Cuando Pablo y Nisco iban al cierro, su paso por las mieses de la vega era una continua observación y un incesante comentario.

¡Lo que puede la desidia! -exclamaba, por ejemplo, el primero, delante de un prado con matorros y mimbreras- Tres años hace no más que nació el primer escajo aquí. Con la punta de la navaja pudo arrancarse entonces: hoy da que rozar para medio día lo que se ve, y en una semana no desencasta los raigones el azadón. ¡Coja usted buena yerba así! Ni más ni menos que el que le sigue. ¿Te acuerdas de lo que era ese prado cuando le compró su dueño? La palma de la mano daba tanta yerba como él. Mírale hoy hecho una hermosura por beneficiársele mucho y a tiempo. Está visto que no hay tierra mala bien administrada, ni buena dejada en abandono... Después (yo no sé si tú has reparado en ello alguna vez): tal es la finca, tal es su dueño; según ella está de cultivo, así anda él de calzones.

-Lo que yo no acabo de entender -decía Nisco un poco más adelante- es por qué esta tierra, que es buena de por sí, ha de perderse por la charca que tiene en medio, cuando con una sangría, por la parte de abajo, saldría lo que daña sin llevarse la frescura que beneficia.

-¿Sabes de quién es la finca? -preguntábale Pablo.

-¿No he de saberlo?

-Pues sabiéndolo, ¿de qué te admiras, hombre? Su dueño es de los que ciegan de buena gana porque otros no vean. Esa sangría tiene que hacerse en el prado que le sigue y que peca de secano. Con las aguas que aquí sobran, ganaba mucho el otro, y hasta los de más abajo; y este hombre prefiere segar espadañas, juncos y rabos de zorra en agosto, en vez de yerba superior, a que el vecino la obtenga mediana por la virtud del riego regalado... Pues ¿qué diremos de esta heredad que hoy no da un garrote de panojas, en maíces tísicos, cuando antes era un granero de punta a cabo? Aprendió una vez el testarudo de su dueño que la cal es buena para las tierras, y, sin averiguar otra cosa, cuanta cal adquiere desde entonces, a la heredad con ella. Así la está abrasando, el pedazo de bárbaro, con lo mismo que, mezclado en las debidas proporciones, le produciría buenas cosechas.

-¡Qué quieres tú! No saben más.

-Pero saben reírse de quien les dice que se equivocan, como éste se rió de mí cuando le dije cómo debía hacerse uso de la cal, y en qué clase de tierras... ¡Buena va este año la heredad grande de tu padre!... ¡Vaya un bosque de maíces!... ¡Y qué muestra de faisanes!

-Milagros del abono, Pablo.

-Poca calabaza: así me gusta. Es fruto sin substancia, y roba mucha a la tierra.

-Pero campa en la heredad.

-Eso sí: gusta ver la planta, cargada de hojas como paraguas, arrastrarse larga, larga, dejando enredado acá un miembro y allá el otro, hasta poner al sol la cabeza sobre el retoño de la linde. Pero decía un médico viejo, a quien yo conocí, que de todas las calabazas del mundo no sacaría el mejor químico un adarme de substancia; y a esto me atengo. Fruto que no alimenta, ¿de qué sirve en la heredad, sino de estorbo?

Así llegaban al cierro, verdadero muestrario de cultivos; vasta extensión de terreno, labrado en la sierra inmediata al monte, bien soleado y circuido de un vallado con hondo foso, y erizado de una espinera blanca, recia y tupida, que en la primavera, cargada de flores, parecía un muro de nieve. Allí ensayaba Pablo sus atrevimientos de cultivador cuando estaba en el pueblo; y desde que era mozo y tan pronto como se acentuaron en él estas aficiones, nunca dejó de hacer una escapada desde la Universidad, con mucha complacencia de su padre, en la estación conveniente a sus propósitos; pues no era imposible, durante el curso universitario, acomodar las exigencias de las principales labores agrícolas, a los días de vacaciones.

