Alto, enjuto, largo de brazos, afilados los dedos, pequeña la cabeza, el pelo escaso y rubio, los ojos azules y sombreados por largas cejas, nariz puntiaguda, labios delgados y pálidos, y sobre el superior un bigote cerdoso, entrecano y sin guías, por estar escrupulosamente recortado encima de aquel contorno de la boca. Tal era, en lo físico, don Juan de Prezanes. Pulquérrimo en el vestir, jamás se hallaba una mancha en su traje, siempre negro y fino, escotado el chaleco, blanquísima y tersa la pechera de la camisa, de cuello derecho y cerrado bajo la barbilla, y de largos faldones la desceñida levita; traje que se ponía al levantarse de la cama y no se quitaba hasta el momento de acostarse.

En tal guisa se paseaba, cuando fue su amigo a verle, desde su gabinete (dormitorio y despacho a la vez, como lo demostraban una cama y avíos de limpieza en el fondo de la alcoba, y afuera una regular librería, mesa de escribir, sillones, etc.) hasta el extremo opuesto del contiguo salón, espacioso, limpio y decorosamente amueblado.

No esperaba a su amigo, y se inmutó al verle allí. Don Pedro, como si nada hubiese pasado entre los dos, díjole con su aire campechano:

-Te agradezco en el alma tu deseo de verme, y aquí estoy para servirte, Juan.

Este, sin dejar de pasearse, respondió con voz poco segura:

-Acto es, Pedro, que me obliga y te honra; pero, la verdad ante todo: yo no te he llamado a mi casa: te pedí una entrevista donde tú quisieras.

-¿Te pesa que haya venido?

Detúvose en su paseo el hombre que era un manojo de nervios, miró a su amigo y compadre con ojos que echaban chispas, y dijo, ronco y tembloroso, dándose una manotada sobre el angosto pecho:

-¡Te juro que no!

-Pues entonces, sobran los reparos, Juan, y, si un poco me apuras, toda explicación entre nosotros; porque donde habla el corazón, calle la boca.

Y en esto, don Pedro, con los brazos entreabiertos, cortaba el camino y seguía con la vista a su amigo, que había vuelto a sus agitados paseos.

-Entiendo tu deseo y ardo en el mismo -repuso éste desviándose y esquivando las miradas y los brazos de su compadre-; pero no es tiempo todavía.

-Pues si el corazón lo pide y Dios lo manda, ¿qué te detiene? -respondió don Pedro, dejando caer los brazos, desalentado y triste. Luego añadió con honda amargura-: ¡Parece mentira, Juan, que cosas tan leves nos conduzcan a situaciones tan graves!

-Nada es leve para el amor propio ofendido... Somos de esa hechura, y no por culpa nuestra.

-Pero tenemos una razón para domar las demasías del carácter.

-Prueba es de ello que te he propuesto una reconciliación... Y por cierto que no se te ha ocurrido a ti otro tanto.

-De mi casa huiste sin haberte ofendido nadie en ella; te encerraste en la tuya y te negaste a toda comunicación con nosotros, que te queremos... que os queremos más que a la propia sangre.

-Toda la vida hemos andado así, Pedro.

-Pues esa triste experiencia me ha enseñado que el mejor remedio contra tus arrechuchos es dejar que se te pasen. Por pasado di el último cuando me llamaste, y a tu lado vine con los brazos abiertos. ¿Por qué me niegas los tuyos?

-Porque los reservo para después que hablemos y nos entendamos.

-¿Dudas de la lealtad de mi corazón?

-Dudara antes de la del mío, Pedro; mas entra en mis intentos que esta avenencia que hoy deseo y te propongo, se afirme en algo más que en el olvido de las pequeñeces pasadas... Ven, y sentémonos.

Entraron los dos compadres en el gabinete; sentáronse frente a frente con la mesa entre ambos, y dijo así don Juan, manoseando al mismo tiempo una plegadera de boj que halló a sus alcances:

-Sin ciertas diferencias que nos dividen y nos separan a cada momento, tú y yo, en perfecta y cabal armonía, pudiéramos hacer grandes beneficios a Cumbrales.

-Ese es el tema de mi eterno pleito contigo, Juan.

