Pedro Mortera y Juan de Prezanes, vástagos de las dos familias más ricas y antiguas de Cumbrales, ligadas siempre por amistoso vínculo ¡caso raro en este país de quisquillas y reconcomios! Juan de Prezanes, repito, y Pedro Mortera, eran inseparables camaradas. Pero Juan era suspicaz, impetuoso y avinagrado de genio, y Pedro cachazudo y reflexivo. Éste, en sus juegos infantiles, gustaba de lo seguro y fuerte; aquél de lo más fácil, siempre que fuera nuevo, breve y vario; el uno era muy inclinado a los trabajos rústicos y a los esparcimientos campestres; el otro a fisgonear murmuraciones y a comentar dichos de las gentes: Pedro era todo observación y método; Juan sentimiento, nervios y palabra. Sólo se parecían ambos muchachos en la bondad del corazón y en estar siempre dispuestos a dar la pelleja el uno por el otro; así es que jamás hubo avenio entre ellos en cuestiones de gusto, y se pasaron lo mejor de la infancia refunfuñando, cuando no a la greña, pero queriéndose mucho.

Juntos fueron después a estudiar a la ciudad; juntos vivieron en ella, y al mismo estudio se dedicaron. Pedro se cansó de los libros a los dos años, y se volvió a su pueblo. Juan continuó los estudios, y fue a la Universidad y llegó a ser abogado. Pedro, en Cumbrales, se consagró a la labranza con verdadera afición, y mejoró mucho la hacienda que, ya mozo, heredó de su padre.

Juan, huérfano también poco después de volver de la Universidad, y sin las aficiones de su amigo, puso en renta las tierras que cultivaba su padre, y en aparcería los ganados que halló en las cuadras (parte mínima de los bienes que heredó), y abrió en Cumbrales su estudio, por no aburrirse.

Fuera de los de la villa, no había otro abogado que él en toda la comarca; de manera que bien pronto le sobraron los negocios y las desazones. Las desazones, porque cada contrariedad le producía una mayúscula; y las contrariedades, verdaderos gajes de su oficio, menudeaban a maravilla, y su carácter, lejos de mejorar con los años, cada día era más vidrioso y quebradizo.

Por la índole misma de su profesión, se puso en contacto con nuevas gentes y nuevas cosas; y como sus ímpetus geniales le llevaban siempre mucho más allá de sus propósitos, necesitando ancho terreno y fuertes aliados para vencer en los grandes apuros de sus batallas, dejose arrastrar fácilmente de los que le brindaron con aquellas ventajas, y que, en rigor, iban buscando su legítimo influjo en la comarca, al precio de unas cuantas lisonjas bien aderezadas.

De este modo llegó a ser don Juan de Prezanes un cacique de gran empuje en el distrito, y un enredador de dos mil demonios; pues, conocido el flaco de su carácter, no solamente lograron los seductores interesarle con alma y vida en todo linaje de intrigas, sino hacerle creer que era capitán y bandera a la vez, cuando, en substancia, no pasaba de ser la mano del gato, menos que soldado de filas en aquella tropa de polillas del bien público.

Que estas cosas y otras de parecido jaez sacaban de quicio a su verdadero y único amigo, no hay para qué decirlo; ni son de mencionar tampoco las tempestades que las cuerdas advertencias de don Pedro Mortera producían en el ánimo del impetuoso don Juan de Prezanes. Era éste, como todos los hombres irreflexivos y apasionados, enemigo mortal de la verdad cuando la hallaba enfrente de sus flaquezas; no por ser la verdad, sino por ser obstáculo. Los temperamentos como el del abogado de Cumbrales, desbordados torrentes, embravecidos huracanes, no se detienen con frenos ni con barreras. El halago y las contemplaciones los calman alguna vez; la resistencia los espolea siempre. Son una enfermedad que tiene sus manifestaciones en esa forma necesaria y fatal; y esa enfermedad no ha de curarla el enfermo, sino los que le tratan. En el ordinario comercio de la vida creen poner una pica en Flandes los que hallan una fórmula, a modo de la ley social, por la que deben regirse los hombres que quieran tener derecho al pomposo título de gentes de buena educación. ¡Qué sandez tan triste! ¡Como si todos los hombres hubiéramos sido moldeados en una misma turquesa y con el barro en iguales dosis y calidades! ¡Como si el alfilerazo que apenas ensangrienta la epidermis de uno, no fuera en otro puñalada que penetra hasta el corazón!

Métome sin permiso del lector en estas honduras fisiológicas, porque en ellas andaba muy a menudo don Juan de Prezanes buscando la razón y la justicia, o, cuando menos, la disculpa de sus arrebatos geniales, y al mismo tiempo la sinrazón, y hasta la falta de caridad con que su amigo don Pedro Mortera le contrariaba; en lo cual don Juan de Prezanes se equivocaba en más de la mitad, porque su amigo nunca le contrarió sin grave causa ni por el vano afán de que valiera la suya a todo trance; pero era demasiado crudo en sus verdades, terco en sostenerlas, socarrón aliquando y mordaz en ocasiones; y en esto no eran infundadas las quejas del irascible jurisconsulto.

