El raquero
Antes que la moderna civilización en forma de locomotora asomara las narices a la puerta de esta capital; cuando el alípedo genio de la plaza, acostumbrado a vivir, como la péndola de un reloj, entre dos puntos fijos, perdía el tino sacándole de una carreta de bueyes o de la bodega de un buque mercante; cuando su enlace con las artes y la industria le parecía una utopía, y un sueño el poder que algunos le atribuían de llevar la vida, el movimiento y la riqueza a un páramo desierto y miserable; cuando, desconociendo los tesoros que germinaban bajo su estéril caduceo, los cotizaba con dinero encima, sin reparar que sutiles zahoríes los atisbaban desde extrañas naciones, y que más tarde los habían de explotar con tan pingüe resultado, que con sus residuos había de enriquecerse él; cuando miraba con incrédula sonrisa arrojar pedruscos al fondo de la bahía; cuando, en fin, la aglomeración de estos pedruscos aún no había llegado a la superficie, ni él advertido que se trataba de improvisar un pueblo grande, bello y rico, el Muelle de las Naos, o como decía y sigue diciendo el vulgo, el Muelle Anaos, era una región de la que se hablaba en el centro de Santander como de Fernando Póo o del Cabo de Hornos.
Confinado a un extremo de la población y sin objeto ya para las faenas diarias del comercio, era el basurero, digámoslo así, del Muelle nuevo y el cementerio de sus despojos.
Muchos de mis lectores se acordarán, como yo me acuerdo, de su negro y desigual pavimento, de sus edificios que se reducían a cuatro o cinco fraguas mezquinas y algunas desvencijadas barracas que servían de depósitos de alquitrán y brea; de sus montones de escombros, anclotes, mástiles, maderas de todas especies y jarcia vieja; y por último, de los seres que respiraban constantemente su atmósfera pegajosa y denegrida siempre con el humo de las carenas.
De nada de esto se habrán olvidado, porque el Muelle de las Naos, efecto de su libérrimo gobierno, ha sido siempre, para los hijos de Santander, el teatro de sus proezas infantiles. Allí se corría la cátedra; allí se verificaban nuestros desafíos a trompada suelta; allí nos familiarizábamos con los peligros de la mar; allí se desgarraban nuestros vestidos; allí quedaba nuestra roñosa moneda, después de jugarla al palmo o a la rayuela; allí, en una palabra, nos entregábamos de lleno a las exigencias de la edad, pues el bastón del polizonte nunca pasó de la esquina de la Pescadería; y no sé, en verdad, si porque los vigilantes juzgaban el territorio hecho una balsa de aceite, o porque, a fuer de prudentes, huían de él. Esta razón es la más probable; y no porque nosotros fuéramos tan bravos que osáramos prender a la justicia: es que sobre ésta y sobre nosotros mismos, medio aclimatados ya a aquella temperatura, estaba el verdadero señor del territorio haciendo siempre de las suyas; el que intervenía en todos nuestros juegos como socio industrial; el que pagaba si perdía, con el crédito que nadie le prestaba, pero que, por de pronto, ganaba cuanto jugábamos; el que con sólo un silbido hacía surgir detrás de cada montón de escombros media docena le los suyos, dispuestos a emprenderla con el mismo Goliat; el que era tan indispensable al Muelle de las Naos como las ranas a los pantanos, como a las ruinas las lagartijas; EL RAQUERO, en fin. Este era el terror de los guindillas, el aluvión de nuestras fiestas, la rama de aquellos pantanos, la lagartija de aquellos escombros; el original del retrato que, con permiso de ustedes, voy a intentar con mejor ánimo que colorido.
La palabra raquero viene del verbo raquear; y éste, a su vez, aunque con enérgica protesta de mi tipo, del latino rapio, is, que significa tomar lo ajeno contra la voluntad de su dueño.
Yo soy de la opinión del raquero: su destino, como escobón de barrendero, es apropiarse de cuanto no tenga dueño conocido: si alguna vez se extralimita hasta lo dudoso, o se apropia lo del vecino, razones habrá que le disculpen; y, sobre todo, una golondrina no hace verano.
El raquero de pura raza nace, precisamente, en la calle Alta o en la de la Mar. Su vida es tan escasa de interés como la de cualquier otro ser, hasta que sabe correr como una ardilla: entonces deja al materno hogar por el Muelle de las Naos, y el nombre de pila por el gráfico mote con que le confirman sus compañeros; mote que, fundado en algún hecho culminante de su vida, tiene que adoptar a puñetazos, si a lógicos argumentos se resisten. Lo mismo hicieron sus padres y los vecinos de sus padres. En aquellos barrios todos son paganos, a juzgar por los santos de sus nombres.