-Sí; pero no se trata ahora de puntillos del carácter, de la cual dolencia todos padecemos algo, Pedro amigo, aunque no lo creamos así, sino de puntos de mayor alcance y entidad; puntos en los que pudiéramos ir tú y yo muy acordes aun dentro de nuestras continuas desavenencias, verdaderas nubes de verano.

-Sospecho adónde vas a parar con ese preámbulo; y si las sospechas no mienten, el asunto es ya viejo entre los dos. De todas maneras, déjate de rodeos y dime en crudo qué es lo que pretendes de mí.

-Viejo es, en efecto, entre nosotros dos el asunto de que voy a hablarte, y del cual no te he hablado años hace por respetos que te son notorios; pero de poco tiempo acá, ofrece el caso aspectos de gravedad que antes no ofrecía, y esto me obliga a quebrantar mis propósitos. A la vista está que de día en día crece el encono entre los bandos en que están divididos este pueblo y los limítrofes.

-Lo que a la vista salta, Juan, es que se detestan y se persiguen a muerte los capitanes de esos bandos. Los pobres soldados no hacen otra cosa que lo que se les manda o les exige el deber... o la triste necesidad.

-Lo mismo da lo uno que lo otro.

-Precisamente es todo lo contrario, puesto que el día en que los jefes dejen de ser enemigos, volverán los subalternos a ser hermanos.

-A ese fin quiero yo ir a parar, Pedro.

-¿Por qué camino, Juan?

-Por el más breve y llano. Ayúdame con todas tus fuerzas en la batalla electoral que se prepara, y el triunfo es nuestro en todo el distrito.

-¿Y después?

-¡Después!... ¿Quién ignora lo que sucede después de un triunfo en tales condiciones?

-Tú lo ignoras, Juan, pese a tu larga experiencia.

-Gracias por la lisonja.

-Pues es el mejor piropo que puedo echarte en este momento. Si te dijera yo que el verdadero botín de esas batallas era el cebo que te llevaba a ellas, no creyera, como creo, que en esto, cual en otras muchas cosas, la pasión te ciega y el corazón te engaña.

-¿A mí?

-Sí, y además te vende. Y en prueba de que no me equivoco, voy a decirte lo que verdaderamente hoy te apura y acongoja. Desde que candorosamente te pusiste al servicio de ciertos amigotes de campanillas, tomando sus adulaciones y embustes por sinceridades, has luchado a su favor en esta comarca con varia fortuna, según que los intrigantes de por acá te han ayudado o te han combatido. Las últimas campañas han sido terminadas muy a tu gusto, porque no te han faltado auxiliares de fama y de empuje, fuera y dentro de este municipio. No conozco al pormenor la actitud en que hoy se hallan tus aliados forasteros; pero me consta que tu vecino Asaduras, el enredador electoral más sin vergüenza de la comarca, se ha pasado al enemigo con armas y bagajes; y te has dicho, como en parecidas ocasiones: «Si Pedro me ayudara con todas sus fuerzas, mi triunfo era infalible; y triunfando yo, no solamente conseguiría el objetivo principal de la batalla, sino que ponía el pie en el pescuezo a ese pícaro desleal»

-Y ¿qué mal habría en ello? -exclamó aquí con voz airada don Juan, doblando como un espadín la plegadera entre sus dedos convulsos.

-Ninguno, ciertamente -replicó don Pedro con entereza.- El mal está en que las cosas hayan venido a parar ahí; en que tú, hombre honrado, independiente, bueno y generoso, pactaras alianzas con esa canalla, y que entre todos hayáis convertido a Cumbrales en feudo desdichado de dos aventureros.

-¡Pedro!... ¡Pedro! -gritó aquí don Juan de Prezanes, incorporándose lívido en el sillón y haciendo crujir la plegadera- ¡No empecemos ya! ¡De ésos a quienes llamas aventureros, el uno siquiera, por amigo mío, merece tu respeto!

-¡Amigo tuyo!... ¡Merecedor de mi respeto! ¡El marqués de la Cuérniga, ayer traficante en reses de matadero, concursado cien veces, marrullero y tramposo, y de la noche a la mañana, y Dios sabe por qué, título de Castilla y diputado a Cortes!...

