El retrato (Reyes)

El retrato
de Arturo Reyes

No esperaba, por cierto, Paco el Churumbela la acogida que iba a tener, y riente y satisfecho, como hombre a quien la dicha sonríe perpetuidad, penetró gallardamente en su cubril, arrojó también gallardamente el sombrero sobre la cama, que incitaba al reposo con su tersa superficie, su colcha limpísima y sus nítidas almohadas, y tras dejar escapar un suspiro de satisfacción al encontrarse en aquel su nido, que hablaba muy alto de las dotes de mujer pulcra y hacendosa que adornaban a Rosario, sentóse en la vieja mecedora donde solía dormir sus siestas en las tardes calurosas del estío.

Y meciéndose en ella suavemente, cruzadas las piernas, entornados los párpados y las manos sobre el incipiente abdomen, pronto hubiérase quedado dormido nuestro protagonista a no penetrar en la estancia Rosario la Caperusa, mal sujeto el negrísimo pelo, que caíale en partidas bandas sobre la curva frente y en encrespados bucles sobre la nuca; luciendo, erguida, la figura escultural, atensada la chaquetilla sobre el provocativo seno, relampagueantes los magníficos ojos y mordiéndose los gruesos y encendidos labios con la más bella dentadura que ha engarzado en humanas encías Santa y Pródiga madre Naturaleza.

-¿Has venío ya, delirio? -preguntóle el Churumbela, entreabriendo los ojos al sentir los pasos de la mujer querida.

-¿Y se puée saber qué es lo que viene usté a buscar en esta casa? -le preguntó a su vez Rosario con los brazos en jarra y mirándole como si pretendiera convertir sus ojos en acerados látigos.

Paco, ante aquella inesperada pregunta, comprendió que algo para él desconocido había convertido por millonésima vez el lago en torrente y el antílope en pantera. Pero, como acostumbrado que estaba a aquellas salidas de tono, le repuso con acento irónico y cariñoso:

-¿Que qué es lo que busco yo aquí? ¡Qué ha de ser, salero!

Lo que busco tos los días: la miel pa mis panales y las alegrías pa mi corazón y el recreo pa mis pensamientos. ¿Tú te enteras? Eso, eso es lo que yo busco por estos jardines.

-Pos ve tirando los chambeles en otras aguas, porque yo ya me he muerto pa ti y tú ya te has muerto pa mí. ¿Tú te enteras?

-Pos mira tú, yo no me había enterao de que ya estábamos difuntos.

-Déjate de chuflas y a montarte en tus brodequines y a picar espuelas y a salir de estampía, que ya aquí me estás estorbando y que no quiero volver a verte ni en cromo tan siquiera.

-¿Y eso por qué, señora? ¿Es que ha tenío usté esta noche una pesaílla?

-Un tiro que te den por charrán que eres, que pa charrán te echó tu madre al mundo, pa charrán y pa quitarme a mí la vía. Pero no, no me la quitas y no me la quitas, no porque tú no quieras, sino porque a mí no me da la repotente gana.

-Pero ¿qué estás diciendo? ¿Qué mala hierba has pisao? ¿A qué viene esa granizá de cosas esaborías? ¿Qué te he jecho yo pa que te haiga dao el tifus tan de mañana?

-¿Que qué has jecho tú? Tú, na; tú no jaces nunca na. ¡Tú, tú qué has de jacer na malo nunca! ¿Cuándo ha sío malo tener un serrallo en ca esquina? Eso no es malo, pero ya estoy jartica de aguantarte carros y carretas y carretones, y lo único que quiero ya es que cojas el portante y te vayas y te pudras con tu nueva abanderaíta; pero otra vez ten más cudiaíto cuando te den un retrato y no te lo dejes orviao, y toma el que te dejaste ayer, que güele mal, que me tiene apestá la casa y he tenío que gastarme una fortuna en romero.

Y al decir esto, dirigióse Rosario rápida, briosa, vibrante de ira hacia la cómoda.

Paco se puso densamente pálido. ¡Pícara cabeza la suya! Comprendió que sobrábale razón a Rosario hasta por la tapa de los sesos, y no atreviéndose a esperar que le devolviese el retrato que hubo de dejarse olvidado por su mala fortuna, levantóse de un brinco, cogió el sombrero, y momentos después murmuraba alejándose de la casa, como perseguido por una jauría:

«¡Cuarquiera, cuarquierita aguanta sin paraguas la tormenta que se me ha desencadenao cuando menos lo esperaba!»



- II -

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El hondilón estaba ya lleno de parroquianos cuando penetró en él el señor Toño el Clavijero, uno de los más viejos y típicos representantes de la guapeza andaluza, que oficiaba de oráculo entre los menos clarividentes del distrito y que por ende tenía el buen o mal gusto de ser gran amigo de Paco y de su casi consorte, Rosario la Caperusa.

