Comenzaba el mes de octubre; parecía el fresco retoño de la vega tapiz de terciopelo, y las ya amarillas panojas se oreaban en los maíces despuntados, dentro de la seca envoltura, que chasqueaba y crujía, como estrujado papel, al secar sobre ella el calor del sol el rocío de la noche. Andaba rayano el mediodía; inmóvil estaba el follaje mustio, mal adherido a las ramas; podían contarse los árboles en el monte, por lo cercanos que los fingía la vista, y el ciclo, como barrido de nubes en lo alto, las tenía amontonadas hacia el horizonte, revueltas las blancas con las negras, las nacaradas y las rojas.

Las témporas de San Mateo habían quedado de sur; y según el almanaque montañés, así debía seguir el tiempo hasta las de Navidad; lo cual vendría de perlas para secar el maíz y las castañas, y asegurar una excelente pación a los ganados al derrotarse las mieses. Y el pronóstico se iba cumpliendo hasta entonces. Estaba, pues, el día como de sur en calma: bochornoso y pesado. No es de extrañar que a aquellas horas gustara la sombra como en el mes de agosto.

Tomábanla con notoria complacencia, sentados en el banco de la Cajigona, dos sujetos: mozo el uno, en la flor de la juventud; sombreado el rostro lozano por un bigotillo negro y brillante, con el pelo de su cabeza, a la sazón descubierta, también negro y recio y corto; la frente angosta y no mal delineada; la boca fresca y no grande; los dientes blanquísimos y apretados; los ojos un tanto asombradizos y curiosos, como de persona impresionable que se estima en poco. Correspondía a la cabeza el cuerpo gallardo, y había soltura y gracia en todos sus ademanes y movimientos. Vestía un traje holgado, no cortado seguramente por el sastre de la aldea; y como el calor le molestaba, había deshecho el leve nudo de la corbata y soltado el botón del cuello de la camisa, por cuya abertura se entreveía su rollizo y blanco pescuezo, sin barruntos de nuez ni asomo de costurones.

El otro personaje no se le parecía en nada. Estaba marchito y ajado, más que por la edad, por la incuria y el desaseo, que se echaban de ver en su barba mal afeitada, en su ropa sucia, en sus uñas negras, en su camisa deshilada y en sus dedos chamuscados por el cigarro. No era su rostro desagradable; pero se reflejaba en él un espíritu dormilón y perezoso.

Este tal, quedándose con la apagada colilla del cigarro entre los labios, llegó a decir al joven, que recorría con los ojos cielo, montes y campiña:

-¿Conque, al fin, ahorcaste los libros?

-Sospecho que sí, -respondió el mozo, recostándose en el campestre respaldo sobre el lado izquierdo, y poniéndose a arrancar con la diestra yerbas y flores maquinalmente.

-Has obrado como un verdadero sabio, -añadió el otro.

-¿Por qué?

-Porque nada hay que estorbe tanto como el saber.

-¡Caramba!, me parece mucho decir eso.

-Pues es la verdad pura. No concibo el ansia de saber por mera curiosidad.

-¡Oh!, pues yo sí.

-¡Mucho!... ¡Y has arrojado los libros por la ventana!

-No tanto, señor don Baldomero.

-¡Cosa que más se le parezca!...

-Dejar los estudios, no es tomarlos en aborrecimiento.

-Tampoco en estimación, amigo Pablo.

-Pero como dice usted que el saber estorba...

-Y lo repito, y aun te añado que el deseo de saber no es otra cosa, en mi concepto, que un afán que hay en las gentes de meterse en lo que no les importa.

Asombrose el joven; miró al nombrado don Baldomero, y atreviose a responderle, no muy seguro de tener razón, pero sí de decir lo que sentía:

-No creo yo, ni creeré nunca, que el saber sea un estorbo: antes admiro y reverencio a los hombres que saben; pero me conozco ¿está usted? Y porque me conozco, sé que no he nacido para sabio ni para mucho menos.

-Luego te estorban los libros.

-No, señor: me estorban los que me daban en la Universidad; me estorba la Universidad misma, porque cada hombre nace con sus inclinaciones, y las mías no van hacia ese lado. Por lo demás, yo he estudiado mucho, créame usted, don Baldomero, ¡muchísimo! Me he pasado noches en claro y semanas en vilo, porque, al cabo, tiene uno amor propio; y, gracias a estas faenas, no he perdido el tiempo, es decir, he ganado todos los cursos; pero esto no es estudiar ni aprender, ni siquiera aprovechar el tiempo.

-Ergo la borrica tiene sabañones.

