El purgatorio de San Patricio/Jornada 3

​El purgatorio de San Patricio​ de Pedro Calderón de la Barca
Jornada 3

TERCERA JORNADA

Del Purgatorio de San Patricio

[CUADRO I]

Salen Paulín y Ludovico.

Paulín.

Algún día había de ser,
pues fue fuerza que llegase,
el que yo te preguntase
lo que pretendo saber.
Ve conmigo. Yo salí
de mi cabaña a enseñarte
el camino, y a la parte
donde te embarcaste fui.
Allí otra vez me dijiste:
«a mi mano has de morir
o conmigo has de venir»,
y, como a escoger me diste,
escogí del mal el más,
que fue venirme contigo,
a quien como sombra sigo
en cuantas provincias has
discurrido: Italia, España,
Francia, Escocia, Ingalaterra;
y, en efeto, no hubo tierra
que, por remota y estraña,
se te escapase. Y, al fin,
después de haber caminado
tanto, la vuelta hemos dado
a Irlanda. Yo, Juan Paulín,
confuso de ver que vienes
barba y cabello crecido,
mudando lengua y vestido,
pregunto, ¿qué causa tienes
para hacer estos disfraces?
No sales de la posada
de día, y en la noche helada
mil temeridades haces,
sin advertir que llegamos
a una tierra donde todo
está trocado, de modo
que nada, señor, dejamos,
como lo hallamos: Egerio,
desesperado murió,
y Lesbia, su hija, quedó
heredera deste imperio,
porque Polonia …

Ludovico.

Prosigue,
sin que a Polonia me nombres.
No me mates, no me asombres
con suceso que me obligue
a hacer estremos. Ya sé
que Polonia al fin murió.

Paulín.

El huésped me lo contó,
y me dijo cómo fue
el hallarla muerta y …

Ludovico.

Calla,
porque no quiero saber
su muerte, pues no ha de ser
para sentilla y lloralla.

Paulín.

Al fin, me dijo que acá,
dejando errores profanos,
todos son buenos cristianos,
porque un Patricio, que ya
murió …

Ludovico.

¿Patricio murió?

Paulín.

El huésped lo dice así.

Ludovico.

([Ap.]
Mal mi palabra cumplí.)
Prosigue.

Paulín.

Les predicó
la fe de Cristo, y en prueba
de que es divina verdad
del alma la eternidad,
aquí descubrió una cueva.
¡Y qué cueva! Atemoriza
el oíllo.

Ludovico.

Ya lo sé,
que otras veces lo escuché
y el cabello se me eriza,
porque aquí los moradores
ven prodigios cada día.

Paulín.

Como tu melancolía,
entre asombros y temores,
no te deja hablar ni ver
a nadie, y siempre encerrado
estás, señor, no has llegado
a ver, oír y saber
estas cosas; pero aquí
es lo que menos importa;
mi prolija duda acorta
y a lo que venimos di.

Ludovico.

Quiero a todo responderte.
De tu casa te saque,
y mi intento entonces fue
darte en el campo la muerte.
Mas parecióme mejor
que, llevándote conmigo,
mi compañero y amigo
fueses, quitando el temor
que me causaba llegar
a hablar a nadie, y, en fin,
yendo conmigo, Paulín,
me pudiste asegurar.
Varias tierras anduvimos,
nada en ellas te faltó.
Y respondiéndote yo
agora a lo que venimos,
sabe que es a dar la muerte
a un hombre, de quien estoy
ofendido, y así voy
encubriendo desta suerte
el traje, la patria, el nombre.
Y de noche este fin sigo,
por ser mi fuerte enemigo
el más poderoso hombre
desta tierra. Ya que a ti
fío todo mi secreto,
escucha para qué efeto
hoy me has seguido hasta aquí.
Tres días ha que llegué
a esta ciudad disfrazado,
y dos noches que embozado
a mi enemigo busqué
en su casa y en su calle,
y un hombre que a mí llegó,
embozado, me estorbó
por dos veces el matalle.
Este me llama y, después
que voy, se desaparece
tan veloz que me parece
que lleva el viento en los pies.
Hete esta noche traído
porque, si acaso viniere,
escapar de dos no espere,
pues entre los dos cogido
le podremos conocer.

Paulín.

  ¿Y quién son los dos?

Ludovico.

Tú y yo.

Paulín.

Yo no soy ninguno.

Ludovico.

¿No?

Paulín.

