El saludo de las brujas/Primera parte/XI


El rayo

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Rosario estaba sola en el vasto hall. Por instinto había ido a acurrucarse junto al fuego. Sentía aquella mañana, en lugar de la amarga embriaguez de sacrificio de los días anteriores, un cansancio, como una náusea invencible de su abnegación. La causa era sencilla: no era preciso quebrarse mucho la cabeza para adivinarla. Hasta la víspera, ningún detalle había recordado a Rosario que el hombre a quien miraba como a su padre iba a adquirir sobre ella otra clase de derechos. Casarse con Jorge, la parecía buenamente continuar viviendo a su lado; porque el pintor, en virtud del mismo exceso de su pasión, por la delicadeza inseparable del verdadero cariño, por el sentimiento de dignidad que trae consigo la madurez en las almas escogidas, paternalmente seguía tratándola; ni aludía a la empeñada palabra de matrimonio. En la conversación con Yalomitsa, fue la misma Rosario quien, por un alarde de estoicismo y para quemar sus llaves y dar parte a Felipe de que estaba libre, había puesto en conocimiento del bohemio sus planes de boda.

Mas, la víspera, recibió Viodal una carta que le agitó extrañamente. Rosario, que la vio llegar, sospechó que era de Felipe; conocía la forma y el color del papel, el sello, todo; por primera vez pensó que había hecho mal en irritar a su enamorado con el silencio y el abandono mudo, que parecía desdén; comprendió que no basta cerrar los ojos y echarse al precipicio, sino que hay que mirar cómo se cae, para no arrastrar consigo a los demás.

Caviló en que debía de ser terrible la cólera de Felipe, y que podía recaer en Viodal fulminante e implacable; adivinó, en suma, lo que no era difícil adivinar, conocidos los antecedentes. El pintor guardó la carta, llamó al criado, y le dio algunas órdenes reservadas. Rosario no interrogó a su tío; estaba segura de no conseguir respuesta, o por lo menos de que no le dirían la verdad. Decidió observar, y observó con ardorosa inquietud.

Notó que Viodal almorzaba poco y a medio diente; reparó también en que, después de haber almorzado, en vez de volverse al hall para trabajar en una figura que tenía bien planteada en el cuadro, se retiraba a sus habitaciones y salía de ellas vestido de calle, con sobretodo claro de cuello de castor, sombrero de copa, guantes y paraguas. A las tres de la tarde le veía regresar, acompañado de Loriesse y del conde de Nordis. Como Rosario pretendiese subir con ellos al estudio, se opuso el pintor, alegando que esperaban a una señora norteamericana, una aficionada traída por Loriesse, y que la presencia de una señorita, sobrina del artista, sería embarazosa para la probable compradora de los dos o tres cuadros de caballete que todavía conservaba Viodal en su estudio.

-Un buen negocio, nena... No me espantes a la cliente. Ya te avisaré cuando puedas volver.

El aviso no llegó en toda la tarde; pero Rosario, con la decisión de la mujer que, deseosa de saber lo que le llega al alma, no repara en medios, salió a la antesala e interrogó al muchacho servidor que hacía funcionar el ascensor forrado de raso. Supo que habían subido dos caballeros, a quienes el señor Viodal había dado de antemano orden de recibir a cualquier hora, averiguando primero si venían de parte del señor Flaviani. Y poco después de que subieron los dos caballeros, el señor Viodal había vuelto a bajar hasta el portal, y de allí a la calle.

-Me parece -añadió el parlanchín- que no ha debido de ir muy lejos: juraría que al volver la esquina entró en la brasserie.

-Y los otros cuatro señores, ¿se habrán quedado arriba juntos?

-Sí, señorita Rosario...

La chilena no preguntó más, ni era preciso; comprendía perfectamente: se trataba de los preliminares de una cuestión personal. Sorda angustia se apoderó de su espíritu y redobló la atención y el cuidado en observar lo que sucedía.

