En esto, don Rodrigo Calderetas escribió una carta a don Juan de Prezanes, en la cual carta decía, entre otras cosas, la gran persona:

«Menester será que redoble usted la vigilancia y active los trabajos en ese terreno, porque no hay momento que perder. El Barón no sosiega un punto y revuelve los imposibles. El Marqués confía en sus buenos amigos, entre los que, con justicia, le cuenta a usted, y así me lo dice. Para mantener las filas apretadas y reclutar soldados nuevos, no le duelan a usted larguezas del género consabido: aquí estoy yo para cuanto ocurra, y detrás de mí, lo que usted sabe, que puede y manda y no deja mal a sus amigos, por nada ni por nadie. Lo verá quien dude y le sirva, si, como otras veces, es preciso, por el bien de Estado, saltar por encima de ciertas consideraciones y respetos. En estas batallas no hay otro remedio que ser un poco duro de corazón con el enemigo tenaz. Dígame qué exigencias presentan esos auxiliares, para ir formando poco a poco el expediente, llamémosle así, que he de elevar adonde ha de ser despachado con las debidas recompensas y los necesarios escarmientos.

»Nos está haciendo mucho daño el diablejo de Asaduras. Háblele, oígale, y cómprele, pida lo que pidiere. No habría necesidad de recurrir a estos extremos, que parecen un tanto reñidos con la sana moral, si ese amigo de usted y que tanto lo fue mío cuando yo no me había resuelto aún a sacrificar mi reposo y mi hacienda al bien de este país desventurado, que va hundiéndose en el abismo por las ruindades y atrevimientos injustificados de cuatro ambiciosos intrigantes; si ese amigo, repito, no llevara tan lejos su tesón y sus escrúpulos. Él se entenderá... Y yo también le entiendo. Sí, amigo mío, le entiendo; y aunque me duela decírselo a usted, me consta, con nuevos datos, que no solamente es desafecto a las instituciones que todos veneramos, sino que también trabaja sordamente contra ellas y contra los que las apoyan, sin exceptuar a los amigos y compadres... Téngalo usted muy en cuenta, pues le interesa mucho; que a no interesarle tanto, no se detendría en estos enojosos pormenores un caballero como yo.

»Traigo entre manos el asunto del alcalde, única persona que no es nuestra en ese ayuntamiento; mas para quitarle se necesita envolverle en una maraña cualquiera, que sirva de pretexto a la causa que se le forme. El secretario se ha comprometido a desempeñar satisfactoriamente ese ligero preliminar, con la insignificante condición de que se aprueben ciertas partidas de las cuentas municipales que aún andan por allá en tela de juicio. Cuento con la aprobación solicitada, y, por tanto, doy por destituido al alcalde, pues no cabe dudar de la destreza y buenas agallas del secretario. No se olvide que este alcalde es obra de don Pedro Mortera, que no tuvo reparo en librar una verdadera batalla contra usted, que guerreaba por Asaduras. Recuérdoselo a fin de que no se pare en cualquier escrúpulo de amistad que pudiera asaltarle la conciencia, cuando se resuelva, como lo deseo, a ayudar al secretario en sus propósitos. En la penuria en que se nos quiere poner, no debemos desperdiciar ni las migajas.

