El saludo de las brujas/Primera parte/VIII
El Hilo
editarMientras Rosario se arrojaba a la sima cerrando los ojos, Felipe María pasaba de la sorpresa a la extrañeza, de la extrañeza a la ansiedad y de la ansiedad a una exasperación furiosa. Las etapas de estos diferentes y sucesivos estados de ánimo, fueron como sigue.
Empezó sorprendiéndose al leer, en los Ecos de Dauff, que solía recorrer al vuelo antes de saltar de la cama y vestirse, la noticia de su boda con Rosario. A la impresión de sorpresa siguió la de extrañeza, en la cual entraba, sin que él se diese cuenta exacta de que era así, una especie de enojo: algo de apreciación malévola del hecho. Sólo por la chilena había podido saberse la noticia, pues sólo la conocían Rosario y él. ¿Era discreto en Rosario publicarla tan pronto, antes de comunicar a su futuro la opinión y el consentimiento de Viodal, antes de que la proposición la confirmase el pretendiente yendo a solicitar en toda regla la mano de la que amaba? Y Felipe, no acertando con otra razón de la ligereza de Rosario, la atribuía a un impulso de vanidad, al deseo de divulgar cuanto antes lo que la halagaba. Esta idea de Felipe era, en el fondo, una idea hostil, una idea antiamorosa; y lo que él no adivinaba era que el movimiento de desagrado al leer la noticia, nacía del mismo móvil que le había impulsado a refugiarse en el amor.
Desde la entrevista con los enviados de Dacia, el sedimento depositado en el alma de Felipe María subía fácilmente a la superficie. El trabajo que se verificaba en su espíritu nacía de que para Felipe había cambiado un sentimiento del cual se derivan necesariamente las acciones, a saber: el concepto de sí propio. Sin saberlo, quizás contra sus más firmes propósitos, Felipe María se creía otro... otro de lo que era antes, otro que el resto de la especie humana. Habiendo rehusado el alto puesto que se le ofrecía, no por eso dejaba de estimarse ya como legítimo dueño de él. Sus derechos existían y, estaban allí presentes, encarnados en su persona, unidos a un cuerpo mortal, pero consagrado, ungido por la sangre que llevaba en las venas. A la verdad, Felipe María no pensaba así; y sin embargo, así sentía. Los sentimientos no los elegimos se nos vienen, se crían como la maleza que nadie planta y que inunda la tierra. Y los sentimientos delátanse a veces en puerilidades sin valor aparente, en realidad elocuentísimas, reveladoras de la verdad psicológica, como ciertos síntomas leves denuncian enfermedades mortales.
Si Felipe María pudiese mandar en su corazón, traduciría de corrido impresiones al parecer indescifrables: vería por qué le había hecho tilín la pregunta de un servidor acerca del tratamiento; por qué le había molestado, como nos molesta el codo de un vecino de ómnibus, el familiar tuteo de Yalomitsa; por qué hombres que sólo le habían hablado durante una hora estaban siempre presentes a su recuerdo; por qué los aires dacios y el himno de Ulrico el Rojo, en especial, le habían causado involuntario escalofrío de placer; y finalmente, por qué en la noticia de su boda, que publicaba La Actualidad como si tratase de un eco semimundano, sin fórmulas de respeto, cordialmente, percibía algo que le sonaba a impertinencia y le infundía tentaciones de decir cuatro frescas al periodista...
No porque Felipe María hubiese sido excluido de su rango social dejaba de sufrir la influencia de su origen. Si hay algo que imprima un carácter indeleble, es el sacerdocio y la realeza; y más aún esta última, porque está en la masa de la sangre. Las dinastías reales suele fundarlas un hombre de acción, capaz de conquistar y de vincular en su estirpe lo conquistado. Tiene esta clase de hombres, necesariamente sanguíneos, más vehementes las impresiones, más devorador el deseo, la voluntad más incontrastable que los demás humanos. Aunque la raza degenere, la costumbre de ser obedecidos conserva íntegra la fuerza de querer y el convencimiento de que sus indicaciones son leyes. Los de estirpe regia no son vanidosos: la vanidad es una torre sin cimiento; no son tampoco capaces de soberbia ni de grosería; por lo mismo que se reconocen a gran distancia de los demás hombres, no exhiben neciamente su personalidad y saben tratar a todos con exquisita cortesía y gran dulzura. Pero este mismo cuidado que ponen en mitigar su esplendor, dice a voces que no lo olvidan ni un segundo. Y la continuada preocupación de no herir la vista de los que la elevan para mirarles, les recuerda su propia elevación y cuanto les separa del resto de los mortales, como el cuidado de esconder la garra recordaría al león que la posee.
