Alzábase la iglesia de Cumbrales sobre un tumor del terreno, o montículo de roca viva, mal cubierto de menuda y fragante vegetación, que, a modo de manta de pobre, roída y desgarrada a trechos, por los agujeros y desgarraduras dejaba asomar las que pudieran llamarse coyunturas del peñasco. Era éste de suave y bien entendido acceso por todas partes, y ocupaba el centro de una llanura, especie de plaza circundante, cruzada de camberas y senderos que partían el rústico suelo en caprichosas porciones geométricas. De éstas, unas estaban pobladas de árboles, no muy corpulentos, pero de ancha copa; otras, las de mayor relieve, adornadas de espesas cenefas de zarzas y saúco, y todas ellas tapizadas de fino y apretado césped, sobre el cual descollaban, aquí y allá, la menta silvestre, el enano poleo, la malva bienhechora y el desabrido cardo. Hubiera sido este pintoresco espacio algo como lo que hoy se llama un parque a la inglesa, con caminos menos ásperos y pedregosos, y sin las ortigas y jaramagos que hacían ingrato y peligroso al tacto lo que seducía y enamoraba a los ojos.

Ocupaba parte de uno de los lados menores de esta plaza, que tendía a la forma rectangular y se llamaba en Cumbrales Campo de la Iglesia, la taberna, con su corro de bolos a la trasera, encajado entre cuatro paradillas que se saltaban de un brinco, y éstas y el corro encerrados en sendas hileras de añosos álamos que amparaban del sol en verano a los jugadores, y no los privaban de su dulce calor en las breves tardes del invierno. Otro lado, de los mayores, al mediodía, le formaban, aunque con muchas sobras de terreno, las casas consistoriales y la escuela pública, y los dos restantes, al Saliente y al Norte, huertos y corrales de la barriada principal, que tenía tres salidas a la plaza por este último lado.

Por una de estas callejas, la de en medio, entró Pablo. Anduvo muy buen trecho entre muros y vallados, aquéllos entretejidos de yedra, y éstos erizados de bardales, y llegó a desembocar en un campuco, a modo de plazoleta, cuyos dos frentes estaban ocupados por sendas portaladas que parecían gemelas: tan idénticas eran entre sí. Cada una de estas portaladas daba ingreso a un corral espacioso, en el que se alzaba una casa grande, de larga solana y amplísimo soportal de grueso poste en el centro; cuadras adyacentes, cobertizos inmediatos, huerta al costado, y todo lo de rigor y carácter en estas viviendas de ricos de aldea, tantas veces descritas por esta pluma pecadora.

Pablo se acercó a la portalada de la derecha, cerca de la cual desembocaba la calleja que había seguido; y antes de poner la mano en el contrahecho barril del picaporte, abriose el postigo y apareció en el hueco una muchacha como unas perlas. Negros eran sus ojos, dulces e insinuantes; la tez morena; el rostro oval y un tanto aguileño; la frente sin flequillos ni otros pingajos de la moda, tersa y bien delineada, perdíase en lo más alto entre flotantes ondas lustrosas de una cabellera tan negra como los ojos y las pulidas cejas; los labios, húmedos, un poco gruesos y no tan apretados que no dejasen entrever dos filas de dientes blanquísimos y menudos. Sobre los hombros redondos llevaba una pañoleta roja, de largos flecos, prendida sobre el curvo seno con un broche que a la vez aprisionaba un manojito de malvas de olor y pencas de albahaca. Una sencillísima bata de percal de largos pliegues la envolvía el gallardo cuerpo sin oprimirle ni desfigurarle.

Asombrose Pablo al verla, y exclamó, mirándola de hito en hito:

-¡Ana!... ¿Qué milagro es éste?

-¿Dónde está el milagro? -respondió Ana mirando a Pablo también y remedando su asombro con un expresivo gesto entre risueño y burlón.

-En andar tú por aquí -repuso el mozo con la sinceridad inocentona que le era peculiar; y añadió con la misma-: ¡Si te viera tu padre!...

-¡Pues atúrdete, Pablo! -exclamó Ana con picaresca solemnidad-: de su parte vine.

