El sabor de la tierruca/XXVII
La rápida y feliz convalecencia de Pablo volvió a normalizar la vida en ambas casas; con lo que reaparecieron en el salón de don Pedro Mortera los rollos de holandas y los paquetes de batistas que días antes anduvieron por allí entre manos de Ana, de María y de doña Teresa; preparativos de boda y mínima parte de lo que se había encargado con igual destino a las modistas y costureras de la ciudad.
Había, pues, tertulia constante en casa de don Pedro, a la que no faltaban Pablo, muy animoso aunque algo dolorido y débil todavía; su cuñadito en ciernes, por las tardes, y don Juan de Prezanes cuando menos se le esperaba. Ya para entonces y desde antes de los trágicos sucesos referidos, las familias de don Pedro Mortera y de don Rodrigo Calderetas se habían hecho sendas visitas; por lo que también se vio más de tres veces al caballero de la villa, con su señora y su otro vástago (una jovenzuela pálida y muy peripuesta, que se llamaba Niquis, contracción elegante del vulgar Nicasio que le arrimó en la pila su padrino, un pañero acaudalado, pero de poco gusto), en la apacible reunión aquella.
Antes la enfriaban que la divertían los ceremoniosos continentes de estos tres personajes; pero eran sus visitas actos de cortesía, y había que agradecerlas. En cambio-, cuando se hallaban solos los de Cumbrales y el novio de la villa, que era suelto y ocurrente, se cobraban con usura los ratos tan mal empleados; porque hasta el mismo don Juan de Prezanes andaba hecho unas castañuelas, y solamente en cinco o seis ocasiones se había ido del seguro con su compadre por cosas de poco más o menos.
En fin, que todo era paz y alegría entre aquellas gentes, y hasta se habían fijado las bodas para el día en que Pablo se viera completamente restablecido (restablecimiento que ya daba el convaleciente por alcanzado), cuando olió don Valentín lo de allende los montes, por más empeño que puso Juanguirle en que ignorara lo que de oficio le había dicho su colega de Praducos. Pero ¿dónde se movería el perjuro que no lo advirtiera el oído sutil del veterano de Luchana, que sólo vivía para odiarle y para combatirle?
No bien averiguó lo de Coloños, voló a casa de Juanguirle. Le preguntó, le increpó y hasta le excomulgó; pero sólo burlas y malas razones pudo obtener del alcalde de Cumbrales. Entonces corrió a la villa, y asaltó el despacho de don Rodrigo Calderetas.
-Ahora -le dijo sin preámbulos ociosos-, todos ustedes son unos; don Pedro Mortera no podrá negarse a tomar en cuenta las indicaciones patrióticas que usted le haga, ni usted a dejar de hacérselas en vista de la gravedad de los sucesos que tenemos encima.
-Cierto es -dijo el caballero-, que ustedes y nosotros estamos amenazados de una invasión a la hora menos pensada; pero es también un hecho que las fuerzas se han subdividido...
-Tanto mejor para vencerlas, señor don Rodrigo.
-No hay necesidad, don Valentín, de tomarlo tan por lo serio, puesto que siendo grupos insignificantes los que merodean por ahí, no son de temer extorsiones de gravedad, Piden unas cuantas raciones, se les dan... Y se van tan contentos. Esto es mucho mas sencillo y conveniente que una resistencia armada que puede costar perturbaciones y sangre. Ya ve usted cuántos más elementos hay aquí que en Cumbrales para resistir, y cuánta mayor responsabilidad adquirimos ante la historia nosotros que ustedes, y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido aquí apelar a medidas extremas que...
-Yo, señor don Rodrigo -expuso don Valentín, comprimiendo la ira que ardía en su pecho-, no tengo nada que ver con lo que en esta villa se haga en el caso de que se trata. Impórtame sólo la honra del pueblo en que nací, y ésa es la que quiero salvar..., porque debo salvarla. Don Pedro Mortera es el único hombre que en Cumbrales puede llevar a buen término mis propósitos; usted puede hoy mover el ánimo de mi convecino, y al mismo tiempo hacer que don Juan de Prezanes acabe de ponerse a mi lado, porque lo uno ha de venir como consecuencia de lo otro. Del pie que cojea el don Pedro, no lo ignora usted, y aquí mismo hemos hablado de ello los dos, no hace mucho tiempo, con leal franqueza...
