Ludovico.
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A tan santo precepto no resisto,
y porque al mundo asombre,
y no viva en pecado muerto el hombre,
y a mis voces despierte,
mi relación, grave concurso, advierte:
Después de las prevenciones,
tan justas y tan solenes,
como para tanto caso
se piden y se requieren,
y después que yo de todos,
con fe y ánimo valiente,
para entrar en esa cueva
me despedí tiernamente,
puse mi espíritu en Dios,
y repitiendo mil veces
las misteriosas palabras
de que en los infiernos temen,
pisé luego sus umbrales,
y esperando a que me cierren
la puerta, estuve algún rato.
Cerráronla al fin, y halléme
en noche obscura, negado
a la luz tan tristemente
que cerré los ojos yo,
propio afecto del que quiere
ver en las obscuridades,
y, con ellos desta suerte,
andado fui hasta tocar
la pared que estaba enfrente,
y, siguiéndome por ella,
como hasta cosa de veinte
pasos, encontré unas peñas,
y advertí que, por la breve
rotura de la pared,
entraba dudosamente
una luz que no era luz,
como a las auroras suele
el crepúsculo dudar
si amanece o no amanece.
Sobre mano izquierda entré,
siguiendo con pasos leves
una senda, y al fin della
la tierra se me estremece
y, como que quiere hundirse,
hacen mis plantas que tiemble.
Sin sentido quedé, cuando
hizo que a su voz despierte
de un desmayo y de un olvido,
un trueno que horriblemente
sonó, y la tierra en que estaba
abrió el centro, en cuyo vientre
me pareció que caí
a un profundo, y que allí fuesen
mi sepultura las piedras
y tierra que tras mí vienen.
En una sala me hallé
de jaspe, en quien los cinceles
obraron la arquitectura
docta y advertidamente.
Por una puerta de bronce
salen y hacia mí se vienen
doce hombres que, vestidos
de blanco conformemente,
me recibieron humildes,
me saludaron corteses.
Uno, al parecer entre ellos
superior, me dijo: «Advierte
que pongas en Dios la fe,
y no desmayes por verte
de demonios combatido,
porque si volverte quieres,
movido de sus promesas
o amenazas, para siempre
quedarás en el infierno
entre tormentos crueles.»
Ángeles para mí fueron
estos hombres, y de suerte
me animaron sus razones,
que desperté nuevamente.
Luego, de improviso, toda
la sala llena se ofrece
de visiones infernales
y de espíritus rebeldes,
con las formas más horribles
y más feas que ellos tienen,
que no hay a qué compararlos,
y uno me dijo: «Imprudente,
loco, necio, que has querido
antes de tiempo ofrecerte
al castigo que te aguarda
y a las penas que mereces.
Si tus culpas son tan grandes
que es fuerza que te condenes,
porque en los ojos de Dios
hallar clemencia no puedes,
¿por qué quisiste venir
tú a tomarlas? Vuelve, vuelve
al mundo, acaba tu vida,
y, como viviste, muere.
Entonces vendrás a vernos,
que ya el infierno previene
la silla que has de tener
ocupada eternamente.»
No le respondí palabra,
y, dándome fieramente
de golpes, de pies y manos
me ligaron con cordeles;
y luego, con unos garfios
de acero, me asen y hieren,
arrastrándome por todos
los claustros, adonde encienden
una hoguera, y en sus llamas
me arrojan. «Jesús, valedme»,
dije. Huyeron los demonios,
y el fuego se aplaca y muere.
Lleváronme luego a un campo,
cuya negra tierra ofrece
frutos de espinas y abrojos
por rosas y por claveles.
Aquí el viento que corría
penetraba sutilmente
los miembros, aguda espada
era el suspiro más debil.
Aquí, en profundas cavernas,
se quejaban tristemente
condenados, maldiciendo
a sus padres y parientes.
Tan desesperadas voces,
de blasfemias insolentes,
de reniegos y por vidas,
repetían muchas veces,
que aun los demonios temblaban.
Pasé adelante, y halléme
en un prado, cuyas plantas
eran llamas, como suelen
en el abrasado agosto
las espigas y las mieses.
Era tan grande, que nunca
el término en que fenece
halló la vista. Y aquí
estaban diversas gentes
recostadas en el fuego.
A cuál pasan y trascienden
clavos y puntas ardiendo;
cuál los pies y manos tiene
clavados contra la tierra;
a cuál las entrañas muerden
víboras de fuego; cuál
rabiando ase con los dientes
la tierra; cuál a sí mismo
se despedaza, y pretende
morir de una vez, y vive
para morir muchas veces.
En este campo me echaron
los ministros de la muerte,
cuya furia al dulce nombre
de Jesús se desvanece.
Pasé adelante, y allí
curaban, de los crueles
tormentos, a los heridos
con plomo y resina ardiente,
que echados sobre las llagas
eran cauterios más fuertes.
¿Quién hay que aquí no se aflija?
¿Quién hay que aquí no se eleve,
que no llore y no suspire,
que no dude y que no tiemble?