Cafetera, para servir a ustedes, era el de mi personaje.
Cafetera, en el diccionario callealtero, es sinónimo de borrachera, una de las cuales tomó aquél, cuando apenas sabía andar, a caballo sobre una pipa de aguardiente, de cuyas entrañas extrajo el líquido con una paja.
Cafetera nació en la calle Alta, del legítimo matrimonio del tío Magano y de la tía Carpa, pescador el uno y sardinera la otra. Ya ustedes ven que, para raquero, no podía tener más blasonada ejecutoria.
Su infancia rodó tranquila por todos los escalones, portales y basureros de la vecindad.
No hay contusión, descalabro ni tizne que su cuerpo no conociera prácticamente; pero jamás en él hicieron mella el sarampión, la alfombrilla, la gripe, la escarlata ni cuantas plagas afligen a la culta infantil humanidad. Solamente la sarna y las viruelas pudieron vencer aquel pellejo; con la primera perdió la mitad de los cabellos; con las segundas ganó los innúmeros relieves de su cara.
Pero así y todo, le querían en su casa; tanto, que no había cumplido cuatro años cuando la tía Carpa le metió, de medio cuerpo abajo, en una pernera de los calzones viejos de su padre, dádiva que, añadida a vieja camisa que, también de desecho, le regaló su padrino el tío Rebenque, llegó a formar un traje de lo más vistoso, y a ser la envidia de sus pequeños camaradas, condenados a arrastrar su desnuda piel por los suelos, mientras su industria no les proporcionase más lujosa vestimenta.
Siete años contaría, cuando su madre, conociendo por la chispa de que ya se hizo mención y por proezas análogas, que era apto para las fatigas del mundo, comenzó a darle los tres mendrugos diarios de pan envueltos en soplamocos y puntapiés. Cafetera, que no era lerdo, comprendió al punto hasta dónde alcanzaba su privanza y lo que podía esperar de sus dioses lares; y como, por otra parte, sus libérrimos instintos se le habían revelado diferentes veces hablando con sus compañeros sobre la vida raqueril, se decidió por el arte en el cual hizo su estreno pocos meses después del último mendrugo, que le aplastó la nariz para nunca más enderezársele.
Era un día en que el tío Magano andaba a la mar, y la tía Carpa a vender un carpancho de sardinas.
Cafetera estaba solo en casa, sentado sobre un arcón viejo, único mueble de ella, no contando el catre matrimonial, rascándose la cabeza como aquel que acaricia una idea de gran trascendencia, y murmurando algunas palabras, no todas evangélicas, las más de un colorido asaz rabioso. Después de un largo rato así invertido, alzóse de su asiento, corrió la tapadera del mismo y sacó media basallona y un arenque, provisiones hechas por su madre para toda la semana y que él dividió en dos partes iguales. Comióse la primera, y guardó la segunda en el pecho de su camisa de bayeta verde. Enseguida dio un par de chupadas a una punta que halló pegada a la testera del catre, mientras se amarraba con una escota los enciclopédicos calzones a la cintura; ocultó sus greñas bajo la cúspide de un gorro catalán; y, por último, lanzóse calle abajo en busca de aventuras, osado el continente, alegre la mirada, y tan lleno de júbilo como pudiera estarlo, en un caso muy parecido, el famoso manchego, si bien, a la inversa de éste, no se le daba una higa por que la posteridad recordase o no que ya el rubicundo Apolo extendía sus dorados cabellos por la faz de la anchurosa tierra, cuando él, perdiendo de vista su casa, comenzó a respirar los corrompidos aires de la Dársena.
Llegado al gran teatro de sus futuras operaciones, su primer cuidado fue buscar a la gente de su calaña, a fin de orientarse mejor.
No tardaron en aparecérsele media docena de raqueros que, por única bienvenida, le sacudieron tal descarga de coquetazos y de piñas, que el pobre quedó tendido en el suelo, aunque sin extrañarse de semejante acogida, como no se extraña un novel académico, al ingresar en el seno de la corporación, del consabido elocuentísimo discurso que le dedican los veteranos.
Pasada la cachetina y solo Cafetera, limpió con el gorro sus lágrimas de coraje, y con la flema de un inglés recién llegado comenzó a reconocer el terreno que pisaba.