Cómo volaba el tiempo para Pablo mientras estaba allí metido con Nisco examinando el cierro planta a planta y yerba a yerba, ponderando esto y lamentándose de aquello, lo uno porque respondía fielmente a sus imaginaciones, y lo otro porque le había producido un desengaño, lo comprenderá el lector sin que yo se lo explique en largas consideraciones, que habrían de fatigarle, y a mí también. Y ahora le advierto que si digo todo lo que dicho queda en el presente capítulo, de los entusiasmos campestres de Pablo, no es porque yo me imagine que le sientan bien a un mozo de su edad estas formalidades precoces, pues bien sabe Dios que con ellas solas y sin las muchachadas por que le reprendió su padrino, y la sencillez y noble despreocupación de que nos ha dado muestras, más apto le juzgara para zagal de un idilio cursi, que para personaje de una novela realista; dígolo para que, teniéndolo en cuenta el que leyere, dé toda la significación que le corresponde a la actitud en que, al día siguiente de haber refrescado la familia de don Pedro Mortera en casa de don Juan de Prezanes, sin detrimento de buena armonía, Pablo y su amigo, que no se habían visto desde la antevíspera, caminaban hacia el cierro del monte.

Iban el uno en pos del otro, lentamente y pensativos: Pablo tronchando yerbas y flores con una varita que llevaba en la mano, y Nisco, con la chaqueta al hombro y el sombrero sobre las cejas, arrollando y desarrollando maquinalmente con sus índices una hoja de maíz. Pasaron junto a un maizal en que habían hozado puercos muy recientemente, y ni una palabra arrancó a los caminantes el suceso; más adelante hallaron a una familia cogiendo una heredad, cosa que nadie pensaba hacer todavía en la vega, y ni siquiera se cansaron en preguntar si el maíz aquél se cogía por tempraniego o para secarlo en el horno... Aunque vieran cuervos picoteando las panojas, y maíces tronzados o seturas entornadas, señales de haber entrado bestias en la mies, y tal cual prado todavía con el pelo de agosto, seco, podrido ya y sin jugos... Nada, nada les ofrecía motivo para una sola pregunta, ni los sacaba de sus tenaces meditaciones.

Databan éstas, que no eran tristes por cierto, de la misma fecha. Las de Pablo nacieron del consejo que le dio su padrino delante de Ana; las de Nisco, de su conversación con María. Desde entonces andaban los dos camaradas como pareja de palominos atolondrados. Pablo, como quien despierta de un sueño agradable y se deleita en armonizar ideas no muy acordes, y en grabar en la mente imágenes fugaces y confusas; Nisco, viendo y palpando cuadros de bulto, con luz de colores y auras de tomillo y malvarrosa.

Entraron en el cierro sin hablar palabra, y con el mismo silencio llegaron al punto más alto de él... Y allí se sentaron subter viridi fronde, quedando ante su vista el panorama de Cumbrales y lo mejor de su vega. Llenose Pablo los ojos de aquel hermoso espectáculo, y el pecho de aquellos aires puros y fragantes, y no dejó Nisco de dar pruebas de que también sabía sentir la hermosura de la naturaleza. Diolas primero mirando con avidez aquí y allá, a pesar de sus cavilaciones; y, por último, rompiendo a hablar de esta manera.

-Lo que se recrea el hombre con visualidades como ésta, es mucho de todo, Pablo.

Nada respondió éste, y añadió el otro:

-Pues cuando uno tiene en sus adentros algo enternecida la entraña, por estimación a otra persona que le quita el sueño, dígote que cosa es que pasma cómo la ves onde quiera que pones los ojos, ni más ni menos que si la llevaras en ellos. Así es que resulta que esa persona, sin estar delante de ti en cuerpo y alma, es a modo de luz que te lo alumbra todo... Entiéndolo yo tal, sólo con las feguraciones de un bien querer..., porque no cabe en lenguas ni en papeles lo que uno viera, en salva la ocasión presente, si en manos de uno estuviera aquello que apetece o que puede apetecer, por convenirle.

Calló Nisco porque se enmarañaba y perdía entre estas metafísicas, y acaso también porque Pablo parecía estar más atento que a escucharle, a contar los varazos que se daba en sus piernas estiradas sobre el campo.

Tras otro rato de silencio, soltó Nisco, de repente y a quema ropa, esta pregunta a su amigo:

-¿Por qué no te casas con Ana, Pablo?

Con la cual pregunta sintiose el mozo tocado en lo más profundo del alma; sacudió el letargo en que yacía, enrojeciósele el semblante, y respondió, entre contrariado y satisfecho:

-¡También tú, Nisco?

-No pensé que naide me hubiera cogido en el dicho la delantera -replicó éste.- Siempre entendí que eso debía de ser; vino a cuento ahora, y te lo dije. Por las trazas, otros más que yo te han cantado la mesma solfa.