»Por eso le recomiendo mucho también la pretensión del amigo don Valentín, con cuya falange no podemos contar con seguridad a la hora presente. Ya sabrá usted que ese respetable veterano tiene empeño en que se apruebe y se ejecute ahí su plan de defensa contra el enemigo, en el caso probable de que éste intentara entrar en Cumbrales. El tal don Valentín vino a verme esta mañana y me explicó minuciosamente el proyecto. Pareciome complicado, costoso y de éxito infalible; pero se queja el valiente veterano de que nadie le presta atención ahí, y teme no hallar los elementos que necesita para realizar sus patrióticos fines. Atribuye él en gran parte esta frialdad de sus convecinos a la influencia reaccionaria de cierta persona que no quiero nombrar porque no crea usted que me complazco en indisponerle con ella, complacencia que no cabe en el corazón de un caballero como yo; pero muy bien pudiera no equivocarse don Valentín. Lo cierto es que éste no votará a otro candidato que al de las gentes que le ayuden en la empresa, o no votará a nadie si nadie le ayuda a él. Por demás comprendo que no es grano de anís lo que desea y necesita, y que hasta tiene sus puntas de locura la ocurrencia; pero no hallo inconveniente en que se te preste atención y se haga algo en muestra del buen deseo. Lo cierto es que nosotros, los liberales de orden y de arraigo, no estamos bien con las manos cruzadas delante de los criminales acontecimientos que son causa de los desvelos de don Valentín, y juzgo que un alarde bélico de Cumbrales contra el obscurantista rebelde, sería el mejor efecto en el país; sobre todo, si lográramos eslabonar con ese noble y patriótico sacudimiento, la candidatura de nuestro amigo el marqués de la Cuérniga.

»Como usted comprenderá, señor don Juan, yo no hago otra cosa que dar la voz de alerta y aconsejar lo que, en mi pobre juicio, debe hacerse: a ustedes toca lo restante, puesto que les interesa más que a mí el buen éxito de la batalla. Así cumplo con mi deber; y crea usted que no es leve esa cruz que arrastro. ¡De qué buena gana se la cediera a los que envidian mi legítima importancia en el país! Porque, después de todo, los pueblos son ingratos, y me pagan con perfidias y deslealtades los sacrificios que hago por ellos».

Horas después que la carta, llegó Asaduras a casa de don Juan de Prezanes.

No describo a este personaje, porque no me le tachen de parecido a cierto Patricio Rigüelta, pariente suyo muy cercano, por parte de padre; la cual semejanza, después de todo, no tendría nada de particular, pues la da el oficio de ambos, o, por mejor decir, la naturaleza, que produce ciertos hombres formados ya para ejercerle con fruto y lucimiento.

Y hablando el tal Asaduras con don Juan de Prezanes, llegó a decir de esta suerte:

-Mucho me alegro de que se resuelva usté a abrir la mano (cosa que hasta el presente no ha querido hacer, por lo cual el asunto no ha pasado entre ambos a mayores) para que se vea y se cuente lo que hay en ella; pues, a mi modo de ver, éste es el camino único por donde las gentes de bien llegan a entenderse... Pues yo, señor don Juan, voy a decirle a usté en lo que estimo la ayuda que con tanto empeño me busca para el marqués de la Cuérniga, y mucho me alegrara de que el precio no le pareciera subido, porque, en rigor de verdad y tanto por tanto, mejor quisiera servirle a usté, que es, como quien dice, de casa, que a ningún otro forastero de los que trabajan la partida al barón de Siete-Sucias... Son corazonás de la nobleza de uno, que no se pueden remediar. La tierra jala siempre a los suyos... Y vamos al caso. No es usted ignorante, señor don Juan, de que yo pretendí, en tiempo legal, los terrenos que cercó junto al monte el señor don Pedro Mortera. Era más pudiente que yo; subiolos en remate hasta donde él solo era capaz de alcanzarlos, y quedose con ellos... Hemos de ser justos, en buena ley. Pero yo no los perdí nunca la que les tuve, ni se la perderé en los días de mi vida, porque los ojos me llevan al mirarlos hechos un jardín. ¡Qué cierro, señor don Juan!... Pues ese cierro es lo que yo pido por servirle a usted en esta ocasión... Ya veo que usted se asombra, y es natural si se mira el caso por derecho; pero déjeme acabar. Están en regla los documentos del remate; todo se hizo como la ley manda; pero yo le aseguro que si usté me ayuda a mover a estos concejales que son de usté, antes de ocho días no conoce aquel expediente la madre que le parió; se hace una denuncia a tiempo; la apoya don Rodrigo, que ya está en autos; se manda abrir el cierro; se encausa al ayuntamiento que engañó a la Administración con documentos falsos; se vuelve a sacar a remate del modo que yo diré, y, sin que pasen tres semanas, el cierro es mío.