Aburrido de pasear el Muelle en todas direcciones sin fruto alguno, encendió en un tizón de una carena una colilla que halló al paso, y se sentó a mirar cómo trabajaban los calafates.
Cuando notó que éstos habían vuelto la espalda y que la estopa y las herramientas andaban al alcance de sus manos, virgen de toda noción de fueros de pertenencia, creyó lo más natural del mundo trasladar al insondable pecho de su camisa algunas libras de cáñamo y un escoplo; hecho lo cual, por consejo de su prudencia levantóse con sigilo e hizo rumbo al polo opuesto.
Pensando estaba en lo que haría con el hallazgo, cuando topó con la misma gente que poco antes le había zurrado la badana: no hay necesidad de decir que el novel raquero, a la vista del enemigo, se preparó a virar en redondo; pero no le sirvió la maniobra. El jefe de los otros, pillastre de patente, con más asomos de bozo que de vergüenza y que se llamaba Pipa, sacando por algunos hilos que se escapaban de la camisa del primero la madeja que ocultaba, cortóle sus vuelos, y echando la zarpa al bulto, dijo, guiñando el ojo a los suyos:
-Arría en banda, Cafetera.
Este, viéndose abordado de tal manera, aunque sin esperanza de salvación, trató de defenderse a mordiscos y patadas.
-¿Por qué tengo de arriar? -gimió, apretando los dientes.
-¡Arría, te digo!
-¡Que no me sale, vamos!
-¡Atízale, Pipa! -le decían los otros.
Pero Pipa estaba por seguir, antes de la violencia, los trámites pacíficos.
-¿Quién te dio esta estopa?
-Lo he trincao -contestó Cafetera con acento sublime.
¡Mágica palabra! Con ella dio el neófito, sin sospecharlo, una idea de su capacidad futura. Aquella cabeza chata, crespa y enmarañada, se había engrandecido a los ojos de la patulea con la aureola del genio; el chico prometía mucho. Pipa, que no se parecía en nada a las eminencias de nuestra esclarecida sociedad, lejos de sofocar aquella naciente inteligencia, soltó la presa que tenía agarrada y se dispuso, después de mirar a los suyos, a prestarle toda la influencia de su posición.
-Sígueme -le dijo con ademán solemne.
-¿Adónde?
-A pulir la estopa. ¿Tienes más?
-¡Tengo un escoplo, de mistó!
-¡Aprieta!... ¡Viva Cafetera! -exclamó el jefe, echando a correr hacia San Felipe.
-¡Viva! -contestaron los demás, siguiéndole y llevándose en medio al protegido.
Por un callejón que entonces era intransitable por lo pendiente, y hoy es inaccesible porque forma ángulo recto con la bóveda celeste, echaron nuestros personajes a paso de carga, y no se detuvieron hasta llegar a una pequeña barraca, incrustada entre un murallón de San Felipe y otro del Cristo de la Catedral, en cuyo estrecho recinto se veían amontonados diversidad de objetos, clasificados con la mayor escrupulosidad, y todos de la especie de los que ya Pipa había recibido de manos del neófito.
Allí, desde tiempo inmemorial, afluían los raqueriles productos de todo el pueblo, que, aunque singularmente valían cortísimas cantidades, llegaron, según es fama, a formar, en cuerpo colectivo, un decente capital al humilde mercader que, ocultando su mustia fisonomía bajo una gorra de pieles, y detrás de unas gafas como dos ruedas de polea, tenía fuerza de voluntad o codicia bastante para luchar de sol a sol con tan notabilísima parroquia.
Clasificando estaba unas chapas de cobre, cuando asomó Pipa la cabeza dentro de la tienda.
-¿Qué traes tú, pillete? -le interrogó, mirándole por encima de las gafas.
-Esto -contestó lacónicamente Pipa, depositando el género sobre una mesa.
El mercader de estopas y de cobre lo miró un instante como para evaluarlo, y sacó del bolsillo, con mano torpe y perezosa, media peseta que dio al raquero.
-¿No echa más usted? -dijo éste contemplando la moneda.
-Nada más.
-¡Ay, qué contra!... ¡Pues sí el escoplo solo vale medio chulé!
-¿Sí?-gruñió el comprador-; ¡pues descuídate y verás si te llevo al capitán del puerto, tunante.