No, señor, ni puedo ser
uno ni medio en notorios
peligros con que me asombras.
¿Yo con las señoras sombras
y señores purgatorios?
En mi vida me metí
con cosas del otro mundo,
y en justa razón me fundo.
Mandadme, señor, a mí
que con mil hombres me mate,
que en esta ocasión yo sé
que de todos mil huiré,
y aun del uno, que es dislate
digno del hombre más loco
que haya quien morirse quiera
por no dar una carrera,
cosa que cuesta tan poco.
Estimo en mucho mi vida;
déjame, señor, aquí,
y después vuelve por mí.

Ludovico.

Esta es la casa. Homicida
de Filipo hoy he de ser.
Veamos si el cielo pretende
defenderle y le defiende.
Aquí te puedes poner.

Paulín.

No hay para qué, que ya allí

Sale un hombre embozado.

un hombre viene.

Ludovico.

Dichoso
soy, si llega la ocasión
en que dos venganzas tomo
—pues esta noche no habrá
a mis rigores estorbo—,
dando muerte a este embozado
antes que a Filipo. Solo
viene; él es, que ya las señas
por el talle reconozco,
o porque me atemoriza
el miralle, y me da asombro.

Embozado.

¡Ludovico!

Ludovico.

Ya ha dos noches,
caballero, que aquí os topo.
Si me llamáis, ¿por qué huís?
y, si me buscásteis, ¿cómo
os ausentásteis?

Embozado.

Seguidme,
sabréis quién soy.

Ludovico.

Tengo un poco
que hacer en aquesta calle
y impórtame el quedar solo,
porque en matándoos a vos
tengo que matar a otro.
O saquéis o no la espada,
desta manera dispongo
dos venganzas. ¡Vive Dios,

Saca la espada y acuchilla el viento.

que el aire acuchillo y corto
y no otra cosa! Paulín,
ataja tú por esotro
lado.

Paulín.

Yo no sé atajar.

Ludovico.

Pues he de seguiros todo
el lugar hasta que sepa
quién sois. En vano propongo
darle muerte, ¡vive Dios!,
que rayos de acero arrojo
y que de ninguna suerte
le ofendo, hiero ni toco.

Vase tras él acuchillándole y sale Filipo.

Paulín.

Vayan en buen hora. Ya
salió de la calle y otro
se viene a mí. Más tentado
estoy que algún san Antonio
de figuras y fantasmas.
En esta puerta me escondo
en tanto que aquéste pasa.

Filipo.

Amor atrevido y loco,
con los favores de un reino
me haces amante dichoso.
Fuese Polonia al desierto,
donde entre peñas y troncos,
ciudadana de los montes,
isleña de los escollos,
vive, renunciando en Lesbia
el reino. Yo, codicioso
más que amante, a Lesbia sirvo,
a la majestad adoro.
De hablarla vengo a una reja,
donde mil finezas oigo.
Mas, ¿qué es esto? Cada noche
un hombre a mis puertas topo.
¿Quién será?

Paulín.

([Ap.]
Hacia mí se viene;
¿mas que hay para mí y todo
fantasmita?)

Filipo.

Caballero.

Paulín.

([Ap.]
A este nombre no respondo.
No habla conmigo.)

Filipo.

Esa es
mi casa.

Paulín.

Yo no os la tomo;
gocéisla un siglo sin huésped
de aposento.

Filipo.

Si es forzoso
estar en aquesta calle
—que eso ni apruebo ni toco—,
dadme lugar a que pase.

Paulín.

([Ap.]
Cortés habló y temeroso.
También hay sombras gallinas.)
Yo tengo mucho o un poco
que hacer; entrad norabuena,
que a ningún señor estorbo
que se entre a acostar, ni es justo.

Filipo.

Yo la condición otorgo.

([Ap.]
Bravas sombras esta calle
tiene. Cada noche noto
que delante de mí viene
un hombre, y, más cuidadoso,
reparo que se me pierde
en estos umbrales propios,
pero a mí ¿qué me va en esto?)

                   Vase.

Saca la espada.

Paulín.

Ya se fue. Agora es forzoso
esto: ¡Aguarda, sombra fría,
si eres sombra o si eres sombro!
No le alcanzo, ¡vive Dios!,
que el aire acuchillo y corto.
Mas si es éste el caballero
que en el sereno nosotros
esperamos, ¡vive Dios!,
que él es un hombre dichoso,
pues ya se ha entrado a acostar.
Mas otra vez ruido oigo
de cuchilladas y voces.
Allí son; por aquí corro.

Vase, y sale Ludovico y el embozado.

Ludovico.

