El regalo
EL REGALO
I
—¡Vuelve!—suplicó por tercera vez Senista.
Y por tercera vez, Sazonka se apresuró a responder:
—¡Claro que volveré! No tengas cuidado. Ya te he dicho que volveré.
Y callaron de nuevo.
Senista estaba acostado boca arriba, cubierta hasta la barbilla por una sábana gris de hospital, y no apartaba los ojos de Sazonka. Deseaba que su visitante permaneciese allí todo el tiempo posible, que no se marchase. Imploraban los ojos la promesa de no dejarle abandonado a la soledad, al dolor y al miedo.
Sazonka se aburría y quería marcharse; pero no sabía cómo hacerlo sin ofender al muchacho enfermo. Tan pronto empezaba a levantarse de la silla con la intención firme de irse, como se sentaba de nuevo decididamente, cual si lo hiciese para toda la vida. Seguiría aún un rato, si tuviera de qué hablar; pero no sabía qué decirle al enfermo, todos sus pensamientos eran tan estúpidos que le avergonzaban. Se le ocurría, por ejemplo, llamar a Senista Semeño Erofeevith, como a un personaje, lo que sería cómico y tonto; pues Senista no era sino un aprendiz, mientras que Sazonka era el ayudante del maestro, bebía artísticamente "vodka" y si le llamaban Sazonka era por una añeja costumbre, que el tiempo había consagrado. Se consideraba punto menos que jefe del taller, y no hacía quince días que le había dado a Senista la última bofetada. Aquello estuvo mal, pero no era cosa tampoco de ponerse a hablar de ello.
Sazonka empezó, resueltamente, a levantarse de la silla con intención de irse; pero, sin haber acabado de separar las posaderas del asiento, volvió sobre su acuerdo, tomó de nuevo una postura reposada y dijo, con un tono mitad de reproche, mitad de consuelo:
—¡Qué diversión! ¿Te duele?
Senista hizo un signo afirmativo con la cabeza, y dijo suavemente:
—Bueno, tienes que irte ya; si no te reñirán.
—¡Sí, es verdad!—afirmó Sazonka, contento de haber encontrado un pretexto para marcharse.
—El maestro me ha encargado que no tarde mucho. "Ya estás aquí—me ha dicho—. Entregas el paquete y vuelves en seguida." Eso me ha dicho el demonio del viejo, y me ha prohibido echar un trago de "vodka" en el camino.
Ahora tenía ya un derecho evidente a marcharse cuando quisiera; pero le daba mucha láStima de aquel pobre muchacho con la cabeza tan grande.
Todo cuanto veía allí le inspiraba piedad: la fila apretada de las camas, en las que yacían hombres pálidos y tristes; el aire impregnado de olor a medicinas y de respiraciones de enfermos, la sensación, en fin, de su propia fuerza y de su salud.
Y sin esquivar ya la mirada implorante del muchacho, se inclinó hacia él y dijo con voz firme:
—Escucha, Semeño... Soy yo quien te lo dice, ¿sabes? Vendré, puedes estar seguro. En cuanto tenga un momento libre, vendré. ¿Acaso yo no me hago cargo? ¡Vaya si me hago cargo! Se necesitaría no tener corazón... En fin, ya te digo... ¿Me crees?
Una sonrisa enfermiza se dibujó en los labios ennegrecidos y secos de Senista.
—¡Sí!—contestó.
—Ya verás cómo vengo. ¡Qué diablo! ¿Acaso yo no me hago cargo?
Ahora se sentía mucho menos cohibido, hasta con ánimos para hablar de la bofetada que le había dado a Senista quince días antes. Y, posando suavemente él dedo en el hombro del muchacho, le dijo con tono amistoso:
—Y si se le fué a uno la mano y te dió un pescozón, no fué por mala voluntad, ¿sabes? Fué, sencillamente, porque tu cabeza inspira el deseo de dar en ella algunos golpes: es tan extraña, tan grande, tan redonda...
Sanista se sonrió de nuevo.
Sazonka, por fin, se levantó. Era de elevada estatura. Su copiosa cabellera rizada le cubría la cabeza como un gorro. Sus ojos grises dirigían alrededor miradas fulgurantes, y se diría que reían.
—¡Bueno, hasta la vista!—dijo con acento cariñoso.
Sin embargo, permaneció inmóvil. Quería manifestar a Senista su afecto con alguna nueva fineza, hacer algo después de lo cual no temiese ya Senista quedarse solo y pudiera él marcharse con la conciencia tranquila.
Con visible embarazo, lleno de una cómica confusión infantil, se agitaba, sin acabar de despedirse. Pero Senista puso fin a sus vacilaciones.
—¡Hasta la vista!—dijo con su voz atiplada.
