ¡Ese no desmiente su raza! Enrique León le propuso esta semana un asunto importante, un periódico de propaganda que sería conveniente repartir gratuita y profusamente por los campos y en los centros obreros; fingió no comprenderle y se limitó a darle buenos consejos. ¿Creerá tu hermano que le pedimos consejos?
Isabel era antisemita, y segura de que le sería imposible defender a su hermano Wallstein, de Viena, a pesar de quererle mucho, permaneció silenciosa.
Lacrisse jugueteaba con el revólver que había dejado sobre la mesa de noche.
—Si vienen a prenderme... — dijo.
Una roja oleada de cólera le subió a la cabeza.Vociferó que quisiera azotar en una plaza pública a los judíos, a los fracmasones, a los librepensadores, a los parlamentarios, a los republicanos, a los ministeriales, y administrarles lavativas de vitriolo. Usaba con elocuencia el devoto lenguaje de las "Cruces".
—Entre los judíos y los masones devoran a Francia, nos arruinan y nos consumen. Pero ¡paciencia!, que aguarden el proceso de Rennes y verás cómo los degollamos para sangrarlos, para salar sus jamones, para trufar su piel, para colgar sus cabezas en los escaparates de las carnicerías Todo está dispuesto. La asonada estallará simultáneamente en Rennes y en París. Reventaremos a los dreyfusistas en las calles y a Loubet le encerraremos en el Elíseo incendiado... ¡Lástima que no haya sucedido ya!
La sefiora Bonmont concebía el amor como un abismo feliz. No creyendo suficiente para una entrevista olvidar una sola vez el Universo en aquel gabinete tapizado de azul celeste, se esforzaba por conducir a su amigo hacia más cariñosas preocupaciones.
—¡Qué largas son tus pestañas! —le decía.
Y le besaba con ternura los párpados. Cuando la enamorada abrió los ojos y en su dichosa languidez saboreó aún el infinito en que se había desvanecido un momento, vio a José pensativo y muy distante de ella, a pesar de que le sujetaba aún entre sus hermosos brazos desnudos. Con una voz suave como un suspiro, le preguntó:
—¿Que te pasa, amigo mío? ¡Eramos tan felices hace un instante!
—Mucho —respondió José Lacrisse—; pero me preocupa tener que enviar antes de que anochezca tres telegramas cifrados. Es obra complicada y peligrosa. Por un momento creíamos que Dupuy había interceptado nuestros telegramas del veintidós de febrero. Su contenido bastaba para procesarnos a todos.
—¿Y no los había interceptado, amigo mío?
—Me figuro que no, puesto que nadie nos dijo nada; pero tengo mis razones para creer que, desde hace quince días, el Gobierno nos acecha, y hasta que no hayamos estrangulado la República no viviré tranquilo.
Entonces ella, cariñosa y radiante, echóle al cuello los brazos como una guirnalda florida y perfumada; clavó en él los húmedos zafiros de suspupilas, y acompañando sus palabras con una sonrisa de su boca fresca y ardiente, le dijo:
—No te preocupes, amigo mío. No te atormentes. Triunfaréis; te lo aseguro. La República está perdida. ¿Cómo es posible que tú no la venzas? Ya nadie quiere a los parlamentarios, nadie los quiere; lo sé bien. Tampoco nadie quiere a los masones, a los librepensadores, a esos infames que no creen en Dios, que no tienen religión ni patria. La religión y la patria son una misma cosa, ¿verdad? Se advierte un impulso admirable de las almas; los domingos las iglesias están llenas de gentes que van a misa, no sólo mujeres, como dicen los republicanos, van también muchos hombres, caballeros elegantes y militares. Créeme, amigo mío, ¡triunfaréis! Yo pienso ponerle unas velas a San Antonio para que os ayude.
El, reflexivo y serio, dijo:
—Sí; daremos la señal en los primeros días de septiembre. La opinión pública es favorable. Las provincias nos animan y nos aguardan. Tenemos las simpatías de todos.
Ella, imprudentemente, le preguntó qué les faltaba:
—Lo que nos falta, o al menos lo que podría faltarnos si se prolongara la campaña, es el nervio de la guerra. ¡ Canastos!, el dinero. Nos han dado bastante, pero necesitamos mucho más. Tres señoras muy distinguidas nos entregaron trescientos mil francos. Monseñor agradeció aquella generosidad patriótica. ¿No es cierto que en esa ofrenda de tres señoras a la realeza hay algo encantador, delicioso, y que recuerda la antigua Francia, el linaje antiguo?
Entretanto, la baronesa, ante el espejo, se vestía como si no le oyera.
El puntualizó su pensamiento:
—Corren, corren y corren sin cesar aquellos trescientos mil francos entregados por manos blancas. Monseñor, con generosidad caballeresca, nos dijo: "Gasten los trescientos mil francos hasta el último céntimo." Si otra mano encantadora nos entregase cien mil francos más sería bendecida y contribuiría a la salvación de Francia. Una mujer elegante y rica puede ocupar un lucido puesto entre las amazonas del cheque y en el escuadrón de las hermosas conspiradoras. Prometo, sin temor de ser desautorizado, regalar a la que primero nos auxilie con semejante donativo, una carta autógrafa delpríncipe, y lo que es más, para este invierno una almohada en la Corte.
Al verse de tal modo aludida, la baronesa recibió una impresión desagradable. No era el primer asalto a su bolsa, pero sin sorprenderse ni rendirse lamentaba semejante insistencia. Siempre consideró inútil contribuir con su dinero a la restauración del trono. Estimaba mucho al príncipe, tan guapo, tan sonrosado, con una bonita barba sedosa y rubia; deseaba ardientemente su regreso; esperaba con impaciencia verle entrar en París; pero con dos millones de renta, sólo necesitaba que le ofreciesen cariño, entusiasmo y flores. A las palabras de José Lacrisse siguió un silencio penoso. Ella, delante del espejo, murmuró:
—¡Qué despeinada estoy, Dios mío! Y después de arreglarse, sacó del portamonedas un trébol de cuatro hojas metido en un medallón de cristal con anillo de plata dorada; se lo entregó a su amigo y dijo sentimentalmente:
—Te dará buena suerte. Prométeme que lo llevarás siempre.
José Lacrisse fue el primero que salió del cuarto azul para llamar la atención de los agentes si le habían seguido. En el descansillo de la escalera murmuró con gesto desapacible:
—Es una verdadera Wallstein. Aunque las bauticen..., las banastas huelen siempre a sardinas.