-¿De su parte?

-Como te lo digo.

-Pero ¿a qué viniste?

-¿A qué venía otras veces? A ver a mi padrino, a ver a tu madre, a ver a María... y a verte a ti, simplón, -añadió Ana, tirándole a la cara una hoja de malva, que había tenido entre sus labios, después de quitarle el rabillo con los dientes.

Pablo no hizo más caso de la hoja que de los mosquitos que zumbaban en el aire. Verdad es que tampoco Ana tomó a pechos la indolencia de Pablo.

-No te creo -insistió éste.- Cuando ha habido monos entre tu padre y el mío, jamás han acabado de repente.

-Y ¿quién ha dicho que hayan acabado así esta vez?

-Tú, cuando vienes a vernos de parte de tu padre.

-Es verdad que vengo; pero con su cuenta y razón, hijo.

-Eso es otra cosa.

-¡Vaya si lo es!... Y en prueba de ello, escucha. Esta mañana me dijo mi padre, paseándose a lo largo de la sala: «¡Estos genios, Ana, estos genios!...». Y como yo sé, por experiencia, que por ahí comienza él siempre a reconocer las flaquezas del suyo y a buscar la paz... ¿Sabes tú, Pablo, por qué había guerra ahora entre tu padre y el mío?

-No por cierto, Ana.

-Pues tampoco yo. ¡Como estos nublados vienen tan a menudo, tan de repente y tan sin motivo!... Siempre que trata de explicármelos, me dice lo mismo: que tu padre es duro de frase, que le contraría, que le acosa y que, por conclusión, le injuria... ¡A él, que va siempre con el compás en la lengua y el corazón en la mano!... No te diré que en lo primero no yerre; pero puedo jurar que en lo segundo dice la pura verdad. Ello es que el buen señor toma estos lances como cuestión de honra; que los toma cada quince días, y que siendo capaz de dejarse desollar vivo por el bien de todos y cada uno de vosotros, se aísla, se encierra, no come, no duerme, y hasta la sombra de esta casa le estorba como el mayor enemigo... Y lo peor del caso es que yo tengo que seguirle el humor. Fortuna que ya todos nos conocemos, porque la maña es tan vieja como tu padre y el mío... ¿En qué estábamos antes, Pablo?

-En que mi padrino te dijo esta mañana...

-Es verdad. Me dijo: «¡Estos genios, Ana, estos genios!...». Hay que advertir que, tres días hace, tuvo carta del marqués de la Cuérniga, el cual señor no suele escribirle sino cuando le necesita; y es también de saberse que después de recibir la carta ha hablado dos veces con Asaduras, señales todas, Pablo, de nuevas borrascas, pero también de que a mi padre le convenía intentar una reconciliación con el tuyo. Ello es que con esta sospecha y las palabras que le oí, apretando, apretando, obliguele a declarar que estaba dispuesto a hacer las paces de cualquier manera, y que quería verse con tu padre, si éste se prestaba a recibirle. Tomé el asunto a mi cargo, vine aquí, hablé con tu padre, abracé a María y a tu madre, charlé con ellas hasta quedarme sin saliva en la boca... en fin, hombre, viví en una hora lo que había penado en quince días.

-¿Y mi padre?

-Tu padre, diciéndome: «pues por mí no ha de quedar», tomó el sombrero y se fue a mi casa.

-¿Y en qué paró la entrevista?

-Eso es lo que yo no sé, porque mi padrino no ha vuelto todavía, y hace más de dos horas que está con el tuyo.

-¡Siempre lo habrán puesto peor que estaba!

-Me lo voy temiendo; y por eso me largo a enmendarlo en lo que pueda. ¡Ay, qué genios, Pablo! No, pues yo te aseguro que de hoy en adelante no he de pagar culpas ajenas. ¿Riñen? Que riñan. Vosotros y yo tan amigos como siempre. ¿No es cierto? A buena cuenta, ya tengo el desahogo que acabo de darme. ¡Ay, Pablo!, no me cabía ya más en el corazón... Porque yo le doy esta cruz al más valiente, y a ver cómo la lleva.