Ya salimos, caballero,
de la calle. Si era estorbo
reñir en ella, ya estamos
cuerpo a cuerpo los dos solos.
Y pues mi espada no ofende
vuestra persona, me arrojo
a saber quién sois. Decidme,
¿sois hombre, sombra o demonio?
¿No habláis? Pues he de atreverme
a quitaros el embozo.

Descúbrele y está debajo una muerte.

y saber … ¡Válgame el cielo!
¿Qué miro? ¡Ay, Dios, qué espantoso
espectáculo! ¡Qué horrible
visión! ¡Qué mortal asombro!
¿Quién eres, yerto cadáver,
que deshecho en humo y polvo
vives hoy?

Embozado.

¿No te conoces?
Este es tu retrato propio:
yo soy Ludovico Enio.

Desaparece.

Ludovico.

¡Válgame el cielo! ¿Qué oigo?
¡Válgame el cielo! ¿Qué veo?
Sombras y desdichas toco:
muerto soy.

Cae en el suelo y sale Paulín.

Paulín.

La voz es esta
de mi señor. El socorro
le llega a buen tiempo en mí.
¡Señor!

Ludovico.

¿A qué vuelves, monstruo
horrible? Ya estoy rendido
a tu voz.

Paulín.

([Ap.]
El está loco.)
Que no soy el monstruo horrible;
Juan Paulín soy, aquel tonto
que sin qué ni para qué
te sirve.

Ludovico.

¡Ay, Paulín! De modo
estoy que ignoro quién eres.
Pero, qué mucho, si ignoro
quién soy yo. ¿Viste, por dicha,
un cadáver temeroso,
un muerto con alma, un hombre
que en el armadura sólo
se sustentaba, la carne
negada a los huesos broncos,
las manos yertas y frías,
y el cuerpo desnudo y tosco,
de sus cóncavos vacíos
desencajados los ojos?
¿Por dónde fue?

Paulín.

Pues si yo
le hubiera visto, forzoso
fuera que no lo dijera,
pues en ese instante propio
cayera de esotro lado
más muerto que él.

Ludovico.

Y aun yo y todo,
pues la voz muda, el aliento
triste, el pecho pavoroso
visten de yelo el sentido,
calzan a los pies de plomo.
Sobre mí he visto pendiente
la máquina de dos polos,
siendo de tanta fatiga
breves Atlantes mis hombros.
Parece que se levanta
de cada flor un escollo,
de cada rosa un gigante,
porque, sus cóncavos rotos,
quiere arrojar de su vientre
los muertos que guarda en polvo.
Yo vi a Ludovico Enio
entre ellos. ¡Cielos piadosos,
escondedme de mí mismo,
y en el centro más remoto
me sepultad, no me vea
a mí pues no me conozco!
Pero sí conozco, sí,
pues sé que fui yo aquel monstruo
tan rebelde que a Dios mismo
se atrevió soberbio y loco;
aquél que tantos delitos
cometió, que fuera poco
castigo que Dios mostrara
en él sus rigores todos,
y que, mientras fuera Dios,
padeciera rigurosos
tormentos en los infiernos.
Mas, después desto, conozco
que son hechos contra un Dios
tan divino y tan piadoso,
que puedo alcanzar perdón
cuando arrepentido lloro.
Yo lo estoy, Señor, y en prueba
de que hoy empiezo a ser otro
y que nazco nuevamente,
en vuestras manos me pongo.
No me juzguéis, justiciero;
pues son atributos propios
la justicia y la piedad,
juzgad misericordioso.
Mirad vos qué penitencia
puedo hacer, que yo la otorgo,
que será satisfación
de mi vida.

Dentro música.

Dentro.

El purgatorio.

Ludovico.

¡Válgame el cielo! ¿Qué escucho?
Acentos son sonorosos,
iluminación parece
del cielo, que misterioso
da auxilios al pecador.
Y pues en él reconozco
lo que Dios inspira, quiero
entrar en el purgatorio
de Patricio, y cumpliré,
sujeto, humilde y devoto,
la palabra que le di,
viendo—si tal dicha toco—
a Patricio. Si este intento
es terrible, es riguroso,
porque no hay humanas fuerzas
que resistan los asombros,
ni que sufran los tormentos
que ejecutan los demonios,
también fueron rigurosas
mis culpas. Médicos doctos,
a peligrosas heridas
dan remedios peligrosos.
Vente conmigo, Paulín,
verás que a los pies me postro
del obispo, y que confieso
allí mis pecados todos
a voces, por más espanto.

Paulín.