No había necesitado Felipe María adoptar tales precauciones, puesto que jamás le habían tratado como a persona real. No obstante, algunos amigos y conocidos suyos indicaban a veces que no le tenían por un ciudadano igual a otro cualquiera. La misma humillación infligida a su madre; los pasos, manejos y trámites que precedieron a la ruptura del matrimonio; los rencores de la mujer desdeñada y ofendida; las alusiones a sucesos que siempre vivían en la memoria, eran otras tantas causas de terminantes del carácter y la complexión moral de Felipe. De estos antecedentes dimanaba su afición a la vida refinada y retirada, que satisface la altivez y los instintos de independencia, y es un medio de situarse más arriba que la multitud. La injusticia, que a veces infunde resignación, otras veces afinca en el alma, como agudo y férreo clavo, la noción del derecho. Y la levadura vieja de la ambición maternal tenía que fermentar al contacto del aire que agitaban las palabras de los dos enviados...
Por eso Felipe deseaba embriagarse con el vino de la pasión. Quería defenderse de sí mismo, y no encontraba a qué asirse más que al atractivo de Rosario, contra el cual había luchado hasta entonces. Sabía que Rosario era mujer capaz de fascinarle hasta olvidarlo todo, al menos por algún tiempo, mientras durase la fuerte y dorada tela del amor completo e insaciable; y comprendía que, casado con ella, lo imposible, poderoso como la muerte, se alzaría a guisa de muro de bronce ante su secreta codicia de grandezas. Atarse las manos, bebiendo antes un filtro, era el propósito de Felipe al entregarse a Rosario.
Y, así y todo, le molestó la noticia en el periódico. Estaba a cien leguas de suponer que procedía del pintor la indiscreción. Al separarse en el jardín, Rosario y él habían convenido en no verse hasta que el tío conociese y sancionase, de buena o mala gana, los proyectos y deseos de su sobrina. Acordaron que, una vez enterado y notificado Viodal, Rosario pondría dos letras señalando hora para la visita de Felipe, y que esta visita sería oficial: petición en regla. Nada tenía de sorprendente que se retrasase tres o cuatro días el aviso de Rosario; lo que no podía compaginarse con el retraso era la noticia a boca de jarro de La Actualidad.
Había anunciado Felipe su resolución de no volver a los «cuatro elementos», pero no pudo contener la impaciencia y el afán de descifrar el enigma, y decidió presentarse en casa de Rosario: tal vez esta le hubiese escrito, y bien pudo acontecer que, por cualquier motivo, se extraviase la carta. La primera vez que llamó a la puerta de la chilena, contestáronle que la señorita estaba acostada, con una jaqueca insignificante. La segunda, dijéronle que, si bien experimentaba mejoría, Rosario no salía aún de sus habitaciones. La tercera fue la respuesta más alarmante y ambigua: la señorita no recibía a nadie. Felipe interpeló ya directamente a la doncella, mujer madura, seria, una dueña de teatro.
-¿Le ha dicho usted a la señorita que yo advertí ayer que volvería hoy? -exclamó, clavado en la antesala y con vehementes impulsos de forzar la consigna.
-La señorita sabe que el señor ha venido dos veces -respondió la doncella, con el aire de reserva que adoptan los buenos criados al despachar a personas que sus amos no quieren recibir, sin querer tampoco agraviarlas.
Entonces Felipe la miró con expresión altanera y glacial; retirose un paso atrás, extrajo del tarjetero una tarjeta, y doblando un pico al entregarla, pronunció secamente:
-Tenga la bondad de informar a la señorita de que vine la tercera, y que estoy, como siempre, a sus órdenes.
Bajó la escalera aprisa, pues temía que, a hacerlo despacio, creyesen que esperaba ser llamado; y ya en la calle, se detuvo a coordinar sus ideas. Lo que más le escocía en aquel instante era la rozadura en el amor propio; pero apenas empezó a recapacitar, creyó evidente que tal conducta, en la mujer que casi se había desmayado de felicidad al escuchar su proposición de matrimonio, no podía atribuirse ni a vulgar desaire, ni a infundado capricho, sino que tenía que encerrar un misterio, una razón oculta, pero poderosa, decisiva. Rosario se excusaba con jaquecas y males. ¿Por qué no admitir la excusa? ¿Quién era capaz de afirmar que la misma emoción no había alterado la salud de Rosario?
