El saludo de las brujas/Segunda parte/II


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Cuando Felipe María, al abrir los párpados después de un largo desvanecimiento, había visto a Rosario a su cabecera, no sintió extrañeza: pareciole natural que la chilena estuviese allí, cogiéndole la mano lo mismo que una madre. Desde el primer momento, sus injuriosas presunciones se desvanecieron: la lucidez que a veces acompaña a las proximidades de la muerte le descubrió en el rostro de la chilena, en su actitud, en su voz -en un no sé qué imposible de definir- la verdad de su inocencia y el noble móvil de sus actos. Rosario, arrodillada, balbuciente, pedía perdón; no el que piden los criminales, sino otro perdón, el que solicita el alma enamorada cuando hace daño sin querer, el que angustiosamente pedía Viodal al dar a Rosario la noticia de la herida de Felipe. Rosario se creía culpable de que Felipe estuviese a las puertas de la sepultura. Era ella, su obstinado silencio, su incomprensible abandono, lo que había ocasionado aquella desgracia tan grande. ¡Ah! ¡Que Felipe viviese, y Rosario pagaría su deuda!

Con energía juvenil y apasionada, de que sólo pueden dar idea las abnegaciones de las razas jóvenes, en que todavía se encuentran casos de adhesión incondicional y en que las relaciones de dependencia de la mujer al hombre toman forma de religioso entusiasmo, Rosario se consagró a amparar con la mano la débil llama de vida que aún conservaba Felipe. Asistencias como aquella se habrán visto pocas. Los médicos se asustaban de encontrar a Rosario siempre de pie, despierta, infatigable, contando los minutos para administrar la poción o el alimento. La herida, que había rozado el pulmón, podía presentar complicaciones graves, lesiones que, conjurado el primer riesgo, trajesen la neumonía aguda o la tisis. La existencia pendía de un sutil cabello; cualquier descuido era mortal. Rosario se interpuso entre Felipe y la muerte, dispuesta, como la heroína del cuento de Andersen, a dar sus ojos, su hermosura, su alma, para rescatar la presa.

Así que Felipe fue dejando de ser el moribundo a quien la menor emoción, la menor sacudida puede llevar derecho a la losa; así que recobró fuerzas, Rosario sufrió otra transformación. Desapareció su familiaridad, la sencilla confianza con que entraba y salía en la habitación del enfermo, la ternura casi maternal con que le acariciaba la cabeza, pasándole la palma por las sienes y enjugándole el sudor de la calentura. Hízose recelosa y reservada; desviose sin querer, echándose atrás con una especie de pudorosa rebeldía, que se acentuaba a medida que volvía la salud al cuerpo de Felipe. Cuando entraba alguna visita, cuando Miraya, desde la puerta, saludaba a Rosario con una especie de forzado respeto, la chilena se retiraba a su cuarto, roja de confusión, y allí desahogaba los sentimientos provocados por el combate entre una resolución irrevocable y la resistencia de un alma honrada y altiva a consumar el sacrificio del honor. Resuelta, lo estaba firmemente; de Felipe María era su vida, desde la hora en que estuvo a punto de costársela. De Felipe María: y ni podía ser de otro, ni servir para otra cosa; y si la idea de vivir con Felipe fuera de la ley la quitaba el sueño y atirantaba sus nervios, la del casamiento un tiempo proyectado sublevaba su orgullo. Esposa de Felipe María Leonato, obstáculo a su engrandecimiento y a su porvenir... nunca. Hay una solución para todo destino; hay un modo de resolver todo conflicto, y no lo ignoraba Rosario; tenía la solución en reserva para el caso extremo. Pero mientras nos anima el vigor de la juventud, la muerte parece, por decirlo así, cosa imposible, algo que no ha de llegar a realizarse nunca, inefectivo, sin consistencia, mientras la vida desarrolla horizontes y perspectivas tan amplias, que un día puede encerrar lo infinito. Rosario soñaba con Felipe una dicha muy grande, pero en el umbral de esa dicha retrocedía espantada... Se renuncia a la fama, a la honra, al respeto del mundo, y se defiende, sin embargo, la vergüenza, último velo del alma, jamás desgarrado sin que tiemble y sufra la mujer...