Pues, para eso, vete solo,
que no ha de ir acompañado
un hombre tan animoso.
Y no he oído que ninguno
vaya al infierno con mozo.
A mi aldea me he de ir,
allí vivo sin enojos,
y fantasma por fantasma,
bástame mi matrimonio.

                          Vase.

Ludovico.

Públicas fueron mis culpas,
y así públicas dispongo
las penitencias. Iré
dando voces, como loco,
publicando mis delitos.
Hombres, fieras, montes, globos
celestiales, peñas duras,
plantas tiernas, secos olmos,
yo soy Ludovico Enio,
temblad a mi nombre todos,
que soy monstruo de humildad
si fui de soberbia monstruo,
y tengo fe y esperanza
que me veréis más dichoso,
si en nombre de Dios, Patricio
me ayuda en el purgatorio.

Vase.

Sale en lo alto del monte Polonia, y baja al tablado.
Polonia.

Quisiera, ¡oh, Señor mío!,
que en estas soledades,
una y mil voluntades
os diera mi albedrío,
y liberal quisiera
que cada voluntad un alma fuera.
Quisiera haber dejado,
no un reino humilde y pobre,
sino el imperio sobre
quien, siempre coronado,
ilumina y pasea
el sol en cuantos círculos rodea.
Esta humilde casilla,
tan pobre y tan pequeña,
parto de aquesa peña,
octava maravilla
es, cuyo breve espacio
la majestad excede del palacio.
Más precio ver la salva
del día cuando llora
blando aljófar la aurora
en los brazos del alba,
y el sol, hermoso en ellas,
sale con vanidad borrando estrellas;
más precio ver que baña,
al descender la noche,
su luminoso coche
en las ondas de España,
pudiendo la voz mía
alabaros, Señor, de noche y día,
que ver las majestades,
con soberbia servidas,
siempre desvanecidas
con locas vanidades,
siendo—¿a quién no le asombra?—
la vida—yo lo sé—caduca sombra.

Sale Ludovico.

Ludovico.

([Ap.]
Yo voy constante y fuerte,
mi espíritu me lleva
buscando aquella cueva
donde el cielo me advierte
la salud conocida,
teniendo en ella purgatorio en vida.)
Dígasme tú, divina
mujer, que este horizonte
vives, siendo del monte
moradora vecina,
¿qué camino da indicio
para ir al purgatorio de Patricio?

Polonia.

Dichoso peregrino,
que así buscando vienes
de los más ricos bienes
el tesoro divino,
bien podré yo guiarte,
que para eso no más vivo esta parte.
¿Ves ese monte?

Ludovico.

([Ap.]
Y veo
mi muerte en él.)

Polonia.

([Ap.]
¡Ay, triste!
Alma, ¿qué es lo que viste?)

Ludovico.

([Ap.]
¿Si es ella? No lo creo.)

Polonia.

([Ap.]
¿Si es él? No certifico.)

Ludovico.

([Ap.]
¿Esta es Polonia?)

Polonia.

([Ap.]
¿Aquél es Ludovico?)

Ludovico.

([Ap.]
Pero ilusión ha sido,
porque a volver me obligue
de mi intento.) Prosigue.

Polonia.

([Ap.]
¿Si vencerme ha querido
el común enemigo?
con sombras?)

Ludovico.

¿No prosigues?

Polonia.

Ya prosigo.
Pues este monte tiene
ese prodigio dentro,
a cuyo escuro centro
nadie por tierra viene,
y así por agua llega,
que esa laguna en barcos se navega.
([Ap.]
Con la venganza lucho,
con la piedad me venzo.)

Ludovico.

([Ap.]
Nuevas dudas comienzo,
pues la miro y escucho.)

Polonia.

([Ap.]
Peleando estoy conmigo.)

Ludovico.

([Ap.]
Muerto estoy.) ¿No prosigues?

[CUADRO III]


Salen dos Canónigos Reglares.

Can. 1º Las ondas de la laguna

se mueven sin el veloz
viento; sin duda a la isla
llegan peregrinos hoy.

Can. 2º Vamos a la orilla a ver

quiénes tan osados son,
que se atreven a tocar
nuestra obscura habitación.

Sale Ludovico.

Ludovico Ya el barco fie a las ondas,

diré, el ataúd, mejor.
¿Quién navegó en sus sepulcros,
nieve y fuego, sino yo?
¡Qué ameno sitio que es éste!
Aquí pienso que llamó
a cortes la primavera
la noble y plebeya flor.
¡Qué triste monte es aquél!
Tan disformes son los dos,
que les hace más amigos
la contraria oposición.
Allí cantan tristes aves
quejas que causan temor,
aquí pájaros alegres
enamoran con su voz.
Allí bajan los arroyos
despeñados con horror,
y aquí mansamente corren
dándole espejos al sol.
En medio desta fealdad
y esta hermosura, sacó
la frente un grave edificio:
miedo me causa y amor.
Mostrando pena y contento,
en este lugar estoy.

