El radicalismo de la derecha

El radicalismo de la derecha (16 oct 1909)
de Enric Prat de la Riba
Nota: «El radicalismo de la derecha» (16 de octubre de 1909) La Cataluña, año III, nº 106, pp. 633-634.
El radicalismo de la derecha

El manifiesto de los senadores y diputados regionalistas, y el artículo El Radicalismo que dediqué á glosarlo, han motivado comentarios é interpretaciones, que demuestran una total incomprensión de elementos substanciales de nuestra doctrina, y me obligan á insistir en conceptos ya expuestos, ampliándolos.
Porque se hayan quemado conventos al grito de viva la República, no se ha de inducir que el radicalismo sea patrimonio exclusivo de las masas anticlericales y republicanas. No hay tal cosa. El radicalismo es una mala semilla que crece en todos los campos, carcome todas las ideas, lleva también su fermentación de impotencia, de odio, de barbarie, de acción destructora al corazón de los hombres que quieren defender la Religión, la propiedad, la monarquía.
Porque las causas generadoras del radicalismo son las de incapacidad para las funciones políticas; y éstas, tanto las generales á los países latinos como las especiales de Cataluña, han obrado sobre el pueblo entero, sobre todos los ciudadanos de todas las ideas, de todas las clases y condiciones. Es más: en otros países la proporción de los inadaptados es imponderablemente menor en las clases conservadoras que en las masas populares, por su mayor y más activa participación durante siglos en el gobierno; en Cataluña la destrucción casi total de nuestra aristocracia y las causas históricas productoras del movimiento carlista y de su gran arraigo en Cataluña, alejando de toda tarea normal de gobierno á gran parte de estas clases durante todo el período constitucional, manteniéndolas en un estado de protesta irreductible, igualado en el sentido de incapacitación á los ciudadanos de todas las opiniones, de todos los estados.
Pueden mudar las formas externas en que aquel radicalismo se manifiesta, las modalidades circunstanciales de su proceso; pero las características esenciales son idénticas, la obra la misma. Asi hemos visto—y perdura aún hoy á pesar de la lección última— en ese campo el mismo dogmatismo, la misma fe jacobina en la virtualidad, en la trascendencia práctica de las declaraciones de principios, el mismo espíritu de insubordinación é indisciplina, de destrucción de prestigios y fuerzas organizadas, la misma, impotencia constructiva y sobre todo el mismo sentido dé odio á las instituciones, á los organismos, á los hombres, por próximos que estén, y cuanto más próximos más aún, que no responden exactamente, matemáticamente á sus apriorismos.
Que odio hay en la médula de todos los radicalismo; odio á lo que no es el mismo, á lo que por el hecho de no serlo es malo, injusto, abominable, y ha de caer, ha de ser destruido. Como por el contrario, hay amor en toda acción constructiva, hay simpatía que se pone sobre las cosas para comprenderlas, para utilizarlas, para adaptarlas á la acción fecunda. Las diferencias entre los dos radicalismos son substanciales en cuanto al contenido de sus programas al valor intrínseco de los respectivos ideales, pero no en cuanto al modo de sentirlos, no en cuanto al modo de buscar la actuación, que es en lo que hay ó no hay radicalismo. En eso, en el temperamento, en la manera de sentir y de proceder, las diferencias son accidentales.
El radicalismo revolucionario reniega del presente por la sugestión de una edad de oro que pone en el mañana (futurismo); el radicalismo conservador, aquella edad de oro deslumbradora; que despierta todos los amores, todas las ilusiones, todas las esperanzas, la pone en el pasado (tradicionalismo)
El espíritu de violencia común á todos los radicalismos, en el uno, en el radicalismo de abajo, es motín, es revolución; es terrorismo; en el de arriba, en el radicalismo conservador, la apología del gobierno dé fuerza, de la dictadura. El desprecio de la ley instituida, que todos declaran injusta, opresiva, tiránica, cuando se opone al propio ideal, se manifiesta en los unos, en la forma de respeto y obediencia ciega á las resoluciones de las organizaciones populares obreras, á los decretos de las juntas revolucionarias, á sus ojos ley de las leyes, porque es la ley del pueblo, hasta cuando quema, cuando expolia, cuando mata. En los otros aquel desprecio á la legalidad constituida, se manifiesta burlando la ley que contraria ó molesta, negándole la fuerza de obligar cuando responde á un ideal que no es el propio, excitando al príncipe, al gobernante, al juez, a las autoridades todas, hasta al hombre político en la actuación de las fuerzas organizadas, á dejar á un lado las leyes y los procedimientos legales cuando no sirven ó contrarían los intereses de este ideal, elevándole así á única ley, á ley suprema.
El fin legitima los medios: éste es el principio que todos los radicales aplican. El interés del pueblo ó de la sociedad—es decir, el interés de la respectiva causa política, según el criterio, de sus hombres interpretada—exige que se falsifique una ley y se falsifica; exige que se queme y se quema; exige que se mate y se mata; y mientras unos sueñan con reproducir aquellos horribles días en que el Tribunal revolucionario amputaba los miembros corrompidos (!) del cuerpo social, cortando las cabezas de los poderosos, de los clérigos, de los aristócratas, los otros sienten las nostalgias de todas las falsedades, de todas las. inmoralidades, de toda la inmundicia electoral con que el caciquismo defendía los sagrados intereses de la sociedad.