-Se hablan muchas cosas, señor don Valentín, con sobrada ligereza, aunque la lealtad mueva los labios y esté el corazón henchido de los más hidalgos sentimientos. Verdad que hablamos algo de lo que usted dice; verdad que apoyé entonces, hasta cierto punto, las nobles miras de usted; cierto que se las recomendé, digámoslo así, al señor don Juan de Prezanes..., pero hay circunstancias en la vida... Y no siempre los informes son exactos; la lealtad se engaña muchas veces, y los caballeros, como yo, estamos expuestos a padecer alucinaciones...
-Es decir, que don Pedro Mortera, para usted, es hoy muy distinto de lo que fue ayer... En plata, que ya es liberal y trigo limpio.
-Quizá, quizá, señor don Valentín.
-¡Cómo había de resultar otra cosa! -exclamó el héroe, con la sonrisa más burlona que puede imaginarse, y un brío impropio de sus muchos años- ¡Cómo había de salir cosa mala un consuegro ricachón!
-¡Señor Gutiérrez!
-¡De la Pernía, señor de Calderetas! -corrigió don Valentín, alzándose sobre las enjutas piernas-. Y entienda usted que para cantar ahora esos laudes, no había para qué entonar el otro día tantos vituperios... Fortuna que sé yo demasiado a qué atenerme.
Y con esto salió don Valentín de casa de don Rodrigo Calderetas, sin tomarse el trabajo de despedirse de él.
Husmeando en la villa luego, fue llenando de pormenores el saco de sus noticias; y tan atacado le puso y tal se convenció de que el, peligro no daba ya instante de espera, que se vio a punto de que le faltara el resuello a medio camino de su casa.
¡En qué estado llegó! Jadeante, amarillo y desencajado; con el sombrero en el cogote, el bastón al hombro, los ojos encandilados y los pábilos con espuma. Era media tarde, no había comido aún, y se negó a probar las sobras de la comida de su hijo, que Sidora le había guardado. Se encerró en su cuarto, arrojó el sombrero y el bastón sobre la cama, y se sentó a descansar en una silla vieja. No había otra mejor allí.
A los pies de la cama había una percha de castaño negro y apolillado ya; sobre la percha, un guardapolvo muy ancho, y sobre el guardapolvo, entre dos viejas sombrereras de cartón, una caja de pino, más alta que ancha, con tapadera sujeta con un cordel. En aquella caja clavó la vista don Valentín en cuanto se sentó a descansar, y de aquella caja se apoderó, empinándose sobre la silla, tan pronto como no le fue necesaria para reposo de su cuerpo fatigado.
Desatado el cordel y alzada la tapadera, sacó a pulso el héroe un morrión descomunal, envuelto en Gacetas arranciadas. El morrión era de herrada, más ancho de arriba que de abajo, de felpa algo raída y marchita de color, y con grandes chapas y carrilleras de metal. Después de colocar con mucho mimo sobre la cama el morrión, don Valentín abrió un cofre que había en otro rincón de la estancia. En aquel cofre estaba el resto del uniforme: una casaca azul de faldones muy largos y talle muy corto, vueltas amarillas (el veterano había servido en fusileros) y acribillada de botones en las picudas solapas; un pantalón de dril blanco; dos charreteras con flecos de cordoncillo de plata, ennegrecidos, mohosos y de un palmo de largos; un sable envainado, con su correspondiente tahalí, y un pompón, amarillo también, como de media vara de alto, envuelto en dos bulas de la Cruzada.
Todo lo fue colocando en el orden debido sobre la cama, y para cada pieza tuvo un requiebro de amor y de entusiasmo su boca balbuciente. ¡Cuántos años hacía que su cuerpo no se envolvía en aquellos arreos marciales! ¡Quién le diría a él que aquellas reliquias del tiempo de sus glorias habían de volver a salir a la luz del sol, precisamente para ahuyentar al «monstruo de la tiranía», a quien él mismo había enterrado en Vergara!
En fin, que se quitó el casaquín y los calzones, y se encasquetó el uniforme sobre la escasa ropa que le quedaba encima del rugoso pellejo. Pero ¡cuánta sobra veía por todas partes! ¡Cómo se le hundía el chacó y le hacían alforjas la casaca y los pantalones! Todo había mermado en el héroe; todo menos el corazón, que le tenía tan grande y tan lleno de amor a la causa de la libertad, como en los albores de su juventud.