Can. 1º Venturoso caminante

que te has atrevido hoy
a llegar a estos umbrales,
mil parabienes te doy.
Llega a mis brazos.

Ludovico Al suelo

que pisas será mejor,
y llévame, por piedad,
agora a ver al prior
que este convento gobierna.

Can. 1º Aunque indigno, yo lo soy.

Habla, prosigue, ¿qué dudas?

Ludovico Padre, si dijera yo

quién soy, temiera que, oyendo
de mí, le diera temor
mi nombre, porque mis obras
tan abominables son
que por no verlas se cubre
de luto ese resplandor.
Soy un abismo de culpas
y un piélago de furor;
soy un mapa de delitos,
y el más grave pecador
del mundo; y para decillo
todo en sola una razón
—aquí me falta el aliento—,
Ludovico Enio soy.
Vengo a entrar en esta cueva
donde, si hay satisfación
a tantas culpas, lo sea
su penitencia. Yo estoy
absuelto, ya que el obispo
de Hibernia me confesó,
e informado de mi intento,
con agrado y con amor,
me consoló, y para ti
aquestas cartas me dio.

Can. 1º No se toma en sólo un día

tan gran determinación,
Ludovico, que estas cosas
muy para pensadas son.
Estad aquí algunos días
huésped, y después los dos
lo veremos más despacio.

Ludovico No, padre mío, eso no,

que no me he de levantar
desta tierra hasta que vos
me concedáis este bien.
Auxilio fue, inspiración
de Dios la que aquí me trujo,
no vanidad, no ambición,
no deseo de saber
secretos que guarda Dios.
No pervirtáis este intento,
que es divina vocación.
Padre mío, piedad pido:
dad a mis penas favor,
dad a mis ansias consuelo,
dad alivio a mi dolor.

Can. 1º Tú, Ludovico, ¿no adviertes

que pides mucho, y que son
los tormentos del infierno
los que has de pasar? Valor
no tendrás para sufrirlos.
Muchos, Ludovico, son
los que entraron, pero pocos
los que salieron.

Ludovico Temor

no me dan sus amenazas,
que yo protesto que voy
sólo a purgar mis pecados,
cuyo número excedió
a las arenas del mar
y a los átomos del sol.
Firme esperanza tendré
puesta siempre en el Señor,
a cuyo nombre, vencido
queda el infierno.

Can. 1º El fervor

con que lo dices me obliga
que abra las puertas hoy.
Esta, Ludovico, es
la cueva.

Abren la boca de la cueva.

Ludovico ¡Válgame Dios!
Can. 1º ¿Ya desmayas?
Ludovico No desmayo;

asombro el verla me dio.

Can. 1º Aquí otra vez te protesto:

no entres por causa menor
que por pensar que así alcanzas
de tus pecados perdón.

Ludovico Padre, ya estoy en la cueva.

Aquí atiendan a mi voz
hombres, fieras, cielos, montes,
día, noche, luna y sol,
a quien mil veces protesto,
a quien mil palabras doy,
que entro a padecer tormentos,
por ser tan gran pecador
que tan grande penitencia
es poca satisfación
de mis culpas, y pensar
que está aquí mi salvación.

Can. 1º Pues entra, y siempre en la boca

lleva, y en el corazón,
de Jesús el nombre.

Ludovico Él sea

conmigo. Señor, Señor,
armado de vuestra fe,
en el campo abierto estoy
con mi enemigo; este nombre
me ha de sacar vencedor.
La señal de la cruz hago
mil veces. ¡Válgame Dios!

Aquí entra en la cueva, que será como se pudiere
hacer más horrible, y cierren con un bastidor.

Can. 1º De cuantos aquí han entrado,

nadie tuvo igual valor.
Dádsele, justo Jesús;
resista la tentación
de los demonios, fiado,
divino Señor, en vos.

Vanse.

[CUADRO IV]

Salen Lesbia, Filipo, Leogario, Capitán, y Polonia.

Lesbia.

Antes, pues, que lleguemos
donde nos lleva tu valor, podemos
decir a qué venimos
todos a verte, puesto que trujimos
determinado intento.

Polonia.