Felipe María comprendió el estado moral de Rosario. Supo apreciar aquella delicadeza de sentimientos, que aquilataba la esperada ventura. Sano, pero débil aún, ya nervioso, ya abatido, sintió a su vez deseo de envolver en el misterio y proteger con la distancia la felicidad. Repugnábale verse encerrado en un rincón de París; detestaba oír las rodadas de los coches y los gritos de los muchachos voceando los periódicos; le irritaba, a veces hasta el paroxismo, la diaria visita de Miraya y la continua presencia de Yalomitsa -aunque este trataba a Rosario como a una diosa-. Apenas Miraya, encargado de buscar un retiro campestre, hubo descubierto la Ercolani, al anochecer, sin que lo sospechase ni Dauff (el espionaje y la indiscreción reporteril en persona), tomó el tren en compañía de Rosario, y al amanecer de aquella primera noche que pasaban juntos sin que Rosario velase por atender a un enfermo, se bajaban en Rocabruna, y su coche los recogía y los dejaba a la puerta de la villa, extasiados como niños en una comedia de magia.

Sebasti Miraya, al hacer el viaje de Mónaco para descubrir una residencia tan ideal, no había perdido el tiempo. Los tres o cuatro meses de París, el «mano a mano» que venía de Dacia, habían producido en Miraya una transformación curiosa y digna de notarse. Ya no era el mal trajeado que vimos en el primer capítulo de esta narración: Dauff, especialista en la propaganda de costumbres parisienses, se había encargado de «desengrasarle» y arreglarle y vestirle como corresponde. Si en esto tuvo mal discípulo, y si el incorregible abandono y los gustos plebeyos de Miraya le mantuvieron fiel a las corbatas chillonas y a los guantes baratos, y reñido con el baño y con las exquisitas minucias del aseo personal, salió en cambio aprovechadísimo alumno en todo lo que es ciencia social y discernimiento elegantes: mi inteligencia clara y aguda le hizo enterarse pronto de mil cosas de actualidad y mundanismo, necesarias para brujulear en el océano de París. No dejándose embelesar por este sabroso estudio, lo refirió exclusivamente a la causa felipista, para la cual reclutó prensa y adeptos, trabajando sin cesar y haciendo labor fina cuando gestionaba la aparición de un retrato de Felipe María en una ilustración, o su caricatura en uno de esos periódicos humorísticos y ligeros de ropa que se venden en los kioscos. Por estos medios la causa de Felipe había ido popularizándose, según los vaticinios de Dauff. El dinero hábilmente distribuido, se convertía en artículos, en sueltos, en vistas de Dacia, en unas carterillas blancas y rojas que se llamaron Felipes y en que se hizo de moda guardar las tarjetas: detalles que en París crean atmósfera favorable a una causa política. La noticia del desafío de Felipe María y de su herida divulgó su fama: el pueblo lacio, cuyo ideal es todavía el valor y el desprecio de la vida, como sucede en toda nación que lucha por su independencia, celebró como una gracia del Príncipe heredero el duelo a muerte; y Miraya, con oportunidad, hizo correr la voz de que el lance tenía por motivo unas palabras injuriosas contra los patriotas lacios, desmintiendo la versión oficial, propalada por Nordis, de que se trataba de faldas. ¡Las faldas! Era lo único que desesperaba a Miraya... las faldas malditas, el dulce obstáculo atravesado era el camino que se había propuesto recorrer. ¡Ah! ¡Si no fuese por Rosario! Rosario lo echaba a perder todo. Miraya recontaba los daños causados por la chilena y su funesta acción sobre el destino de Felipe. No era la bailarina muerta, era la mujer viva la culpable. En primer lugar, la rotunda negativa a las proposiciones de los emisarios; en segundo, el choque con Viodal, que por poco les deja sin Príncipe; en tercero, el escándalo europeo fruto de este lance, que tal vez enfriaría las buenas disposiciones de la princesa de Albania, tan gozosa al adornar su retrato con el lacito blanco y rojo. ¡Rosario! La mancha negra del felipismo; la sombra que eclipsaba su estrella. ¿Qué hacer para librarse de su desastroso influjo?