Y, como un personaje, sacó la mano de entre las sábanas y se la tendió a Sazonka.
Precisamente aquello era lo que le faltaba a éste para irse con la conciencia tranquila. Cogió de un modo respetuoso con su manaza los tenues dedos del muchacho, los oprimió ligeramente y, suspirando, los soltó. Había algo triste y enigmático en el hecho de estrechar aquella mano flaca y cálida, como el reconocimiento implícito de que Senista era, no ya igual a todos las hombres, sino superior, más importante, pues dependía a la sazón de un amo desconocido, pero grande, todo poderoso. Entonces se podía llamar al muchacho por su nombre entero: Semeño Erofeevich.
—Volverás, pues, ¿verdad?—preguntó por cuarta vez Senista.
Esta pregunta disipó el misterio majestuoso y terrible que, durante un momento, había cernido sobre el muchacho, a los ojos de Sazonka, sus alas protectoras. Senista volvió a ser el chiquillo doliente, y la piedad llenó de nuevo el corazón de Sazonka.
Ya fuera del hospital, le parecía seguir aspirando el olor a medicinas y seguir oyendo la voz implorante de Senista.
—¡Que vuelvas!
Y, aunque nadie podía oírle, Sazonka decía con acento de convicción:
—¡Claro que volveré! ¿Acaso no tengo corazón?
II
Las Pascuas se acercaban, y los sastres estaban tan atareados que Sazonka no pudo emborracharse más que una sola vez, el domingo, y muy ligeramente. Días enteros, largos y luminosos, desde el amanecer hasta que anochecía, y con frecuencia hasta media noche, permanecía trabajando junto a la ventana, con las piernas cruzadas a la turca, frunciendo las cejas y silbando malhumorado.
Por la mañana no daba el sol en la habitación y hacía fresco; pero, hacia el mediodía, el sol empezaba a resplandecer en la ventana, en una estrecha zona que se llenaba de polvo dorado y se iba ensanchando, ensanchando, hasta abarcar la ventana entera; los pedazos de tela, las tijeras, todo cuanto había sobre el antepecho, brillaba de un modo deslumbrador, y se sentía un calor sofocante.
Sazonka abría los cristales, y un aire fresco, que olía a estiércol, a barro seco y a árboles en flor, inundaba la habitación. Una mosca, débil aún, embriagada de sol, irrumpía en la estancia, cuyo silencio turbaban, al mismo tiempo, su zumbido y el ruido confuso de la calle. Bajo la ventana, las gallinas picoteaban en el suelo buscando gusanos y cacareaban muy contentas. En el lado opuesto de la calle, donde el calor solar había ya secado el barro, los pilluelos jugaban a los huesos, y resonaban en el aire sus gritos sonoros y belicosos.
La calle estaba en un extremo de la ciudad, y casi no circulaban coches por ella. De tarde en tarde pasaba en su carro, sin apresurarse, un aldeano de las cercanías; el carro se tambaleaba al hundir las ruedas en los baches, llenos aún de barro líquido, y hacía un ruido que evocaba la vasta amplitud de los campos.
Cuando Sazonka comenzaba a sentir dolor en la espalda, y sus dedos, entumecidos, no podían ya sostener la aguja, bajaba corriendo, descalzo, a la calle, y, dando saltos gigantescos sobre los charcos, llegaba al grupo de los pilluelos que estaban jugando a los huesos.
—¡Dejadme jugar un poco!—les decía.
Una docena de manos le tendía los pequeños discos de hierro con que se derribaban los huesos, y numerosas voces le gritaban:
—¡Toma el mío, Sazonka! ¡El mío!
Sazonka escogía el más pesado, se arremangaba la camisa, tomaba una postura atlética y, entornando los ojos, medía la distancia. Luego lanzaba el disco, que, con un ligero silbido, rodaba hasta en medio de la larga hilera de huesos. Los huesos caían en gran número, y los pilluelos prorrumpían en gritos de admiración.
Después de algunos golpes afortunados, Sazonka se secaba el sudor de la frente, y, dirigiéndose a los pilluelos, decía:
—¿Sabéis que Senista sigue en el hospital?
Pero los pilluelos, abstraídos en su juego, acogían estas palabras fríamente, con indiferencia.
—Hay que llevarle algo. Yo le llevaré un regalito—añadía Sazonka.
Aquello a los pilluelos ya les inspiraba cierto interés. Michka, el Cochinillo, sosteniéndose con una mano los pantalones, que se le caían, y con un puñado de huesos en la otra, decía gravemente:
—¡Llévale diez copecks!
Era la suma que acababa de prometerle su abuelo, y que, en su sentir, constituía el colmo de la dicha a que podía aspirar un mortal.
Pero Sazonka no podía perder el tiempo en aquellas conversaciones. Dando también saltos enormes, volvía a su casa y se ponía de nuevo a trabajar.