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-¡No se enfade, por Dios, señor don Juan!, que, en postre y finiquito, ésta es una proposición como otra cualquiera. Si no gusta, tan amigos como siempre; pero no se olvide que yo no me comprometí a decir cosa que a usté le agradara, cuando usté me brindó a proponer lo que me pareciera más conveniente. Y ahora oiga otra condición que tengo que poner todavía; y eso, porque soy muy leal y juego siempre limpio: he de estar en posesión buena y bastante de ese cierro, quince días antes de las elecciones. Si usted me sirve al tenor de lo expuesto, de usted seré con todas mis fuerzas; si no, cumpliré honradamente mis compromisos con el señor Barón, que, si no me da el cierro, porque no puede, cómo otros podrían, sabe corresponder rumbosamente con los amigos con aquello que está a sus alcances.

-¡Pero, hombre, no se alborote usté así por cosas de tan poco momento!

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-¡Anda, hijo, anda! ¿Conque en lugar de ponerme por mote Asaduras, debieron haberme sacado las mías?... Pues mire usté: olvido de buen aquél esa ofensa, por la gracia que me hace lo otro de que si guerrea contra don Pedro, es sólo por tesón de que no valga la suya; y que tan aína como él le conceda una pizca de razón en lo que usted hace, con él se irá adonde él quiera llevarle.

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-¡No, no!... ¡Ya veo que le pone usted cerca de los santos del cielo; y mucho deben valer esas alabanzas en boca de un enemigo!

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-Hombre, enemigo dije por lo que a la vista está en la ocasión presente y lo que ha estado en otras tales. La verdad es que, si vamos a hilarlo muy delgado, bien pudiera quebrarse entre los dedos. ¿En qué manifiesta corresponder a la buena amistad que usted le guarda? En casos como el presente, no le ayuda: en otros parecidos, le combate a muerte; si usted dice que blanco, allí está él para sostener que es negro, hasta en los puntos de menor cuantía; y si a creer vamos lo que rutan las gentes, no tienen ustés día de paz completa, por oponerse a todo su genio mandón y riguroso. Yo no diré que esto sea tirria y mal querer hacia usté, como algunos lo aseguran, porque en tales adentros no debo meterme; pero el demonio me lleve si tiene trazas de sentir cariñoso ni de buena intención.

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-No fue tal mi ánimo, señor don Juan: he respondido a un reparo que se me ha hecho, y nada más.

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-Cierto; pero don Rodrigo me dice que se lo proponga a usté; usté me llama a su casa; vengo y se lo propongo... De modo y manera que, apurando las cosas, lo feo de la propuesta no está en ella ni en mí, sino en el oficio que usted trae y de sí lo da.

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-¡No es insolencia, señor don Juan, sino la verdad pura!

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-Eso es muy distinto: en su casa, usté es el amo, y en su derecho está al plantarme en el corral; pero entiéndase que si usté no me hubiera llamado, yo no hubiera venido. Y con esto me largo, que también yo tengo casa, donde soy amo y señor..., y no debo nada a naide.

Por último, llegó don Valentín; y tras un largo discurso, enderezado a probar el deber en que se hallaban los hombres libres de resistir a todas horas y en todos terrenos «al perjuro, que de nuevo manchaba el suelo de la patria con su planta inmunda», se expresó así:

-Hay más relación de la que usted se figura entre servir yo al candidato de ustedes, y ayudarme ustedes en la empresa que me quita el sueño. Yo soy esclavo de mis principios políticos, y a ellos ajusto los actos de mi vida civil. Entra en mi conciencia política la ejecución del plan que traigo entre manos; y ayudando a los hombres que me ayuden, cumplo con mi deber, porque sirvo a mi causa, a la causa de la libertad, que es la causa de la patria; y, por consiguiente, obro con arreglo a mi conciencia. Yo bien sé, señor don Juan, que la empresa es peliaguda y de riesgos; pero se intenta siquiera; se ponen los medios; y, al último, si no se vence en ella, se muere con honra. Y es peliaguda la empresa, porque no es fácil despertar en estas gentes embrutecidas ciertos sentimientos delicados, con los cuales hacen proezas otros pueblos, y hasta vencen los imposibles; pero también sé quién tiene la culpa de ese embrutecimiento ignominioso en que vegetan nuestros desdichados convecinos... ¡Vaya si lo sé! Aquí, señor don Juan, tiene más arraigo de lo que a usted se le figura la causa del perjuro; aquí conozco yo a un pudiente que, so capa de no querer meterse en barullos de política, sirve en grande a la de su devoción, y quizá conspira en la obscuridad de sus escondrijos misteriosos; quizá él y los esbirros negros que le ayudan, afilan hoy el puñal con que a usted y a mí ha de herirnos mañana el brazo del tirano que se guarece ahora un poco más allá de esos montes. No tengo necesidad de decir a usted quien es ese pudiente, rémora de todo progreso liberal en Cumbrales.