Decid andando vuestro pensamiento,
y siguiendo mi paso,
porque os llevo a admirar el mayor caso
que humanos ojos vieron.

Lesbia.

Pues nuestras pretensiones éstas fueron:
Polonia, tú veniste
a este monte, y en él vivir quisiste,
haciéndome heredera,
en vida, de un imperio; yo quisiera
darte en mi intento parte,
y así de todo aquí vengo a informarte.
Mi voluntad te dejo,
preceptos pido, hermana, no consejo.
Una mujer no tiene
valor para el consejo, y le conviene
casarse.

Polonia.

Y es muy justo,
y si es Filipo el novio, ése es mi gusto,
pues con eso he podido,
Lesbia, dejarte el reino y el marido,
porque todo lo debas
a mi amor.

Filipo.

Las edades vivas nuevas
del sol, que cada día muere y nace,
y fénix de sus rayos se renace.

Polonia.

Pues ya que habéis logrado
vuestro intento los dos, este cuidado
con que aquí os he traído
quiero que todos escuchéis qué ha sido.
Con fervientes estremos,
vino un hombre, a quien todos conocemos,
buscando de Patricio
la cueva, para entrar en su ejercicio.
Entró en ella y hoy sale,
y porque aquí la admiración iguale
al temor y al espanto,
os truje a ver este prodigio santo.
No os dije allá lo que era,
porque el temor cobarde no impidiera
el fin que osada sigo,
y así os truje conmigo.

Lesbia.

Ha sido intento justo,
que yo con el temor mezclaré el gusto.

Filipo.

Todos saber deseamos
la verdad de las cosas que escuchamos.

Polonia.

Si el valor le ha faltado,
y dentro de la cueva se ha quedado,
por lo menos veremos
el castigo; y si sale, dél sabremos
de aquí lo misterioso,
si bien, sale el que sale, temeroso
tanto, que hablar no puede,
y huyendo de las gentes, se concede
solo a las soledades.

Leogario.

Misterios son de grandes novedades.

Capitán.

A buen tiempo llegamos,
pues que los religiosos que miramos,
en lágrimas bañados,
con silencio a la cueva van guíados
para abrirle la puerta.

Salen los más que pudieren, y llegan a la cueva,
de donde sale Ludovico como asombrado.

Can. 1º.

La del cielo, Señor, tened abierta
a lágrimas y voces.
Venza este pecador esos atroces
calabozos, adonde
de vuestro rostro la visión se esconde.

Polonia.

Ya abrió.

Can. 1º.

¡Qué gran consuelo!

Filipo.

Ludovico es aquél.

Ludovico.

¡Válgame el cielo!
¿Es posible que he sido
tan dichoso que, ya restituido,
después de tantos siglos, me he mirado
a la luz?

Capitán.

¡Qué confuso!

Leogario.

¡Qué turbado!

Can. 1º.

A todos da los brazos.

Ludovico.

En mí serán prisiones, que no lazos.
Polonia, pues te veo,
ya mi perdón de tus piedades creo;
y tú, Filipo, advierte
que un ángel te ha librado de la muerte
dos noches que he querido
matarte; que perdones mi error pido.
Y dejadme que, huyendo
de mí, me esconda el centro; así pretendo
retirarme del mundo,
que quien vio lo que yo, con causa fundo
que ha de vivir penando.

Can. 1º.

Pues de parte de Dios, Enio, te mando
que digas lo que has visto.

Ludovico.

