El saludo de las brujas/Segunda parte/IX
El aparecido
editarDesde aquel momento, Felipe entró en su papel del todo, sin que se volviesen a mentar vacilaciones y escrúpulos. ¿No era, casi oficialmente, el príncipe heredero de Dacia? ¿No habían desaparecido los obstáculos? ¿No henchía el viento propicio las velas del deseo? ¿No cooperaban a la obra cuantos veía en torno suyo; la mujer amada, los entusiastas partidarios, hasta los criados, que ya se llamaban a sí propios servidumbre, y sentían -empezando por Adolfo, el ayuda de cámara, como buen parisiense, escéptico por fuera y lleno de ilusiones por dentro- ese singular transporte, fenómeno mal estudiado por la psicología, que se llama adhesión? Un incidente demostró estos sentimientos de los servidores.
Dos días después de la excursión a Mónaco, Esteban el cochero se presentó a Rosario, a tiempo que esta atravesaba el atrio para dirigirse a la sala de baños, y gorra en mano y con voz dolorida y quebrantada, explicó que sufría una desgracia muy grande: desde Dacia le reclamaba con urgencia su madre, por que su anciano padre había aparecido muerto al pie de un muro. «Sospecho que lo han asesinado -decía trémulo Esteban-, y mi madre tiene miedo de sufrir la misma suerte. ¡Pero marcharme ahora!...» -exclamaba, poniendo en esta frase todas sus ilusiones de patriota lacio, todo su fervor monárquico, todo el ciego interés que le inspiraba Felipe María.
-No importa, Esteban -pronunció la chilena afectuosamente, pues era muy dulce con los servidores, y en especial con aquel, en quien sentía la lealtad de un can valeroso y sumiso-. No importa. Se va usted al punto. En Mónaco, encontrará fácilmente Su Alteza cochero que haga estos días el servicio. La madre es primero que todo.
-Pero, señora -exclamó dolorido el cochero, que no quería convencerse aún-, ¡si no comprendo cómo ha podido ser eso! Mi padre no tenía enemigos. Un anciano inofensivo, un veterano de la «guerra antigua» de Iliria, a quien todos estimaban... ¡Asesinarle! Es imposible; habrá pasado cualquier cosa, ¡qué se yo! Una muerte natural, de seguro, y la pobre vieja, trastornada por la pena, habrá creído... Se engaña, de fijo... ¡y vale más que se engañe! Porque si hubiese habido alguien tan infame que se atreviese... -Y la cara morena y aguileña de Esteban adquirió, en la energía de su expresión de cólera y odio, la dureza de una faz metálica, fundida en bronce.
-Sea lo que sea, Esteban, usted se va enseguida -ordenó Rosario-. Ni un minuto más se detiene usted aquí. No hace usted falta; con Cipriano y los troncos de diario, tenemos servicio. Yo me encargo de excusarle con Su Alteza. Vaya tranquilo, consuele a su madre...
Esteban, balbuciendo frases de agradecimiento, dio todavía algunas vueltas a su gorra antes de resolverse a marcharse; y decidiéndose por último, declaró:
-No voy tranquilo, señora... por los troncos buenos. El flor de romero, sobre todo, que no lo pongan en manos de algún torpe... ¡Podría ocurrirle a Su Alteza un lance!... ¡Si hubiese en Mónaco cocheros que supiesen su obligación!... Son caballos jóvenes, muy inquietos y de mucho poder; no van a estarse así tanto tiempo sin trabajar... y el que los saque, necesita saber lo que lleva...
-No se apure usted -dijo Rosario, compadecida del fiel servidor-.Todo se arreglará, le doy mi palabra. Aproveche usted el tiempo y váyase cuanto antes, sin pensar en nada más. Ahora mismo le mandaré dinero para el viaje.
