El saludo de las brujas/Segunda parte/VII


Preparativos

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Desde el momento en que Rosario y Miraya se estrecharon la mano en el bosque de mirtos, la situación de las tres personas que residían en la Ercolani cambió de una manera al parecer insensible, pero realmente profunda. Sin que la boca de Felipe María dijese que aceptaba el papel de pretendiente, lo declararon sus actos ya explícitos. La vida se estableció y regularizó sobre la base de un plan encaminado a dirigir los trabajos del felipismo en Dacia. Por las mañanas, mientras Rosario se ocupaba en esas menudencias de tocador que roban tanto tiempo a las mujeres, Felipe y Miraya despachaban juntos, leían correspondencia y periódicos y escribían, en cifra, largas cartas. Antes de la hora de almorzar esperaba enganchado a Miraya el cestito, del cual tiraban dos jacas de resistencia y fatiga, muy distintas de los magníficos troncos flor de romero y negro, que se destinaban especialmente a los carruajes del servicio de Felipe. Miraya, por un rasgo de penetración, desde antes del almuerzo dejaba solos a los enamorados. Entraba en sus cálculos que se creyesen, como antes, libres y en intimidad completa. Pasábase el día en Mónaco o en Rocabruno, no perdiendo el tiempo, por que allí abundaba la gente dacia, ya residente, ya de paso. Miraya conocía perfectamente con quién podía hablar, con quién debía guardar recato y silencio, y de quién no le era difícil recoger noticias, algunas de interés sumo. Las cartas siempre dejan dudas, aunque las de Stereadi, en cifra, por supuesto, contuviesen un tesoro de instrucciones categóricas. Desde que Felipe estaba dispuesto a salir del retraimiento y a tomar «parte activa» en la empresa -y bien sabía Miraya lo que había de entenderse por «parte activa»-, la faz de los negocios políticos había cambiado súbitamente, de la más impensada manera. El gran notición era que el duque Aurelio, el propio duque Aurelio, renunciando a sus desapoderadas ambiciones, dejaba entrever propósitos de retirarse a la vida privada el día en que faltase el Rey, o de contentarse, a lo más, con el papel de una especie de consejero altísimo, de un lugarteniente del monarca futuro, para el caso probable de una guerra. El día en que Miraya dio cuenta a Felipe María de esta nueva actitud del duque Aurelio, al ver pasar por el rostro movible y finamente pálido del Príncipe una expresión de contento, el periodista no pudo menos de menear la cabeza, murmurando:

-¡Hay que desconfiar!... Es demasiado bonito... ¡Soltar su presa el buitre!... ¡Milagro como él!

-De todos modos, Sebasti -indicó Felipe-, esa novedad nos despeja el camino.

Volvió Miraya a hacer el mismo gesto de recelo y precaución. No obstante, en breve los hechos le obligaron a reconocer que, efectivamente, la actitud del Duque, cada día más acentuada en el sentido de la abnegación, producía en Dacia efectos maravillosos, exaltando y difundiendo el movimiento felipista. Había tratado hasta entonces Miraya, perseverante en su sistema prudente y cauteloso, de evitar que algunos personajes lacios de los que concurrían a Mónaco lograsen su deseo de ver, saludar y rendir homenaje a Felipe. Mas ya la ola de curiosidad, de simpatía y de entusiasmo iba siendo sobrado impetuosa para que se pudiese reprimir. Diferentes personas se presentaron en varias ocasiones a la puerta de la Ercolani, solicitando ver a Felipe y marchándose enojadas o condolidas de la negativa; y Esteban, el leal cochero, enteró a su amo de que ciertas señoras dacias le habían ofrecido reservadamente fuertes cantidades, para saber en qué dirección pasearía el Príncipe -a fin de hacerse las encontradizas y contemplarle al paso-. No hay monarca que no provoque este anhelo de la vista, fruto de la misma idea que les atribuía, en la Edad Media, y aun en épocas más recientes, la virtud de curar los lamparones con sólo imponer las manos: forma de la atracción propia del rey, filtro mágico de su presencia... Esteban refería a Felipe cómo alguna de aquellas señoras, ante su negativa, se había echado a llorar, diciendo que era duro no poder mirar el rostro de su príncipe, después de haber corrido bastantes riesgos para introducir en Dacia sus retratos, y de haber sido insultadas por los oficiales de un regimiento adicto al duque Aurelio, a cansa de lucir en el pecho el lazo blanco y rojo...