-No hay remedio -discurría mientras atacaba de papeles la badana interior del morrión, añadía la ropa vieja al pelo de la casaca y colgaba las prendas de la paz en la percha de castaño-: me declaro a mí mismo en estado de guerra, y publico yo solo y para mí solo la ley marcial... Haré el último esfuerzo para adquirir auxiliares; y si no los hallo, yo seré general, y ejército y hasta plaza fuerte; y después... ¡A vencer o morir!... ¿De qué lado vendrá el enemigo? No lo sé. ¿Qué fuerza será la suya? No debe importarme. Sé que anda cerca y que puede estar aquí a la hora menos pensada; y esto me traza la senda. A ello me atengo, porque ese es mi deber. Sabré cumplirle.
Iba anocheciendo ya. Sidora había salido de casa, y don Baldomero no había vuelto a ella. Apareció don Valentín en la sala armado de pies a cabeza. Se cuadró delante del retrato de Espartero; desenvainó el sable; presentole como cuando pasa el rey; después saludó marcialmente, describiendo en el aire una ancha curva con la bruñida hoja; giró hacia la derecha sobre sus talones; envainó..., y fuese.
Media hora después aparecía en el despacho de don Pedro Mortera, el cual personaje se creyó bajo el imperio de una pesadilla al contemplar la extraña catadura del que se puso delante.
Don Valentín habló así, temblando de emoción y de fatiga:
-Mi ansiedad y este equipo en que vengo, le dicen a usted, señor don Pedro, que no hay tiempo que perder y que es llegada la hora de hacer un esfuerzo, si ha de hacerse. El enemigo puede venir, vendrá, de un momento a otro, y no hay que contar con que la autoridad de Cumbrales se aperciba a la defensa... A usted acudo, por última vez, a pedirle una parte, por mínima que sea, de su legítimo influjo sobre estas gentes pacíficas, para que me ayuden en la empresa que estoy resuelto a acometer. Con ese auxilio, y con el que obtendré seguramente del señor don Juan de Prezanes...
-¡El auxilio de don Juan de Prezanes! -exclamó don Pedro Mortera mirando con asombro a don Valentín- ¿En qué se funda usted para creer que lo obtendrá?
-En que no se resistió a concedérmele cuando otra vez se le pedí.
-Mentira.
-¡Señor don Pedro!... ¡Yo no miento nunca!
-Pues vaya usted a pedírsele, y déjeme en paz.
-Sí, señor, que iré... Y me le concederá, por lo mismo que usted me le niega. Cuento con él, porque me le ha ofrecido y es caballero... Y muy liberal.
-Pues será tan mentecato como usted si le ha oído con paciencia; y loco rematado si le aplaude.
-¡Ira de Dios! Si eso es ser loco ¿dónde está la cordura?
-En quien, teniendo atribuciones para ello, se apoderara de usted ahora y le encerrara en una jaula, antes de que con sus majaderías produzca una ociosa alarma en el pueblo.
-Ésa es la justicia de los tiranos: amarrado el mastín, y suelto el lobo entre las ovejas.
-Todo lo que usted quiera, con tal que me deje en paz inmediatamente.
-Eso es echarme de casa.
-Figúrese usted que sí, y buenas noches.
-¡Yo no hago eso con nadie, señor don Pedro!
-Yo con todos los que vengan a molestarme con locuras como la de usted.
El pobre don Valentín ya no supo qué replicar a esto, porque no se le ocurrían sino improperios, y no se atrevía a soltarlos, ni estaba su boca balbuciente ni su pecho jadeante para meterse en recias disputas. Conformose con apretar los puños y mirar fiero y torcido a don Pedro Mortera, y se largó, poniéndole entre mandíbulas (pues ya se ha dicho que ni raigones tenía en ellas) de tirano, servilón y mal patriota, que no había por dónde cogerle.
¿Quién sabe lo que anduvo después, de puerta en puerta, predicando aquí, amenazando allá: al uno, porque era joven y debía toda su sangre a la patria; al otro, porque tenía hijos a quienes dar ejemplo de independencia y valor; a éste, porque estaba amenazado su hogar de un atropello; a aquél, porque su novia y su hija podían ser presa de los «inmundos chacales»!... Pero nada consiguió sino servir de espectáculo a las atónitas gentes, con su pompón cimbreante, su morrión descomunal, sus charreteras lacias, sus faldones inmensos y su pantalón blanco salpicado del lodo de las callejas, ¡en tal mes, a tales horas y con la helada que estaba dejándose sentir!
Eran cerca de las nueve de la noche cuando llegó a casa de don Juan de Prezanes, último refugio de sus mortecinas esperanzas.