-Ni asomo de ellos, señor don Baldomero... digo, créolo yo así; y verá usted por qué. Yo tenía condiscípulos que parecían cortados para aquella carrera: sueltos de palabra, finos de entendimiento... ¡me embobaba escuchándolos, y me aturdía viéndolos bullir y revolverse y cautivar los ánimos! Serán grandes jurisconsultos; brillarán en el foro; escribirán libros; irán a las Cortes... Y hasta serán ministros, sí, señor, porque lo valen y lo merecen; pero estas prendas las da Dios, y a mí no me alcanzó ninguna de ellas en el reparto; y no alcanzándome, me gusta que las luzca el que las tiene; y, aunque las admiro, no las envidio, por lo mismo que me conozco... Mire usted, hombre, no es vanidad; pero creo que no se me altera el pulso si me hallo cara a cara con el lobo en un callejo del monte; y entro en cátedra, y tiemblo delante del profesor; colgado de la última rama con una mano, y con el hacha en la otra, desmocho una cajiga, si es preciso, sin que me asuste la altura ni el trabajo me fatigue; y entre mis compañeros de clase soy torpe, encogido y flojo; en las calles tropiezo con los transeúntes y los coches, y el ruido y el movimiento me marean, y las casas enfiladas me entristecen; en el teatro me duermo y en la posada me ahogo; y en la posada, y en la calle, y en el teatro, y en la cátedra, yo no pienso en otra cosa que en Cumbrales, y en cuanto hay en Cumbrales, y en esta cajiga, y en este banco, y en esta sombra, y en esta fuente...

-Justo: en la vita bona.

-¡Le digo a usted que no! Lo que sucede es que esta cajiga, y este banco, y esta fuente y cuanto los ojos ven desde aquí y pueden abarcar desde lo alto del campanario, lo tengo yo metido en el alma, con la rara condición de que cuanto más me alejo de ello, más hermoso lo veo... En fin, hombre, hasta oigo las campanas de la iglesia, y huelo el hinojo de estas regatadas. ¿Quiere usted más?

-¡Coplas, coplas, hojarasca... poesía huera!

-¡Si parece mentira lo que se ve desde lejos, mirando hacia la tierruca con los ojos del corazón! Si es en abril y mayo, jurara que veo a mis convecinos arando en la vega, o moliendo los terrones con los cuños del rastro, o cubriendo los surcos después de la siembra; si es en junio, cuando ya verdeguea el maíz sobre el fondo negro de la heredad, que oigo los cantares de las salladoras, y que las veo en largas filas, con el sombrero de paja, la saya de color y en mangas de camisa. ¡Pues dígote en agosto! Los maíces con pendones ya; y entre maizal y maizal, los segadores tendiendo la yerba del prado, con sus colodras a la cintura, y las obreras deshaciendo el lombío con el mango de la rastrilla, o atropando con ella la yerba oreada, y amontonándola en hacinas... Y luego entrar el carro con sus horcas y dobles teleras; y horconada va y horconada viene; la moza de arriba, acalda que te acalda; y otras, desde abajo, peina que te peina la carga con la rastrilla; y la carga, sube que sube y crece que crece, hasta que debajo de ella no se ven ni el carro ni los bueyes; y eche usted las tres cordadas, y arrímese al testuz de las bestias, ahijada en mano, y lléveme a pulso aquella balumba por cuestas y callejones sin entornarla; y empáyemela usted con aquella porfía entre el que descarga la yerba y el hormiguero de gente que la toma al boquerón del pajar, y la lleva hacia dentro y la acalda, sin que pelo quede de una horconada al boquerón cuando otra nueva viene del carro; porque ignominia fuera para los que empayan, no dar abasto al descargador. Pues que avanza octubre y se coge el maíz; y déme usted las deshojas, y tómate la siega del retoño, y el derrotar las mieses... ¡como si lo tuviera delante, don Baldomero; lo mismo que si lo tocara con las manos, veo yo todo esto y mucho más en cuanto me alejo de aquí! Lo veo, lo palpo... Y lo huelo; porque no me negará usted que, en punto a olores, éstos del campo de Cumbrales parece que vienen de la gloria.

-¡Echa, hijo, echa, que ya te vas enmendando! Túvete antes por poeta, y ahora me pareces loco, si es que ambas cosas no andan siempre en una pieza.

-¡Poeta y loco por lo que le cuento a usted!

-¿Y qué es lo que me cuentas ¡oh Pablo amigo!, sino lo que se lee en copias y romances de gentes desocupadas y soñadoras?

-Será que no me he explicado yo bien. ¡Si uno supiera decir todo lo que siente y del modo que lo siente!