Cierta mañana, buscó Miraya ocasión de departir confidencialmente cinco minutos con Rosario, y a la noche, la chilena, adoptando el tono pensativo y afectuoso que acostumbraba para hacer esta clase de indicaciones -como si pidiese algo que la interesase personalmente-, dijo a Felipe:

-Mira, compláceme en esto... Tengo el capricho de que hagas una excursioncita a Mónaco.

Y como Felipe, cuyas mejillas se encendieron ligeramente, sólo respondiese con un gesto ambiguo, ella insistió.

-Debes ir. Déjate de aplazamientos. Sé que hay mucha gente de allá hambrienta de echarte la vista encima. Es justo darles esa satisfacción... Merecen algo por el cariño que te tienen... Cosa convenida. ¿Cuándo se hace esa expedición? ¿Mañana?

-No hay tanta prisa... ¡Ya veremos! ¿Y tú, nena? ¿Vendrás también? -preguntó con zalamería Felipe.

-No... -respondió Rosario, venciéndose con energía sobrehumana-. Para ir yo, más valdría que no fuese nadie... ¡Felipe, bien me comprendes! Irás solo... es decir, con Miraya... Yo... sabré lo que ha sucedido... Me lo contarás a la vuelta... Y me traerás de allá... si quieres... ¡un ramo de flores...!

Quedó resuelta la expedición para dentro de dos días. Miraya debía adelantarse, a fin de correr la voz entre la colonia dacia deseosa de ver a su príncipe, y que podía agruparse, con este objeto, a una hora determinada, en la terraza del Casino. La promiscuidad y libertad de esos casinos absolutamente cosmopolitas, donde se mezcla y confunde gente de las más diversas procedencias, y que sirven de punto de reunión a todos los extranjeros, no sólo de noche, para la batahola del juego infernal que se juega allí, sino por la tarde, a las cinco, en busca de las emociones más suaves y anodinas del concierto -serían favorables a la escena que Miraya quería representar; escena histórica, a pesar del carácter nada solemne del teatro-. A la noche regresó Miraya, y encontró en la revuelta del camino, sentados sobre un ribazo, a los enamorados, que le esperaban para saber «qué tal había marchado eso». A decir verdad, era Rosario la que demostraba interés y hacía afanosamente la pregunta: en cuanto a Felipe María, afectaba guardar silencio o querer llevar hacia otros caminos la conversación. Pero Miraya no lo consentía: venía rebosando júbilo, excitado, radiante. ¡Qué recepción se le preparaba al Príncipe! Él mismo no sospechaba que en Mónaco se encontrasen reunidos tantos partidarios suyos: los había de todos colores, de los amigos de Stereadi y de los del partido antiguo entre estos se contaba, por cierto, un sobrino del duque de Moldau, un oficial, mozo simpático y, encantador; el conde de Nakusi, cuyo entusiasmo era contagioso. «¡Si le viese usted cuando supo que mañana conocerá a su príncipe! ¡Yo creí que se volvía loco! Y todos están en la misma tessitura. Tendremos una ovación. ¡Cómo corren las noticias! Un reguero de pólvora... En hora y media se enteró todo Mónaco... Verdad es que allí la gente forma una colonia unida desde medio día hasta media noche para divertirse, flirtear y derrochar... ¡Qué ambiente el de ese paraíso del goce! Allí hay efluvios... Y nadie faltará: Nakusi jura que se han acabado los miedosos, porque el duque Aurelio dice donde le pueden oír, que se ha convencido, que el trono es del príncipe Felipe María, y que él no aspira más que a ser su primer vasallo, ¡el más fiel de todos...!».