Apenas se había retirado Esteban, cuando una sombra se atravesó entre Rosario y la luz, y el grito que la chilena iba a exhalar se ahogó en su garganta al reconocer a Yalomitsa. Era, sí, el bohemio; pero en mi estado de tan lastimosa decadencia, tan lacio de melena, tan convertido su vivo color de cobre en el tono verdoso que presta la enfermedad a los rostros morenos -lastimera transformación de aquel Gregorio alegre e imprevisor como un niño o como un pájaro- que la chilena en vez de tenderle las dos manos con el amistoso ímpetu de la confianza, con la afable franqueza de la hospitalidad, se detuvo sobrecogida.
-¿No me conoces ya, Sari? -preguntó tristemente el bohemio-. ¿Has renegado tú también?
-¡Gregorio! -murmuró por fin ella, acercándose-. ¡Gracias a Dios! Yo le había dicho a Felipe que le escribiese a usted convidándole a venir...
-Nada me ha escrito, hija mía... Y era natural. Felipe no quería verme, no. Es decir, el que no quería verme... ya no es Felipe, mi Lipe, mi amigo, a quien de niño tuve a caballo en las rodillas. El que no quería verme es Su Alteza, el príncipe Felipe María de Leonato, heredero del trono de Dacia, y aclamado en Mónaco hace pocas horas... Vengo bien informado, como ves. Tengo noticias frescas...
-Lo que vendrá usted es muy cansado, muy deseoso de bañarse y reposar, y de tomar algo...
-¡De comer... razón tienes! -contestó melancólicamente Yalomitsa-. ¡No todos los días he comido en París esta temporada, hija del corazón! ¡El comer es un lujo como otro cualquiera... y yo... qué diablos!...
-Pero, ¿por qué no se ha venido usted, Gregorio, escapado, derecho aquí? ¿No somos sus amigos? Nos ha jugado usted una mala partida...
-¿Venir? ¿A estorbaros, a estropear los únicos días buenos que en la vida habéis tenido? Yalomitsa no hace eso... Si me ves aquí ahora, es que he sabido la presencia de Miraya, y puesto que aguantáis a ese, me aguantaréis a mí.
-Ha hecho usted muy mal en no venir antes... En fin, no le quiero reñir más...
-Mi trabajo me ha costado pagar el viaje... No creas que el dinero se encuentra debajo de las piedras, ni que la gente lo suelta de buena gana. Creen todos que las monedas, si las guardan, van a acompañarles hasta la sepultura; que se las van a llevar en el bolsillo al otro mando...
-¿Por qué no escribió usted? -insistió Rosario, cada vez más cariñosa, sintiendo los efectos de una tierna lástima ante aquella derrotada catadura-. Le hubiésemos enviado a vuelta de correo cuanto le hiciese falta.
-¡Pch! ¡Escribir yo! ¡Escribir por monises! No, hija... Ya sabes que detesto escribir. No hay invención más estúpida que la de la tinta. ¡Así se llevase Judas Iscariote a todos los que embadurnan papel, empezando por el lagartón de Miraya, que tiene la culpa de la mitad de tus desgracias, pobrecilla!
Rosario hizo un movimiento, sorprendida de aquel rasgo de sagacidad del bohemio.
-¡Es usted incorregible! -dijo sonriendo y bromeando-. Venga usted -añadió-, venga usted a descansar, a asearse, que después se le arreglará de ropa... El Príncipe se cuidará de eso.
-¿El Príncipe? ¿Hay algún príncipe aquí -preguntó el bohemio, enseñando sus dientes blancos y agudos-. Si hay príncipes, que me lo avisen... ¡porque pondré pies en polvorosa!...
-Para usted sólo hay aquí amigos, Gregor... Tenga usted juicio alguna vez y déjese guiar. Le cuidaremos, le trataremos divinamente, y volverá usted a estar tan bien y tan satisfecho como en París. No se oponga usted a que yo le mime.