Se le hincharon los ojos, perdió el color como si se encontrase enfermo, y las pecas que llenaban su rostro se hicieron más visibles. Sólo su copiosa cabellera, que le cubría la cabeza como un gorro, conservaba su aspecto alegre y triunfal. Cuando su maestro Gabriel Ivanovich la miraba, Sazonka, empezaba a pensar, no se sabe con qué motivo, en la taberna y en el "vodka" que se bebía en ella. El recuerdo era tan tentador que para desahogarse se ponía a escupir y a jurar como un condenado.
Tenía siempre la cabeza pesada. Se pasaba días enteros dándole vueltas sin cesar a cualquier pensamiento. Ya pensaba en comprarse un acordeón, ya en mandar le hicieran unas botas. Pero lo más frecuente era que pensase en Senista y en el regalo que iba a llevarle. Oyendo el ruido de la máquina de coser y los juramentos del maestro Sazonka se imaginaba siempre la misma escena: se veía a sí mismo deteniéndose junto a la cama de Senista en el hospital, y tendiéndole el regalo envuelto en un pañuelo con cenefa encarnada. A menudo, en sus ensoñaciones, intentaba en vano recordar el rostro de Senista; pero el pañuelo con cenefa encarnada, que no había comprado aún, se dibujaba en su imaginación con extraordinario relieve. Y a todos, al maestro, a la maestra, a los clientes y a los pilluelos les manifestaba su firme propósito de ir a ver a Senista el primer día de Pascua.
—¡Dejar de ir sería una porquería! —añadía—. Iré sin falta. Y le llevaré un regalo: ¡Ahí lo tienes, muchacho, tómalo!
Pero al par que hablaba de este modo, imaginábase también otra escena: veíase a sí mismo entrando en la taberna, en cuyo fondo, ante un mostrador, había gente bebiendo "vodka". Temeroso de su flaqueza, contra la que se sentía incapaz de luchar, le daban ganas de gritar con resolución:
—¡No, iré a ver a Senista!
Su mente quedaba como envuelta en una neblina grisácea, en medio de la cual destacábase el pañuelo con cenefa encarnada. Sazonka veía en ello un reproche y una advertencia amenazadora.
III
El primer día de Pascua, y también el segundo, Sazonka, borracho perdido, armó escándalos, dió lugar a que le pegasen de firme, y pasó la noche en el puesto de Policía. Hasta el cuarto día no fué a ver a Senista.
La calle, inundada de sol, estaba llena de gentío abigarrado y vestido chillonamente, que reía y alborotaba. Se oía por todas partes la música de los acordeones, el ruido de los discos metálicos derribando los huesos, el cacareo belicoso de los gallos que se paleaban. Pero Sazonka no hacía caso de nada. La expresión de su rostro, en el que un ojo medio deshecho y el labio superior desgarrado hablaban de las recientes batallas, era grave y de ensimismamiento; hasta su copiosa cabellera, lacia y en desorden, tenía un aspecto melancólico. Le daba vergüenza haberse emborrachado y no haber cumplido su palabra; pensaba con dolor que Senista no le vería en todo el brillo de su hermosura, con camisa de lana y chaleco nuevo, sino maltrecho, miserable, oliendo a "vodka".
Sin embargo, a medida que se acercaba al hospital, se sentía más satisfecho y miraba con más frecuencia el paquetito que llevaba en la mano. Parecíale estar ya viendo el rostro de Senista, con los labios secos y los ojos suplicantes.
—Querido, ¿acaso yo no me hago cargo? ¿Acaso no tengo corazón?—decía en alta voz, como si Senista pudiera oírle, y apresuraba el paso impaciente.
Llegó, por fin, al hospital, un enorme edificio amarillo, en cuyos muros las ventanas negras parecían ojos severos. Avanzó por el largo pasillo oliente a medicina, experimentando la sensación ya conocida de malestar y de tristeza. Entró en la sala donde se encontraba la cama de Senista.
Pero Senista, ¿dónde estaba?
—¿Qué busca usted?—preguntó un vigilante.
—Había aquí un muchacho que se llamaba Semen, Semeño Erofeev.
—¡Podía usted preguntar y no colarse así!— dijo con tono grosero el vigilante—. Además, no es Semeño Erofeev, sino Semeño Pustochkin.
—Erofeev es el apellido patronímico—explicó Sazonka, poniéndose de pronto terriblemente pálido.
—Vuestro Erofeev ha muerto. Nosotros le conocíamos por Pustochkin.
—¿Ha muerto, pues?—dijo lentamente Sazonka, tratando de mantenerse sereno y palideciendo más aún—. ¿Cuándo?
—Ayer tarde.
—¿Le podría yo ver?—preguntó Sazonka con voz tímida.