Pipa comprendió que más valía callar que comparecer ante tan encopetado personaje. Así es que tomó la moneda, enseñó la lengua al de las gafas... y, a ser tan buen negociante como raquero, hubiera podido comprender, a la sola consideración del contrato que acababan de hacer, que, sabiendo comprar, hasta la estopa, bien exprimida, arroja productos de oro. Pero ni el nene había soñado jamás con la piedra filosofal, ni reparaba en los rendimientos de sus empresas cuando maldito el capital que arriesgaba en ellas. Por eso salió muy ufano a la calle, reunió a los suyos, contólos uno a uno, miró a Cafetera con un poquillo de ternura, y con otra seña muy expresiva los arrastró a todos a la taberna de enfrente, en la que entró gritando:
-¡Seis tazas de café y seis copas de anisao!
Cuando los granujas trasegaron a sus estómagos, en dos sorbos, las pócimas infames que les sirvió el tabernero, pagó Pipa el gasto con la media peseta, más un cuarto que sacó de un pliegue de su mugriento gorro, y salieron todos a la calle. En ella formaron círculo, y el capitán, después de escupir contra la cara del más inmediato, echó mano a Cafetera y así le habló:
-Ya sabes, nene, dónde se compra cuanto se apanda. Mucho ojo y mucha vela. En un apuro, cuenta con nosotros. Raquear, a barredera, y mejor el cobre que el chicote. Si ves que andas las chapas, al vuelo... y aprieta a correr. Si hay cané, orza y arría la mayor...; y avisa cuando haya trigo, que ya sabes cómo se gasta.
Calló Pipa, miró a Cafetera, que le escuchaba muy serio, y arrimándole un puntapié por la popa -¡A vivir! -le dijo-. Y se disolvió el corro, marchándose cada quisque por donde quiso.
Bien enterado Cafetera de los azares y estatutos de su nueva profesión, no quiso lanzarse a ella sin prevenirse antes contra las eventualidades. Al efecto, logró colocarse en uno de los botes del servicio público.
Era de su incumbencia achicar el agua, componer estrovos, buscar fletes y cuidar de la embarcación cuando el botero no estaba presente, todo lo cual le producía un ochavo de café para el desayuno, una propina de cuatro o seis cuartos por cada flete, si éste valía la pena; lecho sobre el panel y una copa de caña de vez en cuando, amén de algún chicotazo que el patrón le sacudía siempre que lo juzgaba oportuno.
Fuera del tiempo que esto le llevaba, consagraba el día al ejercicio de su industria.
Esta, en toda su esfera legal, le hacía legítimo dueño de cuanto cobre, estopa, hierro y madera de desperdicio hallara a sus alcances, ya sobre la superficie del Muelle o revuelto entre el fango de la Dársena. Pero como el Muelle y la Dársena no tienen un límite determinado para la industria raqueril, solía tomar como prolongación del primero la cubierta de algún buque atracado, llevándose a buena cuenta, si el vigilante se descuidaba, tal cual menudencia, como escotas, poleas, etc., etc.
Con la propia sencilla buena fe, desde el centro de la Dársena se extendía hasta los contornos, y si se forraba algún casco, nunca le faltaba una chapita o clavo de cobre que ocultar en su remendada espuerta.
Tal era la parte menos legal de su industria, que, en el poco tiempo que la ejerció, expuso su individual independencia a mil y un riesgos apuradillos.
Por lo demás, lo pasaba en grande.
No se pegaba de trompadas con los suyos más de tres veces al día; su madre no lograba echarle la vista encima arriba de una por semana, y para eso había de cogerle durmiendo; de modo que sus siniestros de muelas, orejas y cabellos, por temporal materno, aunque pocos y buenos, aún le prometían pellejo sano para muchos años.
Alguna vez, entre otras, hacía sus correrías hasta el interior del pueblo, porque al raquero también le gusta el contacto de la civilización, por si algo se le pega; pero como ésta suele andar muy precavida, y, por otra parte, sus raqueables materias no son del mayor aprecio en la oficina del comprador de hierro viejo, Cafetera frecuentaba poco este trato, y casi siempre tenía que huir de él a uña de... raquero, acosado por las estantiguas del municipio.
También se le ocurrió, como hijo que era de matriculado y marisco por los cuatro vientos, solicitar, a ejemplo de muchos de sus compañeros, un puesto y quiñón correspondiente en una lancha pescadora; pero esto le ocuparía demasiado. Tendría que esperarla todas las noches, limpiarla y vigilarla todo el año y desenmallar sardina en verano.