Con notorios intentos de asegurarle mejor y de chupar sus caudales, lograron sus conmilitones de allende hacerle el favor (¡el único que lo fue de veras!) de una señorita pobre, que por casualidad salió buena y honrada y hacendosa, y hasta supo, durante dos años de matrimonio, dulcificar las acritudes ingénitas de su marido, y hacerle placentera la vida del hogar. No duró más su dicha, porque Dios se llevó a mejor destino la causa de ella, dejando en cambio al triste viudo una niña, que recibió el nombre de Ana de su padrino don Pedro Mortera. Dos meses antes se había bautizado un hijo de éste (cuyas bodas anduvieron muy cercanas a las de su amigo) con el nombre de Pablo, siendo padrino don Juan de Prezanes.

Tan diversa como sus genios fue la suerte de ambos amigos en el matrimonio, pues cuando el del abogado se deshacía con la muerte del único ser capaz de regir y dominar aquel carácter desdichado, el de don Pedro Mortera era bendecido con un nuevo fruto. Pero Dios, que da la llaga, da también la medicina; y Ana, la niña huérfana, tuvo una madre cariñosa en la madre de Pablo y de María, y en estos niños dos hermanos con quienes vivía más que con su padre. Cuanto a éste, confundió en un solo amor, pues había para todos en su corazón de fuego, a Ana y a la familia de su amigo. Pero sus tempestades nerviosas menudeaban a medida que se dilataba el radio de sus afectos íntimos; porque, como él decía, «cada punto de contacto me produce una desolladura; y cuanto más cordiales son los unos, más dolorosas son las otras».

Años andando, fueron Ana y María a un colegio, y Pablo, a quien don Juan amaba como a un hijo, comenzó a estudiar también; con lo cual el nervioso jurisconsulto se vio tan contrariado, solo y aburrido, que cerró el bufete para no abrirle más. ¡Ni el demonio podía aguantarle entonces! Pues, para ayuda de males, su alianza con los trapisondistas de marras fue estrecha como nunca, y el campo de sus batallas vasto y revuelto a maravilla, porque los públicos acontecimientos así lo dispusieron.

Pesaba la influencia de don Pedro Mortera, por hacienda y méritos personales de éste, sobre media comarca, es decir, tanto como la de don Juan de Prezanes y sus auxiliares juntos; pero, hombre sesudo y de buen temple, veía con honda pesadumbre el uso que hacía su amigo de las huestes que por necesidad le seguían al combate, y a qué móviles obedecía, y ociosos fueron cuantos esfuerzos se tantearon para obligarle a él a que tomara parte en las batallas que iban poco a poco desorganizando y corrompiendo la comarca.

-Contigo -decía el testarudo labrador a don Juan de Prezanes-, contigo y para hacer el bien de este pueblo, cuando quieras y adonde quieras. Con esos vividores intrigantes, que te están chupando hasta la honra, jamás.

Entre los llamados «vividores intrigantes» contaba don Pedro Mortera a un señor de la villa, que había sido siempre muy amigo suyo; el cual señor, por hinchazones de vanidad, no tuvo reparo en ser allí delegado perpetuo de todos los poderes para sostener, de cualquier modo, la causa de los que le servían en tres leguas a la redonda, por lo que don Pedro Mortera no quiso más tratos con él, pues creía, y con fundamento, que son peores que los tunos sus cómplices y encubridores.

Pues hasta este señor, don Rodrigo Calderetas (por lo demás, gran persona y muy caballero), descendió de su Olimpo en la crítica ocasión atrás citada, y cuando nada habían podido conseguir ruegos ni huracanes del jurisconsulto para tratar de sacar a don Pedro Mortera de su desesperante retraimiento, «del cual podía depender hasta la suerte de la patria». ¡A buena parte iba la «gran persona» con sensiblerías cursis! Don Pedro no cambió de actitud. Don Juan de Prezanes tocó el cielo con las manos, y el caballero de la villa le sopló al oído que su amigo y compadre era un desafecto a la situación, retrógrado, obscurantista... y sospechoso. Ya por entonces era moda en España tener por sospechoso a todo hombre formal apegado a la tranquilidad y al sosiego. Apoyó el dictamen de la «gran persona» todo su estado mayor, y don Juan de Prezanes, que en su sano juicio se pagaba muy poco de matices políticos, en la fiebre del despecho tragó la insinuación maliciosa, y no negó la posibilidad del pecado. En honor de la verdad, no por ello dejó de querer entrañablemente a su amigo, ni volvió a hablarle más del asunto de la alianza; pero la actitud impasible de don Pedro, y la repulsa consabida, causa fueron, aunque sorda y disimulada, de muchas y muy repetidas desavenencias entre los dos amigos, provocadas por las vidriosidades del jurisconsulto.

Pasó así mucho tiempo, y al cabo de él volvieron a Cumbrales Ana y María hechas dos señoritas primorosas. Desde entonces, el genio abierto y animoso de la primera fue el bálsamo que calmó, ya que no llegara a curar, los desabrimientos y esquiveces de su padre, y el mejor lazo de unión entre las dos familias, tan a menudo aflojado por las intemperancias nerviosas de don Juan de Prezanes. Pablo, cuando se hallaba en el pueblo, contribuía en gran parte a aquellas reconciliaciones; pues con su sencilla bondad, sabía llegar al alma de su padrino sin lastimarle, en lo cual consiste el secreto resorte con que se rigen y gobiernan esos temperamentos desdichados.

Y ahora tenga el lector la bondad de pasar al capítulo siguiente, en el cual acabará de conocer, tratándolos de cerca, a estos dos personajes, y sabrá lo que ocurrió en la entrevista que, en compendio, refirió en la mesa don Pedro Mortera.