A tan santo precepto no resisto,
y porque al mundo asombre,
y no viva en pecado muerto el hombre,
y a mis voces despierte,
mi relación, grave concurso, advierte:
Después de las prevenciones,
tan justas y tan solenes,
como para tanto caso
se piden y se requieren,
y después que yo de todos,
con fe y ánimo valiente,
para entrar en esa cueva
me despedí tiernamente,
puse mi espíritu en Dios,
y repitiendo mil veces
las misteriosas palabras
de que en los infiernos temen,
pisé luego sus umbrales,
y esperando a que me cierren
la puerta, estuve algún rato.
Cerráronla al fin, y halléme
en noche obscura, negado
a la luz tan tristemente
que cerré los ojos yo,
propio afecto del que quiere
ver en las obscuridades,
y, con ellos desta suerte,
andado fui hasta tocar
la pared que estaba enfrente,
y, siguiéndome por ella,
como hasta cosa de veinte
pasos, encontré unas peñas,
y advertí que, por la breve
rotura de la pared,
entraba dudosamente
una luz que no era luz,
como a las auroras suele
el crepúsculo dudar
si amanece o no amanece.
Sobre mano izquierda entré,
siguiendo con pasos leves
una senda, y al fin della
la tierra se me estremece
y, como que quiere hundirse,
hacen mis plantas que tiemble.
Sin sentido quedé, cuando
hizo que a su voz despierte
de un desmayo y de un olvido,
un trueno que horriblemente
sonó, y la tierra en que estaba
abrió el centro, en cuyo vientre
me pareció que caí
a un profundo, y que allí fuesen
mi sepultura las piedras
y tierra que tras mí vienen.
En una sala me hallé
de jaspe, en quien los cinceles
obraron la arquitectura
docta y advertidamente.
Por una puerta de bronce
salen y hacia mí se vienen
doce hombres que, vestidos
de blanco conformemente,
me recibieron humildes,
me saludaron corteses.
Uno, al parecer entre ellos
superior, me dijo: «Advierte
que pongas en Dios la fe,
y no desmayes por verte
de demonios combatido,
porque si volverte quieres,
movido de sus promesas
o amenazas, para siempre
quedarás en el infierno
entre tormentos crueles.»
Ángeles para mí fueron
estos hombres, y de suerte
me animaron sus razones,
que desperté nuevamente.
Luego, de improviso, toda
la sala llena se ofrece
de visiones infernales
y de espíritus rebeldes,
con las formas más horribles
y más feas que ellos tienen,
que no hay a qué compararlos,
y uno me dijo: «Imprudente,
loco, necio, que has querido
antes de tiempo ofrecerte
al castigo que te aguarda
y a las penas que mereces.
Si tus culpas son tan grandes
que es fuerza que te condenes,
porque en los ojos de Dios
hallar clemencia no puedes,
¿por qué quisiste venir
tú a tomarlas? Vuelve, vuelve
al mundo, acaba tu vida,
y, como viviste, muere.
Entonces vendrás a vernos,
que ya el infierno previene
la silla que has de tener
ocupada eternamente.»
No le respondí palabra,
y, dándome fieramente
de golpes, de pies y manos
me ligaron con cordeles;
y luego, con unos garfios
de acero, me asen y hieren,
arrastrándome por todos
los claustros, adonde encienden
una hoguera, y en sus llamas
me arrojan. «Jesús, valedme»,
dije. Huyeron los demonios,
y el fuego se aplaca y muere.
Lleváronme luego a un campo,
cuya negra tierra ofrece
frutos de espinas y abrojos
por rosas y por claveles.
Aquí el viento que corría
penetraba sutilmente
los miembros, aguda espada
era el suspiro más debil.
Aquí, en profundas cavernas,
se quejaban tristemente
condenados, maldiciendo
a sus padres y parientes.
Tan desesperadas voces,
de blasfemias insolentes,
de reniegos y por vidas,
repetían muchas veces,
que aun los demonios temblaban.
Pasé adelante, y halléme
en un prado, cuyas plantas
eran llamas, como suelen
en el abrasado agosto
las espigas y las mieses.
Era tan grande, que nunca
el término en que fenece
halló la vista. Y aquí
estaban diversas gentes
recostadas en el fuego.
A cuál pasan y trascienden
clavos y puntas ardiendo;
cuál los pies y manos tiene
clavados contra la tierra;
a cuál las entrañas muerden
víboras de fuego; cuál
rabiando ase con los dientes
la tierra; cuál a sí mismo
se despedaza, y pretende
morir de una vez, y vive
para morir muchas veces.
En este campo me echaron
los ministros de la muerte,
cuya furia al dulce nombre
de Jesús se desvanece.
Pasé adelante, y allí
curaban, de los crueles
tormentos, a los heridos
con plomo y resina ardiente,
que echados sobre las llagas
eran cauterios más fuertes.
¿Quién hay que aquí no se aflija?
¿Quién hay que aquí no se eleve,
que no llore y no suspire,
que no dude y que no tiemble?
Luego, de una casería,
vi que por puerta y paredes
estaban subiendo rayos,