También podía suceder que Viodal hubiese prohibido a su sobrina recibir a Felipe. Esta hipótesis era inadmisible para quien conociese el carácter y los principios de Viodal; pero nadie hace justicia a sus rivales, y Felipe, revolviéndose contra lo que le pasaba, se fijó obstinadamente en la explicación más lógica en apariencia, y en realidad más absurda. Sin tardanza volvió a subir las escaleras y llamó al ascensor, decidido a explicarse con Viodal: pero era día de puertas cerradas; el ducho y provecto criado del pintor, que servía la caja forrada de raso, respondió a la pregunta de Felipe y a la orden de subirle, que el señor Viodal había salido.
Nada nos empuja a andar y movernos como el resquemor de la incertidumbre. Felipe sentía hormigueo en las piernas y picor rabioso en el alma. Empezaba a suponer que el tío y la sobrina se concertaban para jugarle aquella partida incomprensible. La idea era enloquecedora... ¿Qué hacer para salir de dudas? No cabía ni pensar en forzar puertas: un galantuomo no entra sino por las que de par en par le abren, y Felipe guardaba estrictamente, por altivez, por costumbre, el código de las conveniencias sociales, la ley, del buen gusto. Sin embargo, le sobraba derecho a una explicación, ¡y era preciso que se la diesen, y clara y categórica!
Hora y media hacía que caminaba exasperado, cuando las piernas le trajeron al centro de París, al hirviente y espléndido bulevar de Italianos. Delante de una puerta donde se leía en colosales letras doradas L’Actuelité, diole un empujón un hombre que salía precipitadamente, y que no era otro sino el cronista Dauff, petulante distraído, con su ancha barba roja y sus eternos quevedos de acero, que le habían abierto dos surcos amoratados, casi dos llagas, a derecha e izquierda de la nariz. Dauff, aunque era el culpable del encontrón, se volvió colérico, dispuesto, sin duda, a soltar un bufido; pero al conocer a Felipe María, la expresión de su rostro varió de un modo extraño; reveló preocupación o más bien inquietud indefinible. «Parece que se ha mosqueado al verme», observó Felipe, e instantáneamente, fijo en lo que le interesaba, relacionó tres hechos, que al parecer, no guardaban conexión, pero que debían de estar enlazados por hilos misteriosos: la noticia intempestiva publicada por Dauff, la encerrona de Rosario y Viodal, y la alarma del cronista, en otras ocasiones tan expansivo y hasta tan pegajoso.
Fue, pues, derecho a Dauff y le tendió la mano, demostración a la cual correspondió el otro no sin torpeza y recelo; y después del saludo, le interpeló como en bronca:
-Me alegro de encontrar al pontífice casamentero... ¿Quería usted escabullirse? No vale.
-Celebro que lo tome usted tan campechanamente -respondió Dauff tranquilizándose-. La verdad, esperaba una filípica...
-¿Por la noticia? -interrogó Felipe aventurándose, resuelto a tirar del hilo y que saliese el ovillo.
-Justo. Para usted habrá sitio desagradable, lo conozco; pero crea que tampoco a mí me ha sentado bien, y el director está que brama, porque es hombre que tiene la manía de realizar el imposible periodístico de la información impecable, ¡como si un diario fuese un documento! Cada noticia-buñuelo le atesta un ataque de bilis; figúrese usted cómo me habrá puesto... Ni por alegar que habiéndomelo dicho Viodal, Viodal en persona...
-¡Ah! -exclamó a su pesar Felipe María.
-¿Ve usted cómo usted mismo se admira? Vamos, si es de las cosas más extraordinarias... ¡Mucho ojo necesitamos los periodistas! Sí, señor; es mi justificación; habérselo oído a Viodal, que hablaba bien seriamente... Por fortuna no me lo dijo a solas; si no, hasta dudaría de mis oídos... Nordis estaba presente; como que del taller nos fuimos a almorzar juntos a ese figón con pretensiones que llaman café Riché... Y reconocerá usted que Viodal de todo tiene trazas menos de bromista. ¡No le rebosa a Viodal la alegría por los poros!