-Aquí me tiée usté, señor Toño -exclamó al ver penetrar a éste en la taberna Paco el Churumbela, que entreteníase en despabilar lentamente algunos chatos colocados sobre la mesa, en correctísima formación.

-Chavó, ¿por qué no te has dío al sótano! -dijo el viejo, avanzando por entre los concurrentes y repartiendo sonrisas y apretones de manos y alguna que otra zumba con que contestaba al fuego graneado de chirigotas con que era por ellos acogido.

-Siéntese usté y beba usté y consuéleme usté, que estoy que me ajogo con un pelo hembra -díjole Paco al viejo tras estrechar la mano que éste le tendía.

-Lo de siempre, chavó. Y mira tú que me duele la boca y tengo hinchás las encías de predicarte más que si fuese un padre misionero. Pero tú, na; tú creyéndote que si Dios jizo las mujeres no las jizo más que pa tu recreo, y eso, como toas las cosas der pícaro mundo, tiée sus flores y tiée sus espinas, que de to da er monte, y lo que no pasa en una eterniá, pasa en un minuto, y er que mucho brinca ar fin se cae. Y eso te ha pasao: que lo que es ahora te has caío de verdá y te has lastimao de la parte más delicá de tu presona.

-Ha estao usté ya en casa de Rosario, ¿verdá usté? -preguntóle Paco con aire meditabundo.

-De allí vengo por mi malilla suerte.

-¿Y qué? Está la gachí que embiste de brava, ¿verdá usté?

-Ca, no, una miajita. Armao en corso el perfil, pero na más que una miajita; esta vez la cosa no le ha jecho mucha mella, y es que me parece a mí que a esa paloma se le va acorchando er corazón pa con tus cosas y ca vez le duelen menos, lo cual no tiée na de particular, porque la verdá es que le has dao tú tantísimos rempujones pa jecharla de la jaza de tu querer, que voy yo ya creyendo que a la fin y a la postre vas a salirte con la tuya.

-¿Eso cree usté, señor Toño? ¿Eso cree usté?

Y el menos lince hubiese podido notar que le temblaba la voz al hacer aquella pregunta a Paco el Churumbela.

-Hombre, te diré -repúsole el viejo con aspecto un tantico turbado-. A mí lo que me parece es lo que te digo. Yo ya, a juerza de sufrir chichones y descalabrauras en la vía, he aprendío mucho, que la vía enseña más y mejor que toítos los catedráticos, y yo ya he aprendío a calar más que un buzo con la pupila y con el pensamiento, y a un convento le cuento yo las monjas na más que con mirar a la celosía, ¿Tú te enteras?

-¿Y usté cree...?

-Yo creo lo que ya te he dicho: que ar fin te vas a salir con la tuya, porque la verdá es que tú has jecho ya la mar de méritos pa que Rosario te condecore con la de «Vete y no güervas». Y... lo que pasa, le das un gorpe ar cantarillo y na; le das otro y otro y otro, y na tamién; pero a la larga se esconcha y aluego se casca y aluego arremata por romperse, que es propiamente lo que a ti te ha pasao con er querer de esa gachí, que tantísimo lo has gorpeao con er martillo de los celos, que de lo que fue a lo que es hay un tirón como de aquí a la Argentina.

Paco habíase ido poniendo densamente pálido a medida que hablaba el viejo, y cuando éste hubo concluido, exclamó, golpeando nerviosa y automáticamente con un pie sobre el entarimado suelo:

-Luego usté cree que...

-Hombre, te diré. Creo que lo que debes jacer es ahuecar el ala y no asomar más la cresta por aquella nasa, que fue uno de tus más bonitos recreos.

-¡Pero si eso no puée ser! Si a esa gachí la quiero yo más que al cielo, si esa gachí es pa mi el sol que me calienta y el pájaro que me canta; si yo sin ella no podría ni respirar; si es que yo soy más esgraciaíto que el Postigo de San Agustín, señor Toño; si es que yo soy la mar de desgraciao.

-¡Camará!, desgraciao tú, y por mo de ti le van a tener que jacer otro pabellón a la Inclusa, y por mo de ti tiée una mella la pila de la parroquia. Desgraciao tú, ¡camará!, y no hay chusco en cualisquier negocio que no haga pará y fonda en tu faltriquera, ni jembra que no te pique en er pico, y te sobra salú y no hay naide que no te estime. ¿Pos qué quieres tú ya, guasón? ¿Quieres que te alevanten una estatua o que te metan en una jornacina o que te barnicen de muñequilla toítas las mañanas?

-Na de eso quiero yo. Yo lo que quiero es que me domestique usté de nuevo a mi Rosario.