como acá se ve encenderse
una casa, en quien el fuego
revienta por donde puede.
Esta, me dijeron, es
la quinta de los deleites,
el baño de los regalos,
adonde están las mujeres
que en esotra vida fueron,
por livianos pareceres,
amigas de olores y aguas,
unturas, baños y afeites.
Dentro entré, y en ella vi
que en un estanque de nieve
se estaban bañando muchas
hermosuras excelentes.
Debajo del agua estaban
entre culebras y sierpes,
que de aquellas ondas eran
las sirenas y los peces.
Helados tenían los miembros
entre el cristal trasparente,
los cabellos erizados,
y traspillados los dientes.
Salí de aquí y me llevaron
a una montaña eminente,
tanto que, para pasar,
de los cielos con la frente
abolló, si no rompió,
ese velo azul celeste.
Hay en medio desta cumbre
un volcán que espira y vierte
llamas, y contra los cielos
que las escupe parece.
Deste volcán, deste pozo,
de rato en rato procede
un fuego, de quien salen muchas
almas, y a esconderse vuelven,
repitiendo la subida
y bajada muchas veces.
Un aire abrasado aquí
me cogió improvisamente,
haciéndome retirar
de la punta, hasta meterme
en aquel profundo abismo.
Salí dél, y otro aire viene,
que traía mil legiones,
y a empellones y vaivenes
me llevaron a otra parte,
donde agora me parece
que todas las otras almas
que había visto juntamente
estaban aquí, y, con ser
sitio de más penas éste,
miré a todos los que estaban
allí con rostros alegres.
Con apacibles semblantes,
no con voces impacientes,
sino clavados los ojos
al cielo, como quien quiere
alcanzar piedad, lloraban
tierna y amorosamente;
en que vi que este lugar
el del purgatorio fuese,
que así se purgan allí
las culpas que son más leves.
No me vencieron aquí
las amenazas de verme
entre ellos, antes me dieron
valor y ánimo más fuerte.
Y así, los demonios, viendo
mi constancia, me previenen
la mayor penalidad,
y la que más propiamente
llaman infierno, que fue
llevarme a un río que tiene
flores de fuego en su margen,
y de azufre es su corriente:
monstruos marinos en él
eran hidras y serpientes.
Era muy ancho y tenía
una tan estrecha puente,
que era una línea no más,
y ella tan delgada y débil,
que a mí no me pareció
que, sin quebrarla, pudiese
pasarla. Aquí me dijeron:
«Por ese camino breve
has de pasar; mira cómo
y para tu horror advierte
cómo pasan los que van
delante». Y vi claramente
que otros, que pasar quisieron,
cayeron donde las sierpes
les hicieron mil pedazos
con las garras y los dientes.
Invoqué de Dios el nombre,
y con él pude atreverme
a pasar de esotra parte,
sin que temores me diesen
ni las ondas ni los vientos,
combatiéndome inclementes.
Pasé al fin y en una selva
me hallé, tan dulce y tan fértil
que me pude divertir
de todo lo antecedente.
El camino fui siguiendo
de cedros y de laureles,
árboles del paraíso,
siéndolo allí propiamente.
El suelo, todo sembrado
de jazmines y claveles,
matizaba un espolín
encarnado, blanco y verde.
Las más amorosas aves
se quejaban dulcemente
al compás de los arroyos
de mil repetidas fuentes.
Y a la vista descubrí
una ciudad eminente,
de quien era el sol remate
a torres y chapiteles.
Las puertas eran de oro,
tachonadas sutilmente
de diamantes, esmeraldas,
topacios, rubíes, claveques.
Antes de llegar se abrieron,
y en orden hacia mí viene
una procesión de santos,
donde niños y mujeres,
viejos y mozos venían,
todos contentos y alegres.
Ángeles y serafines
luego en mil coros proceden
con suaves instrumentos
cantando dulces motetes.
Después de todos venía,
glorioso y resplandeciente,
Patricio, gran patriarca,
y, dándome parabienes
de que yo antes de morirme
una palabra cumpliese,
me abrazó, y todos mostraron
gozarse en mis propios bienes.
Animóme y despidióme,
diciéndome que no pueden
hombres mortales entrar
en la ciudad excelente,
que mandaba que a este mundo
segunda vez me volviese.
Y al fin por los propios pasos
volví, sin que me ofendiesen
espíritus infernales;
llegué a tocar finalmente
la puerta, cuando llegásteis
todos a buscarme y verme.
Y pues salí de un peligro,
permitidme y concededme,
piadosos padres, que aquí
morir y vivir espere,
para que acabe con esto
la historia que nos refiere
Dionisio, el gran cartujano,
con Enrique Salteriense,
Mateo, Jacobo, Ranulfo,
y Cesario Esturbaquense;
Mombrisio, Marco Marulo,
David Roto, el prudente,
primado de toda Hibernia;
Belarmino, Beda, Serpi
—fray Dimas—, Jacob, Solino,
Mesingano; y, finalmente,
la piedad y la opinión
cristiana que lo defiende;
porque la comedia acabe
y su admiración empiece.

FIN de El purgatorio de San Patricio