-Entéreme usted, Dauff -suplicó Felipe-. A ver si desciframos un caso tan singular, y que me interesa, como usted comprende.
-¡Naturalmente! -dijo echándola de sagaz el cronista, satisfecho de que Felipe no le increpase-. Si usted quiere, entraremos en el café del Gran Hotel y tomaré mi ajenjo; a eso iba disparado cuando tuve el gusto de encontrar a usted.
Ya con la copita de verde licor delante, el afrancesado alemán dijo sobándose su roja barba:
-Crea usted que yo estaba a mil leguas... Fue Nordis el que me recogió en su coche, y pensamos... no, si hasta la ocurrencia fue de Nordis... pasar un instante por los elementos, para ver cómo adelantaba el cuadro del Salón, que es de punta, aunque ese veleta de Loriesse ha dado ahora en la flor de rebajarlo sin piedad... Pues nada, subimos... y en vez de encontrar a Viodal trabajando en la Crucifixión, ¿qué dirá usted que hacía? Raspaba con un cuchillo la cabeza de la Samaritana...
Felipe María se estremeció segunda vez...
-Le reprendimos... ¡la cabeza era preciosa! ¡y un parecido con Rosario! Una mirada de voluptuosidad y de aspiración ideal, todo reunido... ¡no me pregunte usted cómo, ese es el secreto del arte! Yo, por costumbre ya, por el maldito oficio, le hice la pregunta sacramental: «¿Qué hay de nuevo?». Y al instante me soltó el escopetazo: «Mi sobrina se casa con Felipe María Flaviani». Mire usted, yo tenía mis barruntos... no precisamente de boda, pero de flirtación... y como Rosario es una mujer de esas por quienes no es de extrañar que arda Troya... lo creí... ¡Lo creería cualquiera! Lo único en que me he fijado... pero después, ¿eh?, no la echo de adivino... es en que Viodal hablaba como exaltado, como mortificado, con un tono raro y violento... ¡Pero Nordis... encontró una explicación plausible! Por mi parte me guardé bien de preguntarle a Viodal si la noticia era reservada. Temí que dijese que sí y perder un bonito eco sensacional. ¡Siempre el pícaro oficio!... Cuando salimos consulté a Nordis, que me trató de inocente, jurándome que Viodal sólo deseaba publicidad y reclamo. «Como todos los artistas», añadió.
-¿Y no hubo más?
-Aquel día no. Hago mi eco, sale, estalla como una bomba... y al otro día, estando yo al rento, ¡pataplum!, Viodal entra como un bólido. «Que me maten -pensé- si no tenemos rectificación. Aguantemos el chubasco». ¡Pero sí, buena rectificación te dé Dios! Retractación es lo que se pedía. «¡Ha propalado usted una falsedad!». «Pero, querido artista -dije encomendándome mentalmente al santo Job-; ¿no ha sido usted mismo quién?...». «¡Por Dios, una chanza! No le hacía a usted tan poco perspicaz...». «Yo sí que no le hacía a usted tan bromista...». «En resumen, Dauff, es preciso, ¿lo entiende usted?, que La Actualidad desmienta rotundamente esa paparrucha...». «¿Usted cree que La Actualidad es algún molino de viento: ¡Bonito se pondrá el director!». «Sin cuidado me tiene; o se desdicen ustedes o les desmiento yo...». «Diremos que se ha deshecho la boda». «No, señor; que jamás se pensó en ella...». Francamente... estuve por mandarle a escardar cebollinos... que es lo que se merecía; pero el oficio le tiene a uno ya tan curtido y tan flexibilizado, que opté por calmarle, asegurándole que rectificaríamos, y rogándole sólo que me dejase buscar una fórmula conciliadora para mi amor propio y para la infalibilidad del diario...
-¡Vaya un lance! -exclamó Felipe, fiándose en la locuacidad del cronista para saber lo demás.
-¡Un lance! Dos lances dirá usted... porque apenas acababa de volver las espaldas el pintor, cuando ¡paf!, me cae encima el otro... mi colega de Oriente... ¡y qué apremiante venía! Sólo que este, al menos, alegaba razones... no era corto el otro, que después de que tuvo la culpa... ¡Ah! ¡Miraya es un mozo de chispa!