-¡Pedro!... ¡Pedro!...

-¡Amigo tuyo... Porque te escribe y te adula cuando te necesita, como te escribía y te adulaba también el otro personaje de alquimia, el barón de Siete-Suelas, su digno competidor en el distrito, hoy amparado por el pillastre Asaduras!... ¡Amigo tuyo!... ¿En qué lo ha demostrado? ¿Qué favores te ha hecho?

-Cuantos le he pedido, ¡vive Dios!

-Es verdad: obra de su poder y de tu deseo son las crueles venganzas consumadas aquí en infelices campesinos que, al seros desleales en la lucha, acaso les iba en ello el pan de sus familias; favores suyos son también las ratas que habéis metido en la administración municipal, y los esfuerzos que aún se hacen para echar a presidio lo único honrado que en ella nos queda.

-¡Voto a tal -rugió aquí don Juan de Prezanes (y le echó redondo) haciendo crujir la plegadera- que esto ya pasa la raya de todas las conveniencias!

-A los hombres como tú, Juan -añadió don Pedro imperturbable,- y a los niños, hay que decirles la verdad desnuda; y tú eres un niño tesonudo y obcecado, porque la sensibilidad te roba el entendimiento, y la pasión te deslumbra. Tú no harías el daño que haces, pues eres bueno y honrado, si no tuvieras quien te azuzara y pusiera las armas en tus manos. Ni siquiera te excusa la ignorancia o la perversidad de los caciques del otro tiranuelo, que a su vez hacen lo mismo. ¡Lo mismo, Juan! Porque en estos desdichados lugares, las venganzas y las tropelías se cometen por riguroso turno; y éste es el favor que debe Cumbrales a sus representantes. Ellos son los toros de la fábula; el distrito, el charco de pelea; y nuestros pobres convecinos, las ranas despachurradas. Y ¿para qué esos sacrificios incesantes? Para provecho y regalo de dos farsantes vividores, caídos aquí como en tierra de conquista. ¿Cuáles son sus títulos para representarnos en Cortes? ¿Quién los ha llamado? ¿Quién los conoce en el distrito sino por la huella desastrosa que dejan a su paso por él? ¡Y quieres que yo te ayude en esta obra de iniquidad! ¡Y eso lo pretendes cuando la nación entera arde en guerras y escisiones, y hay un campo de batalla a las puertas de nuestros pobres hogares! ¡Nunca, Juan, nunca!

Ya comprenderá el lector que con mucho menos que esta andanada, soltada a quema-ropa y en mitad del pecho, había sobrado para que echara chispas el hombre más cachazudo, cuanto más el irritable y eléctrico don Juan de Prezanes. El cual, trémulo y desencajado, antes que su amigo dijera la última palabra, ya había convertido en hilachas la plegadera entre sus manos. Sudaba hieles y parecía una pila de rescoldo. No le cabía en la estancia; al revolverse en ella nervioso y desatentado como fiera enjaulada, tumbaba sillas a puntapiés, y con el aire de sus faldones agitados, volaban los papeles sueltos de la mesa. Rugió, golpeose las caderas con los puños cerrados, mesose el ralo cabello con las uñas, amagó apóstrofes fulminantes, injurias... hasta blasfemias, y ¡caso inaudito en él!, ni a una sola palabra, de la tempestad de frases iracundas que bramaba en su pecho, dieron salida sus labios. Devorábalas a medida que a borbotones acudían a su boca; y aquella plenitud de furia comprimida denunciábanla sus ojos inyectados de sangre y el temblor de todas sus fibras. Causaba espanto el bueno don Juan de Prezanes. Felizmente no duró mucho tiempo la peligrosa crisis; porque también obra milagros la voluntad; y la del letrado de Cumbrales fue en aquella ocasión heroica sobremanera.