Hay que advertir, que, a la sazón, se disponía el bueno del jurisconsulto a ir a buscar a su hija, que aún estaba en casa de don Pedro Mortera, entregada a los sabidos afanes de costura. Don Juan se había despedido de allí aquella tarde algo amostazado, porque su compadre le hizo la contra en no sé qué pequeñeces, con no sé qué palabras y qué gestos; gestos y palabras que le traían marcado desde que se había encerrado en su casa, dándolos vueltas en el magín; y claro es que cuanto más los revolvía en aquel horno, más le caldeaba y más burlón y más dominante iba pareciéndole don Pedro Mortera. De modo que volvía a casa de éste de muy mala gana, y sólo porque se lo había prometido a su hija que le esperaba allí. En este propósito y con un humor endemoniado, le halló don Valentín. No fue menor el asombro que le produjo la rara silueta del héroe, que el causado en cuantas personas le habían tenido delante aquella noche. Dijo el pobre hombre qué pensamientos le sacaban de casa a tales horas y en aquella guisa, y se asombró más don Juan y le tuvo lástima.
-¿Es posible, don Valentín -exclamó-, que hasta ese punto le enardezca a usted su manía?
Precisamente lo que no comprendía don Valentín era que se llamara manía a su ardimiento patriótico, y que se asombrara nadie de su bélica actitud enfrente del enemigo. Respondió en este sentido al jurisconsulto, y añadió:
-No hay para qué hablar en demostración de esta verdad palmaria, no hace mucho tiempo aceptada por sus amigos de usted... Y aún por usted mismo.
-¿Por mí?
-Por usted no fue negada al menos, cuando le pedí su apoyo con la recomendación del señor don Rodrigo Calderetas; apoyo que tampoco le pareció entonces cosa del otro jueves... Verdad que estaba de por medio el señor don Pedro Mortera, a quien tratábamos de combatir. Hoy han variado las circunstancias, bien lo veo, y con ellas el fondo de ciertas personas a los ojos de otras.
-Señor don Valentín, hoy, como ayer, don Pedro Mortera es un caballero, mi mejor amigo, casi mi hermano. Si tiene sus debilidades, yo tengo las mías también; pero ésta es cuenta para ajustada entre él y yo solos, si lo tenemos por conveniente.
-No entiendo, señor don Juan...
-Pues esto quiere decir que hoy le prohíbo a usted, como se lo prohibí en la ocasión que cita, traer a cuento el nombre de esa persona, si no es para honrarle como merece.
-Pues a eso respondo hoy, señor don Juan de Prezanes, lo mismo que respondí entonces a usted por una observación idéntica y con razones que en aquella ocasión no tenía: que don Pedro Mortera corresponde muy mal a las ausencias que hace usted de él.
-¿Quién se lo ha dicho a usted?
-Nadie, porque lo he oído yo mismo.
-¿A quién?... ¿En dónde?... ¿Cuándo?
-A don Pedro Mortera, en su casa, dos horas hace.
-¡Falso!
-Mentecato le llamó a usted, con todas sus letras, y por tan digno le reputó como a mí de ser encerrado en una jaula.
-¡Falso!... ¡Falso!
-Tan cierto como estamos aquí los dos, frente a frente.
-Repito que es falso, señor don Valentín... Y si no lo es, quiero que lo sea. ¿Me entiende usted? ¿Me entiende usted, espíritu diabólico y tentador?
-¡Pero, señor don Juan!...
-¡Vaya usted al demonio! Lárguese usted de aquí cuanto antes, y déjeme en paz, ¡si esto es ya posible!
Y salió don Valentín, que no podía con el peso de tantas contrariedades ni con el del morrión que le abrumaba.