-¡Para el demonio que te escuchara entonces! Desengáñate, Pablo: por muchas vueltas que des a esas pinturas, no pasan de hojarasca, y, en substancia, haraganería pura.

-¡Cáspita! Eso sí que no..., digo, paréceme a mí. Andaría usted cerca de la verdad, si todas esas cosas me entusiasmaran a ratos, o en los libros, o vistas desde mi casa, muy arrellanado en el sillón; pero usted sabe muy bien que no hay faena de labranza ni entretenimiento honrado aquí, en que yo no tome parte como lo pueda remediar, y que tengo cinco dedos en cada mano como el labrador más guapo de Cumbrales; y ha de saber desde ahora, si antes no lo ha presumido, que quisiera perder el poco respeto que tengo a la levita de la casta, para hacer muchas cosas que hoy no hago por el qué dirán las gentes. Si esto es afán de holganza, holgazán soy sin propósito de enmienda; pero sea lo que fuere, esto es lo que me gusta y para ello me creo nacido; con lo cual vuelvo al tema de antes: que no me estorban los sabios. Ni ellos sirven para la vida del campo, ni yo para la del estudio; porque Dios no ha querido que todos sirvamos para todo. Cada cual a su oficio, pues no le hay que, siendo honrado, no sea útil; y útiles y honrados podemos ser, ellos en el mundo con la pluma y la palabra, y yo en Cumbrales con mis tierras y ganados... Y en Cumbrales me quedo; porque mi padre, que nunca quiso hacerme sabio a la fuerza, piensa como yo, tiene amor a sus haciendas, y no le pesa que otro se encargue de administrarlas bien cuando él no pueda atenderlas... Y aquí tiene usted todo lo que hay acerca del particular.

Calló el joven, dicho esto; y cuando ya no había al alcance de su mano derecha flores ni yerbas que arrancar, cambió de postura en el asiento; recogió vega y horizontes con la vista, y comenzó a golpear con las rodillas, estiradas las piernas, las manos y el sombrero que metió entre ellas. No había hablado para porfiar ni para convencer, sino para decir lo que sentía, y le tenía sin cuidado lo que pudiera replicarle don Baldomero.

El cual, después de rascarse la cabeza por debajo del sombrero, que quedó ladeado, lanzó de un soplido la colilla que saboreaba rato hacía entre sus labios, tendiose sobre la nuca después de envolverla en sus manos entrelazadas, y exclamó:

-¡Música celestial!

Pablo se encogió de hombros, y continuó devorando con los ojos cielo, montes y llanuras.

-Y nada más que música -continuó el otro-; porque si admito que te animan propósitos de trabajo y no de holganza, y te cambio el apodo de poeta por el de guapo chico, lejos de probarme, en cuanto has dicho, que el saber vale para algo, has demostrado lo contrario con lo que has hecho.

-Pues no sé explicarme mejor, -dijo Pablo.

-No lo haces del todo mal para los años que tienes -replicó don Baldomero-. La dificultad está en la cosa misma, que por sí es indefendible. Y si no, dime, ¿qué demonios de tajada saca el mundo con que un sabio le diga, después de estarse despistojando veinte años, encorvado detrás de un telescopio: «Yo veo en el cielo una estrellita más que ustedes?...». Pues a mí me sobran más de la mitad de las que hay en él a la vista... Y a ti también, Pablo. Que va a aparecer un cometa el mes que viene... Pues ya le veremos cuando aparezca; y si no hemos de verle, ¿de qué sirve el anuncio? Que el sol pesa tantos millones de quintales... Pues dele usted memorias. Que si Aristóteles dijo o Platón sostuvo, o que si el pensamiento antes o si la palabra después, o viceversa; y allá van pareceres, y disputas... Y linternazos... ¿No es esto sandio, y ridículo y estúpido? Pues vengamos a lo práctico, a lo que se llama ciencias de primera necesidad: la física, la química, la mecánica... ¡Afán, como te dije al principio, de meternos en todo lo que no nos importa! Que se acostumbre el hombre a vivir con lo que tiene a sus alcances, y verás como no se le da una higa por toda esa batahola de conquistas científicas con que tanto se pavonea el presente siglo.

-¿De manera que usted está por el tapa-rabo? -dijo Pablo.