—¿Por qué no?—respondió con indiferencia el vigilante—. Pregunte usted donde está la cámara mortuoria, y se lo dirán. Y no se apure tanto: estaba muy débil y su muerte era de esperar.
La lengua de Sazonka preguntó cortésmente dónde se encontraba la cámara mortuoria; sus piernas le llevaron a ella cuando le indicaron la dirección; pero sus ojos no vieron nada hasta que se fijaron en el cuerpo muerto de Senista, Se sintió penetrado por el frío terrible que llenaba la habitación, y dirigió una mirada a las paredes, llenas de manchas de humedad; a la ventana, cubierta de telas de araña. Aunque hiciera un sol esplendoroso, al través de aquella ventana el cielo parecía siempre gris y frío, como en otoño. En un rincón zumbaba una mosca. No lejos caían, con un ruido monótono, gotas de agua, y el golpe de cada una de ellas sonaba prolongadamente en la estancia: cap, cap, cap...
Sazonka retrocedió un paso y dijo en alta voz:
—¡Adiós, Semeño Erofeevich!
Luego se arrodilló, tocó con la frente el pavimento húmedo y se levantó:
—¡Perdóname, Semeño Erofeevich!—dijo con la misma voz alta y clara.
Cayó otra vez de hinojos y estuvo con la frente pegada al pavimento hasta que le dolió la cabeza.
La mosca no zumbaba ya. Reinaba el profundo silencio propio del lugar donde hay un muerto. Lenta, rítmicamente, caían las gotas de agua, semejantes a lágrimas dulces y cordiales.
IV
El hospital se hallaba en un extremo de la ciudad, y a su espalda empezaba el campo, por donde Sazonka echó a andar.
Extendíase inmenso, monótono, regular, sin árboles ni casas en toda su extensión visible. El Tiento, que agitaba levemente a hierba, parecía una respiración libre y cálida.
Sazonka, al principio, avanzaba por el camino; luego torció a la izquierda, y, a través de los bancales segados el año anterior, se dirigió al río. A trechos, la tierra estaba aún algo húmeda, y Sazonka dejaba, al pasar, las huellas negras de sus botas.
Llegado a la orilla del río, se tendió boca arriba en un pequeño hueco cubierto de hierba y cerró los ojos. El aire estaba inmóvil y era caliente como en un invernadero. La luz del sol, en ondas ardientes y rojas, atravesaba los párpados. En el cielo azul se cernía, cantando, una alondra. Era grato respirar aquel ambiente primaveral y no pensar en nada.
El riachuelo, salido de madre días antes a causa del deshielo, había tornado a encerrarse en sus límites y corría plácidamente como un estrecho arroyo. Sólo en la orilla opuesta se veían vestigios de la reciente crecida: enormes pedazos de hielo agujereado yacían unos sobre otros, exponiendo su superficie blanca a los rayos implacables del sol, que, como cuchillos, los horadaban sin cesar.
Sazonka, medio dormido, tocó de pronto un envoltorio.
Era el regalo,
Se incorporó bruscamente y exclamó:
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Había olvidado completamente el paquete, en tierra junto a él, y lo miraba con ojos atónitos, antojándosele que había ido allí solo y se había acostado a su lado. Hasta le daba miedo tocarlo.
Estuvo un rato contemplándolo, fija, obstinadamente, y una piedad enorme, penetrante, una terrible cólera contra sí mismo, se apoderó de él. Miraba el pañuelo con cenefa encarnada y se imaginaba a Senista esperándole. Le esperaría el primer día, el segundo, el tercero. Volvería a cada momento la cabeza, con la esperanza de verle entrar. Y Sazonka, sin llegar nunca. El pobre Senista moriría solito, olvidado, abandonado, como un perrillo en un basurero. ¡Ah, si él hubiera ido un día antes, sólo un día antes! El pobre Senista hubiera podido ver, con sus ojos moribundos, el regalo, y su corazón infantil se hubiera llenado de alegría, su alma hubiera volado al cielo sin dolor, sin la inmensa tristeza.
Sazonka, lloraba y se mesaba los cabellos, revolcándose desesperado sobre la hierba.
Lloraba y gritaba sin cesar:
—¡Dios mío! |Dios mío!
Luego posó en el suelo el labio desgarrado y calló, atravesada el alma por un dolor agudo. La hierba tierna acariciaba dulcemente su rostro. Un olor denso y sedante se alzaba de la tierra húmeda, llena de fuerzas creadoras, vitales. Como una madre eterna, la tierra recibía a su hijo, al pecador arrepentido, entre sus brazos, y le daba a su corazón dolorido calor, amor y esperanza.
A lo lejos, en la ciudad, sonaban alegres las campanas: tocaban a gloria, en la fiesta de la resurrección.