Quedose solo otra vez don Juan de Prezanes; y quedándose solo, comenzó por quitarse el sombrero, que ya se había puesto para ir a buscar a su hija cuando entró don Valentín, y por arrojarle sobre la mesa. Después, con las manos en los bolsillos, echó a andar, a andar por el cuarto, de aquí para allí, y, por último, se enredó en la siguiente maraña de reflexiones, sin dejar de moverse como un azogado:
-Que vengan a decirme ahora que esto es una ofuscación de mi genio impresionable y feroz. Que venga el hombre de más paciencia..., que venga Job en persona; que se coloque en mi lugar, y a ver cómo se las arregla; a ver qué cara pone cuando le larguen por la espalda una puñalada así. Que no se pase un día sin que el mejor de sus amigos..., ¡amigo!..., le dé un alfilerazo, y celebren y aplaudan la gracia hasta sus propios hijos; que responda a esas provocaciones y a esas burlas ahogando su dolor y su pesadumbre con una prudencia heroica; que gentes de todas cataduras le digan una y otra vez: «ese amigo no es cosa buena y te quiere mal»; que se indisponga con todas esas gentes por defender el honor del falso amigo, es decir, que pague con caricias sus bofetones; que los vínculos de amistad lleguen a ser de parentesco; que busquen al santo Job y le mimen y le halaguen; que cuando más confiado se entregue a los halagos y a los mimos, sienta otra vez en sus carnes las heridas alevosas y vea el arma sutil en la mano que le acaricia; que se resigne y calle todavía, aunque, tras de ofendido, oiga que le murmuran por violento e intolerable; que tenga, en fin, la evidencia de que el amigo, a sangre fría, con premeditación y en medio de la plaza pública, como quien dice, le llama a boca llena mentecato, y le juzga digno de ser encerrado en una jaula de locos... Y a ver si Job no acaba por darse a todos los demonios y por buscar al falso amigo y armar un escándalo que sirva de ejemplo a todos los oprimidos, y de escarmiento a todos los hipócritas... Pues yo, el irascible, el insoportable, tengo más paciencia que Job, porque devoro acá dentro, en este pecho donde no cabe la nobleza de mi corazón, esas provocaciones alevosas.
Sentíase don Juan sofocado en la estrechez del gabinete, y abrió la ventana. La noche no estaba tan serena y estrellada como antes. Reaparecía el Sur; amontonábanse nubarrones en el cielo, y la luna sólo a intervalos lucía. Algunas bocanadas de aire llegaban a la ventana, trayendo consigo rumor de lejanas voces; rumor de que don Juan no se dio cuenta, porque no estaba entonces ni para oír ni para ver sino lo que tenía dentro y le hervía en la mollera.
-¿Qué móviles son los que guían a ese hombre -se decía el jurisconsulto volviendo a pasear intranquilo y vertiginoso-, para conducirse como se conduce conmigo? Su altanería, su soberbia..., el empeño de imponerme sus ideas y sus gustos hasta en las cosas más nimias. como se los impone a cuantos le rodean o le deben algo. Pero yo no le debo nada, ¡voto a Lucifer!... Nada, si no son disgustos como éste que ahora me enciende la sangre. No soy tampoco un zafio campesino que necesite pedirle permiso para discurrir. Tengo mi criterio propio, mis luces en la inteligencia; tantas luces..., más luces que él, sí, señor; ¡muchas más! Porque he visto más mundo, he estudiado más libros y he ejercitado más el entendimiento, ¡muchísimo más! ¡Tengo, cuando menos, iguales derechos que los suyos a ser oído y respetado; a hablar donde él hable, a pensar donde él piense, a vivir donde él viva!...
Aquí ya don Juan de Prezanes, sin percatarse de ello, decía a voces todo lo que iba pensando; y como si su amigo estuviera provocándole en el hueco de la ventana, delante de ella era donde más aspavientos hacía y más levantaba la voz.
Entre tanto, los rumores de afuera continuaban acercándose, y llegaron a oírse próximos a la pared del corral, por la parte de la calleja.
Tampoco entonces reparó en ellos.
Volviendo a sus paseos y a su monólogo, llegó a decir, enardeciéndose por instantes:
-¿Me quieres idiota?... ¿Me quieres esclavo?... Pues chasco te llevas, ¡tirano! Tengo una razón..., a Dios se la debo, y por ella soy libre..., ¡libre como el pájaro y el aire!
En esto, y mientras la luna se escondía detrás de espesos nubarrones, y se oía ruido cercano, como de gentes en tropel, don Juan de Prezanes temblaba, y se arrimó a la ventana, y sintió dentro de sí una cosa que le exigía un esfuerzo supremo; algo que necesitaba salir de su pecho y de su garganta, veloz y bullicioso; algo que le oprimía el corazón y le golpeaba el cerebro... No pudo contenerse más. Echó todo el busto fuera de la ventana; y, apretando los puños, gritó, loco, desaforado:
-¡Viva la libertad!
En aquel instante crecieron los rumores de la calleja y se agitaron unos bultos en la oscuridad; brillaron dos fogonazos; se oyeron dos tiros, y lanzó un grito don Juan de Prezanes, desapareciendo de la ventana mientras saltaban las maderas hechas astillas, y en polvo los cristales.
Casi al mismo tiempo sonó hacia la iglesia otro tiro que pareció un eco de los primeros.