-Miraya vale mucho -asintió Felipe, que tenía el alma pendiente de los labios de Dauff.
-¡Oh! ¡Ese sí! Pues traía la misma pretensión... Que desmintiésemos... Pero fundada...
Y Dauff sonrió con una especie de guiño de inteligencia.
-Sí, fundada... -prosiguió viendo que Felipe no respondía sino con otra sonrisa-. He visto claro y he comprendido cómo la noticia tenía que molestarle a usted. Usted está en un caso distinto de todo el nutrido. Debo añadir que La Actualidad se encuentra dispuesta a hacerle a usted la campaña, no de frente, porque al fin es preciso guardar miramientos a Rusia, donde se nos lee mucho, pero con habilidad y bajo cuerda... Yo me encargaré de amansar al director... La Actualidad, en tres meses, populariza una causa en Europa...
Felipe no respiraba casi. Ya distinguía la luz que iluminaba aquel negro caos.
-¿Y sabe usted que es un chico muy simpático ese Miraya? -insistió Dauff-. Tiene talento. Conoce nuestra literatura... ¡pero a fondo! Se sabe mis Ecos de memoria. Me aseguró que trataba de adaptarse a ese estilo en El Porvenir daciano, un periódico del cual es lástima no entender ni la letra... Así y todo, traduciremos algo de su amigo de usted Miraya.
-Después de la entrevista con Miraya, ha comprendido usted bien que... -murmuró Felipe fingiendo paladear a su vez un sorbo de bitter.
-He interpretado -declaró con suficiencia Dauff-. Basta con pocas palabras... Al buen entendedor... Miraya me suplicó que fuese siempre muy cauto en las noticias referentes al «ilustre señor» Felipe María de Leonato, porque su condición de hijo de un monarca reinante le exponía a calumnias y complots de todo género. La boda -añadió- es, sin duda, un canard...». «¡Y tanto! -respondí-, pero el autor del canard es el tío de la novia... y, acaba de estar aquí, para rogar que la desmintamos». «¿Lo está usted viendo?», gritó Miraya contentísimo. «Sí; pero una cosa es que lo vea y otra que, me lo explique. El proceder de Viodal es raro, cuando menos. Felipe debe de tener la clave... ».
-Le aseguro que no -afirmó Felipe en tono natural-. No he visto a Viodal hace lo menos... ocho días; y cuatro estuve en el taller por última vez, no hablamos nada que importase. Habrá sido una genialidad de artista.
-De artista... o de hombre... -indicó Dauff- porque le tenía trastornado el meollo su sobrina... Cuando uno es psicólogo... y perro viejo... esas cosas...
Reprimiose con esfuerzo Felipe. Dauff prosiguió:
-En fin, ¡me está costando una famosa jaqueca la tal noticia! Por eso me sobresalté al encontrarle. Creí que también usted venía a hostigarme para que desmienta... y como hace días que batallo con el director... y no adelanto una pulgada... Tres acometidas le he dado... por cierto que en una de ellas estaba allí en su despacho el conde de Nordis, que me defendió, que salió garante de mi veracidad... y nada, que La Actualidad no es ningún zarandillo, que no vale la pena, que ya se desmentirá por sí misma la noticia si es falsa, que peor para Viodal si gasta bromas necias, y que así se mirarán antes de cantar a un periodista una grilla y comprometer a un periódico serio... Este es el conflicto, y gracias que no lo agrave usted... No olvide que La Actualidad es la lanza de Aquiles... ¡Podemos hacer subir el papel Leonato!...
Un cuarto de hora después, parado Felipe ante el escaparate de Goupil, como si admirase las curiosas estampas, sólo pensaba en lo que ya creía evidente: la complicación traída por los celos de Viodal, y mezcladas con ella las maniobras de Miraya y del conde de Nordis... ¡Pero Rosario! ¿Qué papel jugaba en esta intriga Rosario? ¿Era cómplice de su tío? ¿Le había dado ella la noticia de su boda? ¿Era ella también la que le encargaba de desmentirla? Y si era inocente, ¿cómo guardaba silencio, cómo no enviaba dos renglones, cómo se parapetaba tras de su encerrona, cómo despedía a Felipe en la puerta?
-Será preciso acabar de desenredar la madeja, cueste lo date cueste -pensó, mientras la duda y la sospecha cruel le hacían zumbar el cráneo.