Precisamente su resistencia a este empleo era lo que más proyectaba la ira de la tía Carpa, que proyectaba sacar un buen pescador de su hijo, a quien, velis nolis, había ya matriculado y, por ende, sujetado a las ordenanzas de la Comandancia de Marina.
Semejante idea preocupaba mucho a Cafetera, quien, como todos los de su laya, no concebía que ningún tribunal del reino alcanzase hasta el Muelle de las Naos con su vara, al paso que no podía recordar sentado y con paciencia la cara del capitán del puerto.
La cárcel pública es para ellos un bulto más en la población, pero los rebenques y los chicotes de a bordo, ¡ira de Dios!, cosas con que les hacen temblar, y no de frío. Hubiérale a él dejado libre de toda persecución el cabo de mar, y a fe que en poco tiempo, burlando la vigilancia de lo terrestre, se embarba, como él decía, de raqueo, y hasta comprado hubiera el almacén de hierro viejo, máximum de las fortunas, según se creía en el Muelle de las Naos. Pero como no sucedía así los meses corrían y hasta los años, y Cafetera, lejos de llegar a capitalista, perdió los últimos pingajos de su vestido, ganando, en cambio, muchas nociones de baraja y no pocos títulos de borracho sobre el que ya tenía bien merecido.
Entonces comenzó a mirar con desaliento la mezquindad de la Dársena y la penuria de su explotación legal. Sucedíale algo de lo que al jugador que, acostumbrado a poner grandes cantidades a una carta, mira con aversión el corto salario que en la sociedad le proporciona el ejercicio de su profesión.
En fuerza de meditar sobre su situación concluyó por tirar su cesto a la mar, y sin otras armas que su ligereza de manos y de pies, se lanzó a lo sublime del arte.
De todo había en su nueva esfera de acción, especialmente de zozobras e inquietudes, dándoselas, y no flojas, la mala traducción que sus obras hallaban en el almacén de marras, único punto adonde él se atrevía a llevarlas, porque en la población del centro seguro estaba él de que no pasaban.
Todo, sin embargo, iba hallando colocación detrás de los montones de estopa del almacén, aunque a muy bajo precio por ser género de mala venta; pero no pudo haberla para el objeto de la última campaña de Cafetera.
Esto traía volado al raquero, que no sabía cómo deshacerse de él, pues ni regalarle quería, ni tirarle al mar, sin indemnizarse de los peligros que corrió al trincarle en la cámara de popa de un buque de gran porte.
El obstáculo que oponía a su compra el comerciante era, aunque no se lo decía el raquero, el nombre del buque y el de su armador, diestramente esculpidos en la parte más integrante del aparato; nombres que no podían borrarse sin exponer la estructura de éste, ni darse al público sin grave riesgo de los haberes y libertad del mercader.
Largos días pasó Cafetera meditando sobre el asunto, y ya casi olvidado de él estaba una mañana en que había libado bastante, sentado sobre un guardacantón, fumando una colilla, a caza de fletes para el bote y en espera de sus amigos para jugar al cané.
Mucha gente había pasado sin contestar al «¿quiere un bote?» con que el raquero interpelaba a todo el mundo, cuando apareció en escena un señor que, según dijo el pillastre, traía cara de flete.
-Usté, ¿quiere un bote pa dir a bordo? -le dijo, como tenía por costumbre, así que le tuvo a su lado.
El señor, contra las presunciones del granuja, pasó de largo, echándole una bocanada de humo de su grueso cigarro.
Cafetera lo tragó con ansiedad, y retirando de sus labios la colilla, se fue detrás del puro.
-¿Me da la punta usté?
Chocó al interrogado la desvergüenza del raquero. Miróle muy detenidamente, y
-¿Quién eres tú, chicuelo? -le preguntó.
-Yo soy... Cafetera.
-¿De dónde eres?
-De la calle Alta.
-Y tu padre, ¿cómo se llama?
-El tío Magano.
-Pero ¿cuál es tu nombre de pila?
-¿De qué pila, usté?
-De la del bautismo, animal.
-Otra, ¿qué sé yo?... ¿Me da la punta?
-¿Conque tú fumas, eh?
-¡Ay, qué contra!... ¿Quiere ver cómo las tapo?
Y diciendo y haciendo, tragó dos chupadas de su colilla, arrojando después el humo por boca y narices con la abundancia y facilidad de una chimenea de vapor. El señor desconocido le miraba cada vez con mayor curiosidad.