-Pos eso es más grande que er día del Corpus, y eso no lo jago yo poique no puée ser, poique ese retrato que te ha cogío le ha jechao el último terroncico de sal en la mollera, y peírle a esa gachí que te quiera de nuevo es peírle a la luna dos varas de percalina. ¿Tú te enteras?

-Pero es que los quereles no se orvían asín como asín; es que una esaborición de una hora no tira abajo un castillo fuerte, y un castillo fuerte es el querer que esa gachí me ha tenío.

-Te lo tuvo, pero se jace preciso platicarlo to. Desde que te cogió en el otro trapicheo, en el de la de los Lunares, encomenzó ella a jecharle agua al vino y a darse contra vapor y a mirar hacia la puerta de la calle, y como ya ha llovío tantas veces sobre mojao, ¡pos velay tú! Hoy, cuando llegué a la casa, me la encontré más fresca que una lechuga, y más fresca que una lechuga me enseñó el retrato de tu nuevo ídolo (que, por cierto, no es mala jembra), y asín que me enseñó el retrato, lo jizo media docena y endispués metió mano ar pecho y... ¡Camará!, si yo no sé cómo decirte esto que quiero decirte der mo que menos te rejelee.

Y el viejo, deteniéndose en su narración, empezó como a buscarse con las puntas de los dedos entre los blancos mechones la fórmula más adecuada para seguir su relato.

-Dígalo usté de cualisquier modo -exclamó Paco, con las manos crispadas y el semblante contraído.

-Pos bien, ¡a Roma por to! De toas maneras, hay que decírtelo. Pos conforme te iba diciendo, Rosario jizo seis el retrato de tu nueva surtana, se metió la mano en aquer proigio que Dios le puso por pecho, y na, que se sacó de él otro retrato y le soltó un beso al otro retrato, que es el de un gachó que yo conozco y que vale tanto como tú, y coste que en esto ni te ofendo ni te alabo.

-¿El retrato de un hombre? ¿De qué hombre? -preguntóle Paco, incorporándose lívido y amenazador y cogiéndole al par bruscamente por la solapa de la chaqueta.

-A ver si no le fartas al respeto a mi americana, que es una probetica vieja que no se mete con naide.

Y al decir esto hacíale el viejo soltar a Paco la solapa, mirándole con imponente fijeza.

-Pero ¿de quién era el retrato? ¿De qué hombre se trata? ¿Quién es el que se atreve a pisotearme el corazón? Dígamelo usté ya, agüelito, por lo que usté más quiera en el mundo.

-Vaya si te lo diré. Es más, te daré el retrato, que pa dártelo se lo quité a ella. Pero no te lo doy si no me juras antes que no has de ir a buscarlo poique no quiero yo llevar peso de más en la consencia.

-¡Déme usté ese retrato! -rugió el Churumbela, avanzando hacia el viejo en amenazadora actitud.

-¡Pos no lo tomas tú mu a pecho, chavó! ¿Y qué vas a conseguir con ponerte de esa manera? Yo te doy el retrato, pero pa ti como si fuera er del moro Muza. ¡Como que yo ya estoy arrepentío de habérselo quitao a Rosarito, que me costó quitárselo más fatigas que cuesta domar un tigre hircano!

-Déme usté el retrato, démelo usté ya, agüelito -repitió el Churumbela.

Y de tal modo hubo de decir aquello Paco, que comprendiendo el señor Toño que no había más remedio que entregarse o ser pasado a cuchillo, metióse la mano en la faja y sacó el retrato que poco antes hubo de arrancar de manos de Rosario la Caperusa.

Y todavía no lo había sacado, cuando la mano del Churumbela cayó sobre él a modo de garra de acero, y...

-¡Si es mi retrato! -exclamó, mirando con estúpida expresión al viejo.

-¡Toma! ¿Y te he dicho yo acaso que sea el de Zumalacárregui? Yo lo que te he dicho es que sacó y besó el retrato de un gachó.

-Pero... esto ¿qué quiere decir, agüelo?

-Pos esto quiere decir que era menester que tú supieras lo amarguitos que son los celos y lo que duelen, y la verdá que es lo que dice aquella serrana, que dice:

El león en su cueva muere
de celos,
al ver a su leona
en brazo ajeno.

Y lo mismito son las mujeres, que tamién mueren y rabian de celos al ver a su león con otra leona.

-¡No paga usté ni arrastrao el mal rato que me ha jecho usté pasar, agüelito!

-¡La letra con sangre entra!

Y algunos minutos después salían de la taberna del Chinche cogidos del brazo el señor Toño el Clavijero y Paco el Churumbela, con dirección a casa de la famosa y más que famosa Rosario la Caperusa, una de las hembras de más tronío de las que dieron y dan fama universal a los barrios populares de mi Málaga la Bella.



España, Rev. de la Asoc. Pat. Esp. B. Aires, 16-VII-1904.