-Lo que estoy es cada día más satisfecho de no conocer el tormento de la curiosidad; y bien sabes que predico con la fe de la experiencia. Mi padre, que todo lo funda en la ley del progreso porque estuvo en Luchana con Espartero, tuvo el mal acuerdo de gastar su paga de retirado y las rentas de su hacienda, en darme la carrera de abogado, porque tenía gran empeño en hacerme hombre de pluma y de palabra para luchar por la causa de la libertad en el campo de las ideas, después de haber vencido él a la tiranía en el de la batalla; pues no hay quien le saque de que entre el Duque y él, solitos, vencieron al «perjuro». En vano le dije lo mismo que te he dicho a ti, y hasta le rogué que no me sacara de estos andurriales para meterme en aventuras que no cuadraban con mi carácter. Tuve que obedecerle; y a rempujones y de mala gana, llegué a tener el título de abogado: como si me hubieran dado una copla a dos cuartos. Si las causas eran feas, no me encargaba de ellas por repugnancia; si eran dudosas, porque no quería calentarme los cascos buscando una razón que no me importaba dos cominos; y si el derecho estaba claro, proponía un arreglo entre las partes para ahorrarnos tiempo, desvelos, honorarios y disgustos. Con este sistema me desacredité en un año: borréme de la matrícula por falta de negocios, y diéronme, a ruegos de mi padre, la secretaría de este ayuntamiento. Tampoco debí de hacerlo muy bien en este cargo, porque a los diez y ocho meses me le quitaron, so pretexto, no mal fundado, de que no había en los libros municipales una sola acta escrita desde que estas cosas corrían de mi cuenta. ¡Si vieras, Pablo, qué feliz soy desde entonces, es decir, desde que, libre de todo cuidado, como el ollón patrimonial, y visto y fumo con lo poco que le sobra en su bolsa verde al héroe de Luchana! Y como éste se ha convencido de que yo no nací para otra cosa, y le acompaño sin serle muy gravoso, déjame vivir así, «ni envidioso ni envidiado», como dicen que dijo un fraile poeta.

-Corriente; pero usted se halla bien así porque ese es su genio, y otros, porque le tienen distinto, no podrían con la vida que usted trae.

-Pues eso es, Pablo amigo, lo que yo no comprendo; es decir, que el no hacer nada ni pensar en nada ni apurarse por nada, pueda ser incómodo a ninguna persona que tenga sentido común. Ahí tenemos ahora, a dos pasos de nosotros, las partidas carlistas: gentes hay en este pueblo que aseguran haber oído los tiros a la parte de allá del monte, y acaso tengan razón. Que vienen, que no vienen; que pasarán o que no pasarán por aquí; que son muchos, que son pocos; que cobardes, que valientes; que buenos, que malos; que si triunfan, que si corren; y todo se vuelve indagar y preguntar; y aquí temores, y allá esperanzas, y acullá porfías, y en todas partes la curiosidad y el ansia. ¿Y para qué, señor? Españoles somos todos, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga. Que gane Juan o que gane Diego, de mí no se ha de acordar nadie para sentarme a la mesa. Pues dejemos rodar la bola; y cuando pare, ella, por la cuenta que le tiene, nos dirá en dónde. ¿A quién aprovecha la saliva que se gasta en disputas y el sueño que roban miedos y desazones? ¡Pues dígote mi padre! ¡Qué vida la suya, Dios eterno, desde que se armó de nuevo la guerra civil! ¡Qué invocar al Duque y a los manes de Riego y del Empecinado! ¡Qué bruñir el espadón de Luchana, y soñar con tajos y mandobles al perjuro, y renegar de los años que le amarran al hogar cuando la patria peligra y el faccioso bravea! ¡Y qué de ponerme a mí de mal hijo y de mal patriota porque me río de sus afanes y me duermo tan tranquilo al son de los cañonazos! Ahora le ha dado por revolver el pueblo para ponerle en armas, por si el caso llega. Hoy anda hecho una pólvora con las bolas que han corrido. ¡El demonio es el entusiasmo de la curiosidad!

En esto se oyó la campana mayor de la iglesia.

-Al mediodía tocan ya, -dijo Pablo levantándose.

-Pues cata a mi padre volcando la puchera, -respondió don Baldomero, sacudiendo su pereza y poniéndose de pie.

Y ambos, jugueteando Pablo con el sombrero y dándose aire con él, y don Baldomero, con el suyo echado sobre una oreja y las dos manos hundidas hasta cerca de los codos en los rasgados bolsillos del pantalón, tomaron el sendero cuesta arriba. A la mitad de ella se dividía éste en dos, formando una Y.

En el vértice del ángulo dijo Pablo, que iba delante, volviendo un poco la cara hacia don Baldomero:

-Que aproveche.

-Lo mismo digo, -respondió el otro.

Y Pablo tomó por el lado derecho, y don Baldomero por el izquierdo, porque sus respectivas casas estaban en opuestos extremos de un mismo barrio del lugar.