-Y ¿a qué te dedicas tú?
-A cuidar el bote del tío Bandiate.
-¿Y nada más?
-También soy raquero.
-¡Hola, hola! ¿Y qué tal el oficio?
-¡Quiá, señor; si no sale para café!... ¿Me da dos cuartos?
-Veremos si los mereces... Dime antes lo que raqueas.
-¡Como no raquee! ¡Si andan más listos a bordo!...
-Pero alguna vez ya se descuidarán.
-Quiá, no, señor. Ayer trinquemos, entre Pipa, Michero y yo, como tres libras de cobre; y pa eso, de poco nos guipan.
-¿En dónde lo trincasteis? -insistió el señor con más interés que nunca, dando dos cuartos al raquero.
-Pos en esa freata que están aforrando en el paredón -contestó Cafetera con la mayor sencillez, guardándose los cuartos en el faldón de la camisa y escupiendo por el colmillo.
Para evitar tiempo, papel y paciencia, diremos que en fuerza de acosar y prometer el uno, acabó el otro por ir largando trapo, ésta que del último remiendo de los calzones sacó un magnífico cronómetro de bolsillo, alhaja que, sin conocerla, le había dado tanto que discurrir.
A su vista, el buen señor quedóse haciendo cruces y bendiciendo a la Providencia en sus adentros.
Después de prometer a Cafetera la compra, como éste decía, del estrumento, mandóle que le siguiera para entregarle el dinero, lo cual hizo al punto lleno de júbilo el incauto raquero, sin sospechar lo que le había de suceder, cosa que le hubiera sido muy fácil al ser tan diestro conocedor de los atributos de un comisario de policía como de la verdasca de un cabo de mar.
Grande fue la sorpresa del pilluelo cuando, siempre al lado del presunto comprador, llegaron a detenerse en la Capitanía del puerto.
Allí fueron los sobresaltos y congojas; tanto que, a no estar muy listo el grave señor de las borlas, se queda sin su presa, que ya andaba en trazas de escurrir el bulto.
Entregado éste y el cronómetro a la autoridad, declaró Cafetera, llamóse a Pipa y a Michero, cantaron todos de plano, y fueron al punto conducidos a la cárcel, de donde después de algunos meses de reclusión, salieron... a tirar del Bombo de la Carraca.
Allí estuvieron tres años agarrados a la maroma, hasta que, satisfechos sus jueces y la vindicta pública, los mandaron de retorno a su país con algunos vicios de más y mucha vergüenza de menos.
Su primer pensamiento al pisar el patrio suelo fue para el Muelle de las Naos; pero no fue poca su sorpresa cuando, en él colocados, comenzaron a examinarle en todas direcciones.
La escollera de Maliaño, la estación del ferrocarril, el nuevo empedrado y otras reformas hechas precisamente mientras duró la condena de los pilluelos, era lo que ellos no podían comprender; mas lo que extravió sus razones hasta el extremo de llegar al espanto fue la aparición, por la Peña del Cuervo, de un monstruo silbando y arrojando nubes y fuego por la cabeza. No atreviéndose a pronunciar una sola palabra, miráronse los tres sobrecogidos cuando notaron que el monstruo se acercaba a paso de gigante. Entonces perdieron la brújula, gritó Pipa «¡aguanta!» y se dieron a correr pensando que el mundo se acababa.
Después acá, aunque con la llegada de los trenes, a medida que la han visto repetirse, van familiarizándose bastante los raqueros, no ha sido hasta el punto de que éstos permanezcan tranquilos en el Muelle de las Naos. Por el contrario, empujados y oprimidos por el potente movimiento que la población ha tomado allí en los últimos años, van abandonando el territorio: ya tiene el raquero cien Argos que le contemplan, y no puede pasearse erguido como antes, señor de aquella ínsula remota.
Para concluir, y en pro de este tipo tan popular en Santander, haré una ligera observación: de vástagos tan carcomidos y tortuosos son muy frecuentes aquí robustos y fructíferos troncos. La historia de este puerto abunda en páginas brillantes debidas a la honradez, pericia y heroísmo de nuestros marineros, muchos de los cuales han recorrido en su infancia un sendero tan expuesto y espinoso como el del tino que acabo de bosquejar. Nuestro comercio tiene pruebas repetidas de lo que digo; y a fe, a fe, que no pecó de pródigo con los venerables harapos de tan valientes marinos al extender los anchos pliegues de su rico manto.