-Por ti, hija mía... ¡por ti me pongo yo a cuatro patas... de alfombra de esos piececitos, que deben moldearse en oro, para que la posteridad sepa lo que es un pie de mujer hermosa, un verdadero pie de los países del sol! Pero por mí... ¿qué más da? No creas, al verme tan flaco y tan verde, que la causa de mi abatimiento es la miseria. No; es que me puse de mal humor, caí enfermo, y me hallé solito, olvidado de todos, próximo a reventar en un rincón como un perro... Tengo yo salud, y me reiré del mundo, y sobre todo del dinero, del maldecido dinero, por el cual se hacen tantas picardías y tantas indecencias, como si al morirnos no hubiésemos de dejarlo ahí todo, todo... Mira, el día en que tu Felipe se ponga majadero con la corona, ¿sabes?, a Gregorio Yalomitsa no le faltan recursos jamás... Agarro mí violín y me voy por los caminos y las aldeas, tocando mis himnos y mis sonatas, más contento que un arzobispo... Aquí me dan un pedazo de pan; allí un vaso de vino o una copilla de aguardiente; este me ofrece un cigarro, el otro me suelta un par de botas viejas, tan viejas como las que llevo ahora... ¡Y Gregorio vive, y Gregorio se ríe de la suerte y de las mojigangas y farsas de este mundo! ¡Esa vida fue la de mis primeros años... y sólo en ella se es libre y dichoso!
Al Hablar así, ya la expresiva y gesticuladora faz se había iluminado y transformado; corría por ella otra vez la sangre, los ojos de azulada córnea brillaban, y el pelo revuelto vibraba y se sacudía como el de los monigotes de médula de saúco sometidos a los efectos de la corriente.
-Pero, Gregor -objetó Rosario-, no me negará usted que ese traje andrajoso...
Hablando así le remiraba, y notaba lo mugriento de la corbata, la absoluta falta de botones del chaleco, lo destrozado del pantalón, y el lastimoso estado de las altas botas, pareciéndole que se reían al borde de la suela, y que las arrugas no eran arrugas ya, sino cortes transversales.
-¿Miras mi facha? -exclamó regocijadamente el bohemio-. ¡Mírala, hija, que tiene que ver! En las estaciones te aseguro que he pasado ratos deliciosos. Aquí, donde todo se vuelve elegancia, última moda y lujo -un lujo exagerado y ridículo, de cocottes-; aquí, donde las mujeres se pasean por el andén con dos cientos francos de plumas en los sombreros de paja y mil de encajes en el vestido de batista, me han mirado como se mira a un ser caído de otro planeta, y he oído carcajadas detrás de los abanicos... ¡Si te dijese que el cobrador quería echarme del tren, nada más que por mi pergeño! ¡Empeñado en que yo había robado el billete de primera! Porque vine en primera. ¿Qué te figurabas tú? Ya que tenía con qué... Y al bajarme, en Mónaco, me quedaban ocho francos; pero los di de limosna a la mujer de un pescador... Así es que tuve que venir a pie. ¡Hace calor, hija!
-Gregor, es tiempo perdido decirle a usted nada... ¡Si ha de ser usted lo mismo siempre...!
-Lo mismo... Yo no nací para veleta... -añadió el bohemio, recargando el yo-. Y tú, paloma, ¿qué tal? ¿cómo lo pasas?
-Bien, Gregorio... muy bien...
-Pues te encuentro desmejoradilla, ¡vive Dios! ¿Y Lipe; puede saberse qué hace Lipe? Tengo más ganas de verle que de beber un grog cargado de ron...
-Beberá usted el grog antes... En este momento, Felipe despacha con Miraya, y ha mandado que no le interrumpan...
Yalomitsa se echó atrás. Sus ojos lucieron con salvaje inquietud y, con indescriptible fiereza irónica.
-¿Y va conmigo esa orden? Conmigo, con Gregorio Yalomitsa, que le ha tenido en brazos, que he sido el amigo y el confidente de su madre? ¡Centellas! ¡Sari, le calumnias! Ahora mismo he de abrazar a Felipe, y ahora mismo me vas a llevar a donde esté... ¡Después de los sacrificios que hago por venir! ¡Pues no faltaba otra cosa! ¡Centellas!
Y arrastrando a Rosario, antes que dejándose conducir por ella, Yalomitsa penetró en el despacho como una bomba.