-¡Muchos! -respondió Pablo con la mayor sinceridad.

Sólo a Nisco se lo había oído en el mundo; pero hacía cuarenta y ocho horas que se lo estaba aconsejando el corazón, y el pobre mozo pensaba que no le hablaban las gentes de otra cosa.

-Y ¿qué es lo que te para -volvió a preguntarle Nisco- siendo cosa tan hacedera y conveniente?

-Ya trataremos de eso en tiempo y sazón, -respondió Pablo, mostrándose poco dispuesto a continuar hablando del mismo asunto.

Pasado otro ratito de silencio, dijo Nisco tímidamente:

-Pues, hombre..., ya que de eso no, bien pudiéramos tratar de algo que se le ameja, respetive..., a otra persona. ¿Paécete, Pablo?

-Tú dirás, -respondió éste con escaso interés.

Se le bajó el color a Nisco entonces; empañósele la voz un tantico, señales de que iba a acometer arriesgada empresa, y habló así:

-Amigo eres mío, o no le tengo en el mundo; un sentir me enternece de un tiempo acá, y contigo le quiero tratar como corresponde. Si, llegado el caso, el sentir te ofendiere, cuenta que no te le dije, y perdona..., pero considera que si de él te hablo ahora, es porque ya no me cabe en la entraña.

Con este exordio se despertó un poquillo la curiosidad de Pablo. Miró éste a su amigo, y díjole para animarle:

-Veamos qué es ello, señor enamorado.

-Bien sabes tú -prosiguió Nisco- que hay un decir que dice que la primera vez que se quiere es cuando se quiere de veras... Pues yo te puedo asegurar que ese decir es una mentira muy gorda. Quise yo a..., esa probe muchacha que está loca por mí, y antojóseme que aquello y no más era lo que había que ver en el mundo. Parecíanme de mieles sus palabras; soles sus ojos, el mesmo cielo su cara, y su cuerpo, estampa de la gracia andando; pero, hablando con verdad, aunque todo esto me paecía, ni me quebrantaba el apetito ni me quitaba el dormir..., como ahora me pasa con esto otro, Pablo; que tal es, que no puedo con ello. Yo nunca tuve este desgano que me añuda el pasapán; ni este temblor de allá dentro, que me engurruña y apoca; ni este acabarme en sospiros día y noche; ni esta congoja del arca, como tengo de antayer acá, sin hora de sosiego.

-¿Desde anteayer lo tienes, Nisco? -preguntole su amigo.

-¡Desde antayer, Pablo; desde antayer lo tengo!

-¡Malos vientos corrieron ese día! -dijo Pablo sonriendo- ¡Ni aunque hechizos los trajeran! -respondió Nisco sin penetrar la intención de su amigo- Desde entonces es cuando ni el sueño me busca, ni el pan me sabe, ni el trabajo me rejunde... Tal me pasa, Pablo; tal te cuento, y el porqué sabrás también, si no te ofende.

-Vamos por partes -dijo Pablo, conteniendo a su amigo que iba animándose por instantes.- Supongo que esa mujer que tales impresiones te causa, valdrá más que Catalina.

-¡Qué tiene que ver!...

-Será más guapa...

-¡Qué tiene que ver!...

-Más rica...

-¡Qué tiene que ver!...

-Vamos, una medio-señora.

-Medio ¿eh?... ¡Tan señora como la que más!

-Y ¿quiérete como tú la quieres?

-Eso es lo que yo no sé a punto fijo, Pablo.

-Pero ¿lo sospechas?

-Barruntos y feguraciones tengo, que bien pudieran engañarme. Por eso quiero hablar contigo y oír tu parecer.

-Pues voy a dártele en seguida.

-¡Si no te he relatado el caso!

-No lo necesito..., ni lo deseo, -dijo el mozo, muy formal.

Si receló algo que no le hizo gracia, jamás se supo; pero es averiguado que habló al hijo de Juanguirle de este modo:

-Nunca te pregunté, Nisco, por qué dejaste a Catalina; pues nunca me hablaste de ese asunto, y a mí no me gusta meterme donde no me llaman. Ahora me llamas, y te lo pregunto. ¿Por qué la dejaste?

-Porque me gustó la otra más que ella, -respondió Nisco sin titubear.