-La verdad es, Ana, que no se creerían esas cosas a no verlas. ¡Dos familias que tanto se quieren, vivir en perpetua enemistad por un quítame esas pajas! Malo por lo que a uno le duele, malo por el bien que no se hace, y peor por el escándalo que se da.

-¡Los genios, Pablo, los genios!

-Dí el genio, Ana... porque el de tu padre es insufrible por quisquilloso y aprensivo.

-¡Ingrato! ¡Bien haya lo que te quiere!

-Y bien sabe Dios cómo se lo pago. Por eso me duelen tanto estas cosas, Ana.

-¡Pues qué diré yo de mí, Pablo? Tú, al fin, cuando vienen estas borrascas, esparces al aire libre la parte que te toca de ellas, y dentro de tu casa tienes con quién hablar, con quién reír... Yo no tengo nada de eso; ni siquiera el recurso de disculparos, porque se toman las disculpas a parcialidad, y lo pongo peor. Hay que dejar la tormenta que se desahogue por sí o por obra de una casualidad que a veces tarda un mes en presentarse; y, en tanto, soledad y cárcel... Y paciencia; porque, al cabo, él es quien es, y bueno y cariñoso hasta tal extremo, que yo no sé qué le atormenta más en sus arrechuchos, si el dolor de la supuesta ofensa, o la pesadumbre de vivir sin trato con los que le han ofendido. ¿No te parece, Pablo, que debiéramos conjurarnos todos contra esa mala costumbre?... Que se alborotan ellos... Pues nosotros como si tal cosa: yo a vuestra casa, y vosotros a la mía.

-Ya se ha intentado ese medio alguna vez.

-Pero sin arte, Pablo, y sin resolución: al primer bufido de mi padre, no se os ha vuelto a ver por allá.

-Ni a ti por acá, Ana.

-Porque me dejáis sola enfrente del enemigo, ¡caramba! Pero ayudadme un poco y veréis cómo le venzo y hasta hago imposibles esas guerras que me acaban... ¡Me acaban, Pablo! Por eso quiero que ésta sea la última; y lo será, o perezco en ella... Conque hazme el favor de no entretenerme, y déjame pasar, que estoy perdiendo un tiempo precioso.

-Pues rato hace, Ana, que tienes despejado el camino; y por donde te agarro yo, el diablo me lleve.

Mirole Ana por debajo de las cejas, fruncidas por efecto de una sonrisa burlona en que envolvió toda su hermosa y picaresca faz, y le tiró con otra hoja de malva que había arrancado poco antes del ramillete del pecho.

-Hijo, ¡qué peste eres también..., a tu modo! -dijo al mismo tiempo.

Y recogió los pliegues delanteros de su falda con ambas manos; y ágil y esbelta, partió hacia su casa, atravesando el campuco como diz que se deslizan las ninfas sobre las ondas del lago.

Pablo, sin darse por entendido de este hecho ni de aquel dicho, entró en el corral y cerró la portalada. De modo que cuando Ana llegó a la suya no tuvo en qué satisfacer la curiosidad que le hizo volver la cabeza hacia la portalada de enfrente, y quedaron allí perdidas, por falta de recibo, una mirada y una sonrisa que se hubieran disputado a estocadas los galanes de Lope y Calderón.