-¿Pero eso es auténtico? ¿No hay exageración? -preguntó Felipe María, estremeciéndose.

-Auténtico y real... Tenemos los hados propicios -añadió Miraya accionando como un energúmeno. Y dejando desbordarse la abundancia del corazón, exclamó, sin saber lo que decía-: Todas las noticias favorables. El Rey empeora...

Esta vez Felipe frunció el ceño. Al fin y al cabo aquel hombre que declinaba hacia la tumba era su padre, el que le había engendrado, el que le tuvo en brazos y acaso le besó, aunque Felipe no lo recordase... Miraya, olfateando el yerro cometido, se apresuró a anegarlo en un río de palabras.

-La conversión del duque Aurelio también no deja de darme en qué pensar... Al pronto me pareció una estratagema... ¡Enmendarse ese lobo viejo! Pero, bien mirado, es posible que la opinión se le haya impuesto de tal manera, que no halle medio de resistir; y como buen estratégico, entenderá que una retirada honrosa es cien veces preferible a una derrota humillante. Dacia está que arde, no cabe duda: la hostilidad de Rusia, los vientos albaneses que corren, las complicaciones que se presentan por la parte de Turquía, ciertas indicaciones transparentes del Gabinete de Viena, y, más que todo, la certidumbre de la enfermedad mortal del Rey, noticia que se ha divulgado por todas partes, a pesar de los tapadijos de médicos y palaciegos, han producido tal estado de efervescencia en los ánimos, que oponerse a la corriente sería dar una prueba de locura. El Duque habrá reflexionado. Es listo, muy listo, y los listos saben adaptarse a las circunstancias, cuando no pueden modificarlas a su antojo...

Sin embargo, al hablar así, el acento de Miraya revelaba todavía un temor indefinible.

Mientras fumaban en el pórtico, a la luz de la luna, se combinaron los últimos detalles. Irían en el coche de guiar, con el tronco flor de romero, que aunque inquieto y mal domado todavía, era como pareja de corderitos en las diestras manos de Esteban. Llegarían a Mónaco poco después de las cuatro, y la aparición de Felipe en el Casino se verificaría a las cinco y media, cerca de las seis -el momento de más concurrencia-. Del resto no había que ocuparse: ya haría su oficio el entusiasmo... Estos pormenores los discutían Rosario y Miraya, mientras Felipe fumaba silenciosamente, más agitado de lo que quería dejar notar, pero con agitación reprimida, dominada por esa sombría actitud de impasibilidad aparente que sabía adoptar en las circunstancias graves y difíciles. En el fondo de su alma no existía la petulancia jactanciosa de Miraya, ni la tranquila convicción, generosa y fuerte, de Rosario. ¿Si en el último momento un desengaño viniese a frustarlo todo? ¿Si en vez de ovación recibiese una acogida fría, irónica; si, al contrario, la exaltación revistiese formas grotescas; si en vez de simbólica entrada triunfal en Dacia, la aparición en el Casino de Mónaco representarse la estéril postulación del pretendiente siempre desairado? Era la primera vez que se decidía a exhibirse en público revestido de la aureola que presta el trono no sólo a los que lo ocupan, sino también a los que con alguna probabilidad aspiran a ocuparlo. Su orgullo, su amor propio, enconado por las decepciones de su madre, que habían recaído sobre él, se sublevaban al solo pensamiento de un paso en falso, de una ridiculez, de un fiasco posible. Y las únicas frases con que intervenía en el diálogo confidencial de Rosario y Miraya, que bajaban la voz cual si tramasen un complot, eran rasgos de mal humor y displicencia, objeciones pueriles, augurios y vaticinios pesimistas -últimas resistencias de una voluntad que quiere ser forzada y secretamente aspira a que le ofrezcan un pretexto para dar el salto mortal, el definitivo.