Y si la superioridad de la educación individual y la natural influencia de las ideas y, la mayor suavidad de las costumbres hacen menos violento, más atenuante, en sus manifestaciones destructoras, el radicalismo conservador ó tradicionalista, es éste en cambio de un dogmatismo más inflexible, más absoluto, que exacerba las cuestiones de ortodoxia y actúa sobre la táctica, haciéndola inferior a la de los radicales del otro lado.
En efecto. Detrás de cada programa teórico hay una escuela científica que le ha engendrado y le nutre; hay una metafísica, con su concepción de la moral de la sociedad, de las instituciones sociales y políticas. En el mundo del libre examen hay tantas escuelas como doctores, tantos sistemas como escuelas, y por eso aquella corriente revolucionaria es proteiforme, tiene escuelas para todas las pasiones, para todos los intereses y concupiscencias, para todas las aberraciones del sentimiento y de la inteligencia humana. La ortodoxia es poco exigente en esa multitud de capillitas sin Dios ni sacerdote; su misma flaqueza las empuja á unirse contra el enemigo común, á actuar como una vasta unidad, prescindiendo de lo que los separa; y esta flaqueza de la autoridad individual en que se fundan, así como la coacción de las leyes penales y demás disposiciones defensivas del orden existente, obligan á los partidarios que toman su programa de aquellas escuelas á no desplegar claramente, íntegramente, la totalidad de sus aspiraciones, ocultando unas, acentuando otras, cooperando á la reivindicación, de momento más viable, más fácilmente triunfadora.
Así han llegado á la intuición de algo esencial en toda estrategia política, esto es, que la gran masa de los ciudadanos es siempre una masa más ó menos neutra y pasiva, que distribuye sus simpatías entre las diferentes minorías entusiastas, activas, fervorosas, dando la mayoría ya á una ya á otra, casi siempre según la habilidad de cada una de estas minorías en concentrar la propaganda en la aspiración que las circunstancias del momento hace más adecuada para mover esta masa, para sugestionarla. Que es precisamente todo lo contrario de la táctica intransigente, integrista, de todo ó nada, que pone un credo, los artículos de la fe y una previa abjudicación general, por norma, á la entrada de cada comunión política.
Si siempre, detrás de cada programa político hay una escuela, en el campo conservador, detrás de cada escuela, más ó menos directamente, hay una teología, y en los países católicos, además de una teología, la Iglesia con un dogma definitivo por una autoridad hecha infalible, con el prestigio de lo sobrenatural en su fundación y crecimiento, y con la gloria milenaria de la adhesión fervorosa de innumerables pensadores y héroes y santos de todas las edades y razas y civilizaciones.
Delante de esta fuerza, de este altísimo prestigió de la Iglesia, se comprende que se sienta el impulso irresistible de enorgullecerse de sus principios, á vincularse ostensiblemente con las convicciones políticas y sociales, á borrar las fronteras que separan la Iglesia y la Escuela y el programa político. Pero tal confusión, que obedece á un sentimiento nobilísimo, va contra la naturaleza de las cosas, y cómo todo lo que va contra la naturaleza perturba y perjudica a la Iglesia, y á la Escuela, y á la acción política. Así se acentúan las cuestiones de ortodoxia tan propias de la Iglesia como impropias de partidos; así, mientras el sacerdote esconde el catecismo dentro de multitud de obras sociales, el político, convertido en apóstol, lee el Evangelio desde las azoteas; así se forman las agrupaciones políticas que por amor á la ortodoxia se ponen los escapularios sobre la americana. Todo ha de ser confesional, á tiempo é destiempo. Nada de la flexibilidad, de la ductilidad, del oportunismo, que han de regular la acción política. Ni la prudencia misma con que San Pablo predicaba el Deus Ignotus en el Areópago de Atenas, es permitida: la táctica á imitar no es la de los apóstoles construyendo la Iglesia, ni la de la Iglesia misma en sus relaciones con las sociedades humanas; es la del confesor que busca la persecución y él martirio. Solamente que la de los confesores políticos no van al martirio propio, sino al de la Iglesia, no es, pues, de extrañar que al final de este camino se halle siempre, fatalmente, la derrota de los principios conservadores y tradicionalistas, que prepara el advenimiento de las persecuciones y de los martirios.
No, fuera confusiones. Una cosa es la Iglesia, la Ciencia, la Escuela; otra cosa es la acción política. Allá el dogma, los principios absolutos, las verdades inflexibles; aquí las relatividades, lo circunstancial, lo posible, las transacciones, las imposiciones de fuerzas inexorables que están por encima de la voluntad y de las convicciones de los hombres.
El olvido de estas verdades fundamentales explica gran parte de la historia contemporánea. Si los hombres y las agrupaciones políticas, que luchan contra la demagogia roja, están contentos del sesgo, que, por la causa que, defienden, ha ido tomando ésta historia, persistan en su radicalismo y él porvenir les complacerá.

Enrique PRAT DE LA RIBA