-Nordis -pensaba Miraya en momentos de violenta irritación- no tropezaría seguramente en esto que yo tropiezo. Nordis... ¡ah! Esa... Ese es expedito... Ese emplea recursos que... ¿No fue él quien enseñó a Viodal la estocada maestra, el golpe a la italiana, que decidió el resultado del desafío... y que a poco más?... Pero Nordis tiene guardadas las espaldas: el duque Aurelio le sacará adelante por mucho que se comprometa... Nosotros estamos en distinto caso... ¡Si se nos van los pies!

Estas reflexiones sepultaron a Miraya en meditación profunda. Sus ideas iban y venían como olas; pero consiguió dominar aquel extraño estado psicológico, rechazar ciertas visiones que se le presentaban, insinuantes y tenaces, y llegó a una conclusión más apacible y más acorde con el respeto a las leyes de Francia, que ponen a salvo la seguridad y la vida.

-Sin duda la situación es mala -concluyó-, pero las he visto peores. Y aquí, Miraya, es donde vas a probar tu destreza. Tienes tres objetos: separar a Rosario de Felipe; preservar a este de otra asechanza de Nordis, y lograr que en Dacia la opinión se divida, y que muchos consideren este episodio como un pecadillo de la juventud. Separar a Rosario de Felipe... es por hoy, imposible. Pero era cambio... después del paso que ha dado esa sirena... me parece que se ha cerrado para siempre la puerta del matrimonio. En eso ha sido poco hábil. Si aspiraba a bodas... anduvo torpe. ¿Qué razón hay ya para que se casen?... Esto hemos ganado... Contratiempo por contratiempo, prefiero la estocada de Viodal al casorio con su sobrina... Y, puesto que estamos en plenitud de amor, que huyan, que se retiren, que agoten pronto la copa, que descubran su fondo... Yo les buscaré un asilo; malo será que no lo encuentre, y a mi gusto: pero ha de ser algo que les acerque a Dacia: un país donde la libertad de fronteras y la afluencia de viajeros haga que no se note la llegada de un agente, y donde, lejos de este torbellino de París, me sea fácil vigilar, descubrir las emboscadas de Nordis, si las hubiese, que las habrá de seguro... Mientras crean a Felipe entretenido con su novela de amor, le dejarán en paz... ¡Ah! ¡Con tal que a nuestro augusto monarca y señor no se le ocurra morirse antes que Felipe se canse de Rosario!... ¡Antes que la calaverada haya abierto brecha en su fortuna!

Estos pensamientos decidieron a Miraya a convertirse en aposentador e intendente de los enamorados. A propósito hizo las cosas en grande: no sólo pagó por la villa Ercolani, sin regatear, lo que le pidieron, sino que buscó para Felipe María un servicio digno de las ínfulas de príncipe, y montó cuadras y cocheras, aprovechando las lecciones de Dauff, con regia esplendidez. Entre la servidumbre colocó a dos dacios de toda su confianza: uno en funciones de cochero, otro en las de mayordomo o despensero, que tenía bajo su vigilancia al jefe y a los pinches. La instalación era fastuosa hasta rayar en insensata, pero Felipe María, con el engreimiento del amor, que hace olvidar las consideraciones del orden práctico, lo aprobó todo, todo lo encontró de perlas, y, sin rechistar, dio a Miraya letras contra su banquero en París, ordenando además a este que abriese crédito en Mónaco, a fin de no tener ni la molestia de escribir pidiendo remesas de fondos cuando hiciesen falta. Así se establecieron los enamorados en la Ercolani.