Luego, de una casería,
vi que por puerta y paredes
estaban subiendo rayos,
como acá se ve encenderse
una casa, en quien el fuego
revienta por donde puede.
Esta, me dijeron, es
la quinta de los deleites,
el baño de los regalos,
adonde están las mujeres
que en esotra vida fueron,
por livianos pareceres,
amigas de olores y aguas,
unturas, baños y afeites.
Dentro entré, y en ella vi
que en un estanque de nieve
se estaban bañando muchas
hermosuras excelentes.
Debajo del agua estaban
entre culebras y sierpes,
que de aquellas ondas eran
las sirenas y los peces.
Helados tenían los miembros
entre el cristal trasparente,
los cabellos erizados,
y traspillados los dientes.
Salí de aquí y me llevaron
a una montaña eminente,
tanto que, para pasar,
de los cielos con la frente
abolló, si no rompió,
ese velo azul celeste.
Hay en medio desta cumbre
un volcán que espira y vierte
llamas, y contra los cielos
que las escupe parece.
Deste volcán, deste pozo,
de rato en rato procede
un fuego, de quien salen muchas
almas, y a esconderse vuelven,
repitiendo la subida
y bajada muchas veces.
Un aire abrasado aquí
me cogió improvisamente,
haciéndome retirar
de la punta, hasta meterme
en aquel profundo abismo.
Salí dél, y otro aire viene,
que traía mil legiones,
y a empellones y vaivenes
me llevaron a otra parte,
donde agora me parece
que todas las otras almas
que había visto juntamente
estaban aquí, y, con ser
sitio de más penas éste,
miré a todos los que estaban
allí con rostros alegres.
Con apacibles semblantes,
no con voces impacientes,
sino clavados los ojos
al cielo, como quien quiere
alcanzar piedad, lloraban
tierna y amorosamente;
en que vi que este lugar
el del purgatorio fuese,
que así se purgan allí
las culpas que son más leves.
No me vencieron aquí
las amenazas de verme
entre ellos, antes me dieron
valor y ánimo más fuerte.
Y así, los demonios, viendo
mi constancia, me previenen
la mayor penalidad,
y la que más propiamente
llaman infierno, que fue
llevarme a un río que tiene
flores de fuego en su margen,
y de azufre es su corriente:
monstruos marinos en él
eran hidras y serpientes.
Era muy ancho y tenía
una tan estrecha puente,
que era una línea no más,
y ella tan delgada y débil,
que a mí no me pareció
que, sin quebrarla, pudiese
pasarla. Aquí me dijeron:
«Por ese camino breve
has de pasar; mira cómo
y para tu horror advierte
cómo pasan los que van
delante». Y vi claramente
que otros, que pasar quisieron,
cayeron donde las sierpes
les hicieron mil pedazos
con las garras y los dientes.
Invoqué de Dios el nombre,
y con él pude atreverme
a pasar de esotra parte,
sin que temores me diesen
ni las ondas ni los vientos,
combatiéndome inclementes.
Pasé al fin y en una selva
me hallé, tan dulce y tan fértil
que me pude divertir
de todo lo antecedente.
El camino fui siguiendo
de cedros y de laureles,
árboles del paraíso,
siéndolo allí propiamente.
El suelo, todo sembrado
de jazmines y claveles,
matizaba un espolín
encarnado, blanco y verde.
Las más amorosas aves
se quejaban dulcemente
al compás de los arroyos
de mil repetidas fuentes.
Y a la vista descubrí
una ciudad eminente,
de quien era el sol remate
a torres y chapiteles.
Las puertas eran de oro,
tachonadas sutilmente
de diamantes, esmeraldas,
topacios, rubíes, claveques.
Antes de llegar se abrieron,
y en orden hacia mí viene
una procesión de santos,
donde niños y mujeres,
viejos y mozos venían,
todos contentos y alegres.
Ángeles y serafines
luego en mil coros proceden
con suaves instrumentos
cantando dulces motetes.
Después de todos venía,
glorioso y resplandeciente,
Patricio, gran patriarca,
y, dándome parabienes
de que yo antes de morirme
una palabra cumpliese,
me abrazó, y todos mostraron
gozarse en mis propios bienes.
Animóme y despidióme,
diciéndome que no pueden
hombres mortales entrar
en la ciudad excelente,
que mandaba que a este mundo
segunda vez me volviese.
Y al fin por los propios pasos
volví, sin que me ofendiesen
espíritus infernales;
llegué a tocar finalmente
la puerta, cuando llegásteis
todos a buscarme y verme.
Y pues salí de un peligro,
permitidme y concededme,
piadosos padres, que aquí
morir y vivir espere,
para que acabe con esto
la historia que nos refiere
Dionisio, el gran cartujano,
con Enrique Salteriense,
Mateo, Jacobo, Ranulfo,
y Cesario Esturbaquense;
Mombrisio, Marco Marulo,
David Roto, el prudente,
primado de toda Hibernia;
Belarmino, Beda, Serpi
—fray Dimas—, Jacob, Solino,
Mesingano; y, finalmente,
la piedad y la opinión
cristiana que lo defiende;
porque la comedia acabe
y su admiración empiece.
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