Como su padre andaba aún fuera de casa, Pablo, antes de subir a ella, quiso darse una vuelta por las cuadras, a la sazón punto menos que vacías. Sólo dos parejas de bueyes y algunos ternerillos había al pesebre. El resto del ganado, pocos días antes llegado del puerto, andaba al pasto en el monte al cuidado del pastor del lugar, que lo recogía por la mañana y lo entregaba al anochecer. La disposición de aquellas cuadras era obra del magín de Pablo, y acuerdo suyo también el régimen a que estaba sometido el ganado. Natural era la satisfacción que el mozo sentía, viéndole tan gordo y lozano, en pasarle la mano por el lomo, en llamar a cada bestia por su nombre, en increpar duramente a la que no comía hasta limpiar el pesebre, y en confundirla con el ejemplo de la que no dejaba en el fondo ni la grana. Pues, ¿y los becerrillos? Horas se pasaba con ellos rascándoles el testuz y dándoles palmaditas en la cara. ¡Y cómo se arrimaban ellos a él, y le miraban con sus ojazos bonachones, y se iban adormeciendo poco a poco con el cosquilleo y presentando la cerviz para que también se la rascara; y después las orejas, y luego el pescuezo, y vuelta al testuz y a la cara! Y cuando se cansaba Pablo, la mimosa bestezuela le golpeaba suavemente con la cabeza, le lamía las manos y tornaba a presentarle la cerviz. Lo cierto es que, fuera del corderillo, no hay otro animal de faz más atractiva ni que más se haga querer.

Mientras nuestro mozo se entregaba a estos entretenimientos, arriba aguardaban su madre y su hermana, con la mesa puesta y haciendo labor cerca de ella, el resultado de la entrevista de los dos compadres; lance que las tenía sumidas en graves aprensiones, bien reflejadas en el desasosiego de que ambas estaban poseídas.

Sentábale a maravilla esta inquietud a la joven, cuyo nombre ya conocemos por boca de Ana; pues daba viveza y grande expresión a su fisonomía, de ordinario, aunque bella por lo correcta y frescachona, mansa y serena, como esas noches de verano sin rumores, sin frío ni calor, que se contemplan con gusto, pero en perfecto reposo del espíritu y del cuerpo. Sus ojos negros, más meditabundos que habladores, brillando a la sazón con vivo fuego sobre el rosado cutis, y sus labios húmedos, graciosamente contraídos, pregonaban interiores batallas, señal de que en aquel lago apacible también cabían agitaciones y tempestades. Representaba la edad de Ana, y con la sencillez de ésta vestía, aunque no con tanto donaire, porque éste no es obra de las perfecciones plásticas y esculturales que abundaban en María acaso más que en Ana, sino de un misterioso equilibrio de proporciones y de sensibilidad entre el alma y el cuerpo, don de la naturaleza que no se adquiere por conquista.

Cuanto puede parecerse una rama al tronco de que procede, se parecía nuestra joven a su madre, señora de aldea, sana y bien conservada, sin afeites ni aliños exagerados; antes bien, peinada y vestida con tal sencillez y modestia, que sólo en lo pulido de su cutis, señal de que éste andaba lejos de las injurias del trabajo al aire libre, revelaba la jerarquía. Verdad es ésta de la sencillez y modestia en el ordinario arreo, propia no sólo de las señoras de labradores ricos montañeses, sino también de las damas empingorotadas y linajudas, si son muy apegadas al terruño solar. Digámoslo en honra de la Montaña y de las montañesas.

Poco hablaban madre e hija, y eso poco en frases breves entre largos espacios de silencio, para apuntar una sospecha o fundar una esperanza. El tema era siempre el mismo: lo que tardaba el ausente y lo que podía significar la tardanza.

Al cabo, se oyeron pasos en la escalera y apareció Pablo en la sala, y poco después, su padre. Representaba éste, y yo sé que los tenía, más de cincuenta años; no era muy alto, pero fornido y sano; de rostro abierto y noble; limpio y frescote y bien afeitada la espesa y recia barba; corto, áspero y muy apretado aún el pelo gris de su cabeza; lento y bien aplomado en el andar; los brazos un tanto arqueados; las manos anchas, musculosas y entreabiertas; la voz sonora, varonil y bien entonada; el traje holgado, de buen género, pero de modesto corte.

-Vamos a comer, que harto habéis aguardado, -dijo al entrar, mientras su mujer y su hija se levantaban a recibirle. Y no dijo más por entonces, ni en su semblante pudieron leer nada las curiosas miradas de su familia.

Se sirvió la sopa; sentose el patriarca a la mesa; bendíjola, según costumbre, después de ocupar cada cual su puesto; y andábase muy cerca ya del clásico estofado, cuando aquél refirió en compendio lo que el curioso lector hallará más adelante con los debidos pormenores.