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-No me ciega la pasión ni me engañan los ojos que han envejecido mirando de qué pie cojean los hombres; y ciegos deben ser los de la malicia de usted si no han visto mucho de lo que yo digo.

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-Eso que usted me responde honra mucho a su corazón; pero deja los supuestos como estaban. El señor don Pedro Mortera no es trigo limpio, ni, hablando en plata, tan leal amigo de usted como usted lo es suyo.

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-¿En qué me fundo?... Y ¿quién mejor que usted puede saberlo? ¿En qué le ha servido? ¿De qué apuro serio le ha sacado a usted cuando se ha visto con el agua al pescuezo en sus peleas electorales? ¿Qué testimonio público ha dado jamás de que es capaz de hacer por usted..., lo que por él está usted haciendo ahora: defenderle?

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-Cierto: nunca vi que delante de él le ofendiera a usted nadie; pero igual hubiera sido, porque casos se han dado, según cuentan..., y yo me entiendo.

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-Repito, señor don Juan, que obra usted como un caballero al expresarse así; y me callo, puesto que lo desea, aunque con el sentimiento de no quedar convencido; pero otra vez será. Por de pronto, conste, en abono de mi conducta, que, hablando de la enfermedad, no podía yo menos de investigar las causas de ella. Para concluir, señor don Juan: ¿qué hay de mi pleito?

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-Eso no es decir nada.

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-Bien conozco que usted solo muy poca cosa puede hacer; pero si no se da el primer paso siquiera...

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-Pues una cosa parecida respondo yo: veremos, señor don Juan, veremos; y según sea el amparo que usted me preste hoy, así será el auxilio que le dé yo mañana. Ya sabe usted dónde vivo; perdonar el mal rato..., y hasta cuando usted quiera.

El mismo demonio no dispusiera mejor un plan para sacar de quicio a don Juan de Prezanes, que saboreaba con avidez las relativas dulzuras de las nuevas paces hechas con su compadre y amigo. Don Rodrigo Calderetas, Asaduras, don Valentín, personajes inconexos entre sí, por educación, por ideas, por aficiones; y, sin embargo, unánimes los tres en considerar a don Pedro Mortera enemigo solapado del quisquilloso jurisconsulto. ¡Y se lo contaban a éste sin reparo! ¡Qué de cosas no sabrían cuando tales insinuaciones se les escapaban de los labios!

Así es que al bueno de don Juan le chisporroteaba el cerebro en cuanto se quedó solo y se puso a meditar.

-¡Y sea usted dócil -exclamó de pronto dando un puñetazo sobre la mesa y apartando, de un puntapié, la silla en que estuvo sentado- y humíllese usted y, en bien de la paz, olvide heridas y agravios, y bese la mano que ha de darle la puñalada en el corazón! ¡Y todavía seré yo el lobo indomesticable, y él el apacible y manso cordero!... ¡Hipócrita!... ¡Bribón! Pedro yo te aseguro que no has de salirte con la tuya. Lucharé sin punto de sosiego, por lo mismo que estas luchas te incomodan; y venceré, para que veas que ni te temo ni te necesito... ¡Si yo no voy a tener otro remedio que hacer al fin una barbaridad!

En esta tensión estaban sus nervios cuando topó con don Pedro Mortera, en uno de los paseos vertiginosos a que se había entregado en la sala.