El sauce y el ciprés
(A Carlos Cano, en la muerte de su hijo)
Llevo tanta amargura dentro del alma,
que de mí en vano esperas consuelo y calma;
y, aunque a llorar contigo tu cuita vengo,
mal puedo darte, Carlos, lo que no tengo.
Cuando de luto un pecho la muerte llena,
lo que dura la vida dura la pena.
Recibe resignado la que hoy te aflige:
los hombres la merecen; Dios las elige,
por más que nos amarguen, todas son buenas:
¡a ser de nuestro gusto, no fueran penas!
Yo, que llevo la mía muda en mi pecho,
todo consuelo humano de mí desecho.
Aceptándola humilde sin resistencia,
las horas le consagro de mi existencia;
y no diera este amargo dolor profundo
por todos los placeres que ofrece el mundo.
Cuando vierte la tarde sombra y misterio,
penetro en el recinto del cementerio.
Allí, donde perpetua reina la calma
silenciosos y tristes hablan al alma
el sauce, cuyas hojas besan el suelo,
y el ciprés, cuya punta señala el cielo.
Allí, con mudas voces a su manera,
el uno dice: -«¡llora! y el otro: -«¡espera!»
Dice el sauce: -«este suelo duro y helado
para siempre te roba lo que has amado.
Aquel ser dulce y bueno que tu alma llora,
de polvo fue formado; polvo es ahora.
Ya no enreda sus manos en tu cabello
ni sus brazos amantes ciñe a tu cuello;
ya, en tus horas de angustia, con beso ardiente
no se posan sus labios sobre tu frente;
ya de aquella mirada dulce y tranquila,
no se filtran los rayos en tu pupila:
ya son sus bellas manos yertos despojos;
¡mudos están sus labios, ciegos sus ojos!
De polvo fue formado, polvo es ahora,
sueño fueron tus dichas. ¡Ay! ¡Llora! ¡Llora!
Dice el ciprés: -«No inclines la vista al suelo:
¡los ojos y la mente levanta al cielo!
Lo que esa tierra cubre fue vil escoria:
hoy, libre de ella, el alma vive en la gloria.
Vive: y, de tus acciones mudo testigo,
en tus noches de insomnio vela contigo.
Si en ruines pensamientos tu alma se anega,
ella, ante Dios postrada, por ti le ruega;
y, cuando el bien al cabo triunfa en tu pecho,
sus dos alas extiende sobre tu lecho.
Velando en torno tuyo constante gira,
y el mal de tu alma ahuyenta y el bien te inspira
y, ciñendo a tus sienes letal beleño,
con el dedo en el labio te guarda el sueño.
Hombre, eleva los ojos a la alta esfera;
allá van los que vencen. ¡Espera! ¡Espera!"
Así, cuando la tarde desciende en calma,
silenciosos y tristes hablan al alma
el sauce, cuyas hojas besan el suelo,
y el ciprés, cuya punta señala el cielo.
Así, con mudas voces, a su manera,
el uno dice: -¡Llora!» y el otro: -«¡Espera!»
Y yo, que los designios de Dios venero,
resignado y humilde, lloro y espero.