Cuando, después de este triunfo, logró algún dominio sobre sus nervios desconcertados en la batalla, arrojó por la ventana la plegadera hecha una pelota; se enjugó el sudor con el pañuelo; dio algunas vueltas, relativamente sosegadas, en el gabinete, y, por último, se dejó caer en el sillón, apoyando los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Momentos después se encaró con su amigo, que no apartaba los ojos de él, y le dijo con voz enronquecida, pero no destemplada:

-Has venido a esta casa en busca de una reconciliación intentada por mí, y juro a Dios que no he de darte hoy motivos de nuevas desavenencias, como tú no los busques. Pero conste, y muy recio, que si las antiguas quedan en pie, no es por culpa de tu irascible, irreconciliable y rencoroso amigo, sino por la tuya, manso, razonable y dulcísimo Pedro.

-Por mi culpa no, Juan, puesto que no me niego ni me he negado jamás a una estrecha alianza contigo.

-¡Si pensarás que han pecado de turbias tus recientes palabras?

-El que yo me niegue a ser instrumento de cuatro intrigantes, no es resistirme a ayudarte con alma y vida a hacer algo bueno por el pueblo en que nacimos. Mas para esto es indispensable que, en lugar de ir yo a tu terreno, vengas tú al mío.

-¡Y cata ahí el puntillo montañés! -replicó don Juan con nerviosa sonrisa- ¡Ay, Pedro, qué ciego es quien no ve por tela de cedazo!

-Juzga lo que quieras, Juan, de mis intenciones: a mí me basta saber que son honradas; pero entiende que no lucharé jamás a tu lado, sino para exterminar de Cumbrales a esos intrusos tiranuelos; empresa tan fácil como necesaria y benéfica. Cien veces te lo he dicho: unámonos para arrancar la administración de este pueblo de las manos en que anda años hace; entreguémosla a los hombres de bien; hagamos por que no lleguen a pleito las cuestiones del lugar, y fállense en terreno adonde no alcance la mano del Estado ni se dejen sentir influjos de la política; guerra a muerte a los caciques, si alguno queda rezagado entre nosotros; y cuando por este camino llegue Cumbrales a ser dueño absoluto de lo que en justicia le pertenece, yo mismo abriré sus puertas a los merodeadores. La posesión de sí mismos hace cautos a los hombres; y si alguno es tan inocente que aun con los ojos abiertos cae en las redes tendidas, quéjese de su torpeza, pero no de su desamparo. Muy necio tiene que ser el que desconozca que le engaña quien se le brinda con el remedio de todos sus males, como charlatán de feria, para desempeñar un cargo que, ejercido a conciencia, más es cruz de suplicio que ocasión de prosperidades. ¿Crees, Juan, que, pensando así, puedo rechazar tus planes por la pueril satisfacción de que tú aceptes los míos?

-Puedo creer... creo, que te ciega una pasión, como tú crees que otra me ciega a mí. ¡Vaya usted a saber quién de los dos es el más apasionado!

-Aunque así sea y no valgan nada las razones que me has oído, mi ceguedad no daña a nadie.

-Lo cual quiere decir que la mía es muy nociva.

-Te he demostrado que sí.

-¡Mira, Pedro, que no se dispone dos veces de la paciencia!

-No he sacado yo a relucir este asunto malhadado. Tú me has impuesto mi complicidad en vuestros planes, como condición de nuestras paces alteradas por una chapucería. Yo no he hecho otra cosa que responderte.

-¡Hiriéndome en lo más vivo!

-Así se receta contra las malas costumbres, Juan; y ésa en que estás encenagado por una aberración de tu buen sentido, es causa perenne de grandes desdichas para cuantos te rodean. Mi deber es decirte la verdad, y te la digo.

Por algo decía don Juan de Prezanes que no se dispone de la paciencia dos veces seguidas. Yo soy de su parecer, y además creo que a los hombres del temperamento del abogado de Cumbrales, no les conviene tragar la ira cuando esta mala pasión forcejea en sus pechos y busca las válvulas de escape; porque no hay ejemplo de que esta metralla haya llegado a digerirse en ningún estómago, por recio que sea; y puesto que es de necesidad el desahogo, preferible es que éste ocurra a tiempo y sazón, a que acontezca fuera de toda oportunidad, como en el presente caso. El irascible jurisconsulto, que había conseguido dominar la furia de su temperamento irritado cuando su compadre le puso a bajar de un burro, perdió los estribos y dio en los mayores extremos de insensatez, por una bagatela; por aquello de las «malas costumbres».