Viodal, a la hora de comer, parecía menos preocupado que por la mañana; su sobrina le encontró tranquilo, aplomado, y concibió esperanzas de que se hubiese arreglado el asunto, de que mediasen explicaciones... Mas al punto de retirarse, a eso de las diez y media, cuando Rosario, obedeciendo a una costumbre inveterada, establecida por Viodal mismo y agradecida por su sobrina -que entendía esta cuestión a la rígida y honesta manera española y no dejaba que la rozasen labios-, tendía, en vez de la frente, la enano a su tío, el pintor, con repentino arranque, se acercó a la muchacha, cogió su cabeza, y a bulto, sobre los ojos, la besó con ardor, con una especie de frenesí. Rosario, trémula, hizo ademán de desviarse... pero ya Viodal se había encerrado en su cuarto con llave y cerrojo.

-Es que se bate mañana, no hay duda -pensó la chilena. Sin embargo, no bastó tal pensamiento para impedir que, al llegar a su tocador, se limpiase el rostro, los párpados, las mejillas, deseando borrar las huellas de la caricia-. ¡Borrar! ¡Si Viodal no sucumbía en el duelo, Rosario tendría que ser su esposa!... ¡Su esposa! ¿Por qué no contaba con esto? ¿Acaso era una niña inocente, criada entre monjas? ¿Se había figurado que Viodal no la quería de aquel modo, que la adoraba a estilo de santo o de viejo caduco?

Rosario no se acostó en toda la terrible noche. No hubiese dormido; valía más acurrucarse en el sillón. A cosa de la una, cruzó el pasillo andando en puntillas, y vio una línea de luz bajo la puerta de su tío. Pegó el oído a las tablas: Viodal trasteaba, abría y cerraba los cajones; sin duda esos preparativos que se hacen en vísperas de un grave empeño, en que se juega la vida. Rosario se volvió a su cuarto, temblando de frío y de terror. Rendida, se adormeció un poco. A la madrugada despertó despavorida; creyó oír que andaban muy despacio por el saloncito que dividía sus habitaciones de las de Viodal: el suelo crujió un instante, después el ruido cesó, y a los tres segundos oyó que se cerraba la puerta de salida...

Entonces Rosario estuvo a punto de gritar, de salir a la escalera... ¿por qué no lo había hecho antes? En aquel instante comprendía la causa: no lo había hecho, por no provocar en Viodal otra explosión de temible cariño, por no verse en el caso de que, rebelándose su alma, saliese a la superficie lo que se había propuesto ocultar, dominar, hasta suprimir: el amor invencible, el amor loco por Felipe María, el impulso de todo su ser, que la llevaba hacia el abandonado y la apartaba del elegido... ¡Qué horrible motivo el de su silencio! Y no era otro: no cabía que Rosario se engañase: ya leía, descifraba, entendía su propio corazón: quería a Felipe, lo quería por encima de todo, del honor, de la dignidad, de la generosidad, de la razón y de las consideraciones del porvenir; lo quería a toda costa, y la repulsión que sentía hacia cualquiera que no fuese él, era la señal más clara del cautiverio de su albedrío...

¿Qué iba a suceder en el duelo? ¿Qué suerte correría Viodal, a quien Rosario deseaba todos los bienes, todas las dichas, excepto una? Envuelta en amplia bata de franela, abrigada con largo boa de zorro azul, y tiritando así y todo, Rosario subió al hall. La luz del día, entrando descolorida y mustia por los altos vidrios, parecía que en vez de calentar aumentaba las glaciales sensaciones del que no ha dormido a gusto ni se ha desayunado, y tiene llena de ansiedad el alma. Arrimada a la lumbre, que no conseguía entibiar el granizo de sus yertos pies y sus amoratadas manos; abismada, encogida, revolviendo en la cabeza, no planes -¿qué planes cabían allí?-, sino ideas incoherentes, Rosario esperaba... Bajo la campana esculpida, alzaba suaves llamaradas la seca leña; los pájaros, despertados por la luz, chillaban y gorjeaban gozosos; sobre el acuario transparente, la ninfa de mármol sonreía; las plantas trepaban en gracioso desorden, contentas de no haber sufrido relente ni escarcha... y aquella reducción del mundo físico asistía a la explosión de un dolor humano, con la misma indiferencia con que asiste el planeta al espectáculo de los innumerables dolores de toda la humanidad...