-Pues eso es una mala partida, y, además, un mal negocio para ti. Así lo entiendo y así te lo digo. Tú, con tu chaqueta, tus rizos y tus labranzas, con el hacha en la mano o bailando en el corro en mangas de camisa, eres un mozo como no hay otro en estos lugares; pero échate encima de repente una levita y arrímate a una señora, y hasta los muchachos te correrán; porque todo eso que has aprendido y antes no sabías, si te levanta mucho sobre los de tu condición, te deja todavía a cien leguas de lo que pretendes. Doy por hecho que una dama como la que sueñas te elevara a su altura de la noche a la mañana, porque hay gustos para todo: ¿qué ibas ganando en ello, valiendo, donde te ponían, mucho menos que tu mujer? Y yo creo, Nisco, que el matrimonio en que el marido no sabe guardar su puesto, es mal matrimonio; y el puesto se guarda valiendo el marido más que la mujer, es decir, siendo rey y señor de su casa, no sólo por más fuerte, sino por más entendido en cuanto les rodee en la esfera que ocupen ambos. Cuanto más tenga la una que aprender del otro, más se ufanará con él y más alta se pondrá en la consideración de las gentes. Pues dame el caso a la inversa, y verás a los dos en la picota de la zumba; porque ésa es la ley..., y así debe de ser. Y si esto sucede aun siendo la mujer y el marido de una misma alcurnia y de idéntica educación, ¿qué no sucederá cuando, además de ignorante, él es tosco destripaterrones, y ella una dama culta y discreta? Y ¿cómo la mujer que comienza por avergonzarse en público de las groserías de su marido, no ha de concluir por perderle la estimación, y hasta por aborrecerle en secreto? Pues a todo esto se expone, a mi entender, quien intenta lo que tú, de golpe y porrazo y sin limpiarse antes las costras del oficio, rodando mucho por el mundo y calándose los hábitos de señor por sus pasos contados. Este es, Nisco, mi parecer.

Con las alas del corazón lacias y caídas le recibió el presuntuoso hijo del alcalde, que mayores alientos aguardaba de su amigo. ¡Y eso que Pablo sólo conocía hasta entonces el pecado! ¡Qué no se le ocurriera si también le fuera conocido el nombre de la pecadora!

Guardole Nisco en lo más recóndito de su memoria, y callose como un muerto.

No por verle mudo y abatido se ablandó Pablo, que era la misma sinceridad. Antes bien, tomó el punto donde le había dejado, y añadiole estas palabras:

-Por supuesto, que tú no estás enamorado.

-¿Qué no? -exclamó Nisco casi haciendo pucheros.

-No -insistió Pablo-. El amor necesita algo en que fundarse, y aquí no hay más base que el viento de tu cabeza. Eres presumido; eres ambicioso; antojósete que venían las cosas por el camino de tus deseos..., y eso es lo que hoy te atolondra: la hinchazón de tu vanidad, por una ganga entre cejas. Ni más ni menos. ¡Y por esa majadería, que no pasa de un sueño tonto, dejas a Catalina!

-¡Dale con esa..., miseria! -gruñó Nisco despechado y nervioso.

Cargose Pablo de veras, y le enderezó estas razones:

-¡Miseria Catalina!... ¡La mejor moza del pueblo! ¡Tan rica como tú! ¡Honrada como la que más!... ¿En qué la aventajas, meleno? ¿Dónde habría matrimonio más igual y más lucido? ¿Dónde te vieras tú más honrado, más en tu puesto, más rey y señor de tu casa, que siendo marido de Catalina, que se miraría en tus ojos y te adivinaría los pensamientos? Y ¿qué otra cosa necesitas tú, con la cuna en que naciste, la educación que tienes y el oficio que traes, para no envidiar ni al rey en su trono?... Yo no sé adular, Nisco.

-¡Bien se te conoce, paño! -respondió éste, de muy mal humor.

-Tú lo has querido.

-Es verdad; pero no lo conté tan amargo.

-Por tu bien lo dije como a mí me sabe.

-Se agradece el deseo, Pablo; pero..., cada uno es cada uno..., y yo me entiendo.

-Pues buen provecho te haga lo que te espera, si oyes más a tu vanidad que a mis consejos.

Y con esto se acabó la conversación. Levantose Pablo, imitole Nisco; y ambos, después de dar una vuelta maquinal por el cierro, sin hablarse palabra, volviéronse a Cumbrales, mudos también: pensativo, pero no triste, el uno; acongojado, lacio y gemebundo el otro.