Oyolo el desdichado, clavando las uñas en el tablero de la mesa y los ojos chispeantes en los impávidos de su compadre, que bien pudiera no haber pegado tan fuerte.

-¡Malas costumbres!... ¡Encenagado en ellas! -repetía don Juan con voz cavernosa, los pelos de punta y la faz desencajada- ¡Y, sin embargo, yo soy el díscolo, y el procaz, y el quisquilloso, y el descomedido!... ¡Y tú el varón justo y prudente y sabio..., el caballero sin tacha! ¡Ira de Dios! ¡Malas costumbres! ¡Encenagado en ellas! -tornó a repetir, entre roncos bramidos, mientras se incorporaba derribando el sillón, y se hacía pedazos en el suelo una salvadera de vidrio- ¡Y eso me lo vienes a decir a mi casa, cuando te brindo en ella con la paz!... Y ¿quién eres tú? ¿Qué títulos, qué poderes son los que tienes para atreverte a tanto, hipócrita, mal amigo? Si lo que te propongo no te agrada, confórmate con no aceptarlo; ¡pero no me injuries, no me hieras! ¿O tienen razón los que me dicen que eres de la cepa de los tiranos?... ¡Sí, vive Dios! Cuando late en el pecho un corazón honrado y se sienten en él los dolores ajenos, no se dan las puñaladas, no se ultraja a nadie a sangre fría, como tú me has herido y ultrajado hoy... Y ayer, y siempre... ¡Bárbaro! ¡Y quieres paz y buscas la armonía! ¿Cómo han de ser duraderas entre nosotros, si los más nobles impulsos de mi corazón se estrellan siempre contra tu intolerancia brutal? Porque me odias, porque me detestas. Y me odias y detestas porque soy mejor que tú, porque valgo más que tú; y valgo más que tú, ¡porque en una sola fibra de mi corazón hay más nobleza que en todo tu ser, henchido de soberbia, de vanidad y de hipocresía!

Ni una palabra dura respondió don Pedro Mortera a esta primera explosión de ira de su compadre; pero éste nunca se colocaba en tales alturas sin despeñarse después, ciego y loco, entre torbellinos de improperios y desvergüenzas. ¡Qué cosas dijo a su impasible amigo! Porque, una vez enredado en aquella infernal batalla, ya no reñía sólo por el punto en cuestión: en la mente volcánica del jurisconsulto fueron eslabonándose recuerdos de supuestos agravios, hasta los más remotos del tiempo de su niñez; y caldeados al fuego de su ira diabólica, arrojábalos en palabras, como lava de un cráter, y en testimonio de una vida de abnegaciones y martirios.

Trazas llevaba de no cesar la erupción en todo el día, cuando se presentó Ana despavorida y presurosa porque había oído las voces desde el corral. ¡Empresa peliaguda fue para la joven hacerse oír de su padre, desconcertado, lloroso y balbuciente! Pero lo consiguió al fin. Dueña de aquella brecha, minó con el arte de su larga y triste experiencia, y supo llegar hasta el corazón del pobre hombre, que acabó de rendir todos sus bríos a los halagos de su hija.

Entonces volvió don Pedro a ofrecerle sus brazos.

-Si te ofendieron -le dijo- algunas de mis palabras, sin tal intento salidas de mis labios, harto te han vengado las que después me has dirigido. De todas suertes, yo te las perdono con todo mi corazón. Jamás de él te he arrojado; en él vives; lee en el tuyo, Juan, y acábense de una vez para siempre estas reyertas que nos matan.

Don Juan de Prezanes, desfogadas ya sus iras, estaba más para sentir que para hablar; y tal vez a esta excusa se agarró su genio quisquilloso para no dar el brazo a torcer todavía, aunque Dios sabe si en el fondo del alma lo deseaba.

Así lo comprendió Ana; y mientras su padre se sentaba desfallecido y pálido, hizo una seña a su padrino, y díjole al mismo tiempo en voz alta:

-Este asunto corre ya de mi cuenta; y bien sabe mi padre que yo nunca dejo las cosas a medio hacer.

Con esto, se volvió a consolar al atribulado, y salió don Pedro Mortera, harto más pesaroso que complacido.