De pronto Rosario saltó del sitial donde yacía. En la escalerilla interior sonaban pasos. Se adelantó, muda, con las pupilas dilatadas... Tenía a Viodal delante; a Viodal desencajado, pálido, tembloroso de piernas, próximo a desplomarse al suelo.

-¡Tú! -exclamó Rosario al fin recobrando el habla-. ¡Tú!

-Yo... Rosario, escucha...

No escuchaba. Estaba como lela. ¿Cómo no se le había ocurrido hasta aquel mismo instante que podía volver Viodal sano y salvo y quedar Felipe allá, tendido sobre la ensangrentada hierba? ¿Era concebible que no hubiese pensado en tal contingencia, que sólo imaginase desdichas y peligros para Viodal?

-¡Tú! -repetía, sin acertar a desenvolverse de aquella única palabra.

-Rosario... nena... perdón... -rogó Viodal, cruzando las manos-. Me vas a aborrecer... No supe lo que hice... ¡Ese hombre me había insultado tanto! Estuve fuera de mí... Así y todo, te aseguro que no quería hacerle daño grave... Defender mi vida, y un rasguño para lección... Pero ayer, ese Nordis me enseñó una estocada maestra... y en el calor del lance, al ver que él buscaba mi pecho, busqué yo el suyo... Rosario, ¡perdón! No me mires así... Ha sido una desgracia, una fatalidad...

-¿Le has matado? -preguntó concisamente la chilena.

-¡Tal vez!... Quedó muy mal herido... No sé si llegará a su casa con vida. ¡Rosario! ¡Rosario! Me provocó, te lo juro... ¿Quieres leer la carta indigna que recibí ayer? Y sé por el conde de Nordis que a ti te difamaba... Eso fue lo que más me sacó de quicio... ¡Rosario, mi niña! No me huyas... ¡Ay, Dios mío! ¿A dónde vas?

Sin contestar, Rosario corrió hacia la escalera de caracol y se precipitó por ella. Viodal la siguió aterrado; a la triste luz de la reciente tragedia, veía bien toda la verdad; la ciega pasión de su sobrina, la imposibilidad de ser ya para ella más que un enemigo, un ser odioso, aborrecible... el matador de Flaviani... Vio a Rosario entrar disparada en sus habitaciones, y no se atrevió -como jamás se atrevía, pues el exceso de la pasión le hacía exagerar estas pudibundeces en el trato familiar- a pisar aquel recinto sagrado. Quedose en el umbral, anheloso, clamando aún, de tiempo en tiempo:

-¡Rosario! ¡Rosario! Por Dios... Mira, no ha muerto, querida... Enviaremos a saber qué dicen los médicos...

Rosario apareció, trágica, con paso automático... Venía vestida de calle, si se puede llamar vestirse a haberse colgado una falda y metido los brazos de la chaqueta de nutria, cuyos últimos botones abrochaba por instinto, maquinalmente. Su rostro, mortalmente pálido, asomaba entre el marco de un rebocillo de encaje negro, tocado que solía preferir por coquetería la chilena, y que en aquel instante el aturdimiento y la prisa habían arrojado sin aliño sobre su cabeza despeinada y ardorosa. No llevaba guantes, pero sí un saquillo de cuero de Rusia en las manos, y su calzado, a pesar del piso cubierto de nieve en que iban a apoyarse sus pies, era el mismo zapatito de charol que traía por casa, sobre las mismas medias de seda negra con bordados azules...

-¿Estás loca? ¿Qué es eso? ¿A dónde vas? -preguntó Viodal, queriendo alardear de autoridad paterna.

Rosario le miró sin cólera, con mucha elocuencia en los grandes ojos; y desviándole con un movimiento de la mano, dijo tranquilamente:

-¡A su casa!...