El purgatorio de San Patricio/Jornada 1

​Jornada 1​ de Pedro Calderón de la Barca
Jornada 1

PRIMERA JORNADA

[CUADRO I]

Salen Egerio, rey de Irlanda, vestido de pieles; Leogario; un Capitán; Polonia y Lesbia, deteniéndole.

Rey.

Dejadme dar la muerte.

Leogario.

Señor, detente.

Capitán.

        Escucha.

Lesbia.

        Mira.

Polonia.

        Advierte.

Rey.

Dejad que desde aquella
punta vecina al sol, que de una estrella
corona su tocado,
a las saladas ondas despeñado,
baje quien tantas penas se apercibe:
muera rabiando quien rabiando vive.

Lesbia.

¿Al mar furioso vienes?

Polonia.

Durmiendo estabas; di, señor, ¿qué tienes?

Rey.

Todo el tormento eterno
de las sedientas furias del infierno,
partos de aquella fiera
de siete cuellos que la cuarta esfera
empaña con su aliento.
En fin, todo su horror y su tormento
en mi pecho se encierra,
que yo mismo a mí mismo me hago guerra
cuando, en brazos del sueño,
vivo cadáver soy; porque él es dueño
de mi vida, de suerte
que vi un pálido amago de la muerte.

Polonia.

¿Qué soñaste, que tanto te provoca?

Rey.

¡Ay, hijas! Atended: que de la boca
de un hermoso mancebo
—aunque mísero esclavo, no me atrevo
a injuriarle, y le alabo—;
al fin, que de la boca de un esclavo
una llama salía,
que en dulces rayos mansamente ardía,
y a las dos os tocaba,
hasta que en vivo fuego os abrasaba.
Yo, en medio de las dos, aunque quería
su furia resistir, ni me ofendía,
ni me tocaba el fuego.
Con esto, pues, desesperado y ciego,
despierto de un abismo,
de un sueño, de un letargo, un parasismo,
tanto mis penas creo,
que me parece que la llama veo,
y, huyendo a cada paso,
ardéis vosotras, pero yo me abraso.

Lesbia.

Fantasmas son ligeras
del sueño, que introduce estas quimeras
al alma y al sentido.

Tocan una trompeta.

Mas, ¿qué clarín es éste?

Capitán.

        Que han venido
        a nuestro puerto naves.

Polonia.

Dame licencia, gran señor, pues sabes
que un clarín, cuando suena,
es para mí la voz de la sirena;
porque a Marte inclinada,
del militar estruendo arrebatada,
su música me lleva
los sentidos tras sí; porque le deba
fama a mis hechos, cuando
llegue en ondas de fuego navegando
al sol mi nombre, y con veloces alas
allí compita a la deidad de Palas.
([Ap.] Aunque más parte debe a este cuidado,
el saber si es Filipo el que ha llegado.)

Vase.

Leogario.

Sal, señor, a la orilla
del mar, que la cabeza crespa humilla
al monte, que le da, para más pena,
en prisión de cristal, cárcel de arena.

Capitán.

Divierta tu cuidado
este monstruo nevado,
que en sus ondas dilata
a espejos de zafir, marcos de plata.

Rey.

Nada podrá alegrarme.
Tanto pudo el dolor enajenarme
de mí, que ya sospecho
que es Etna el corazón, volcán el pecho.

Lesbia.

Pues, ¿hay cosa a la vista más süave
que ver quebrando vidrios una nave,
siendo en su azul esfera,
del viento pez, y de las ondas ave,
cuando corre veloz, surca ligera,
y de dos elementos amparada,
vuela en las ondas y en los vientos nada?
Aunque agora no fuera
su vista a nuestros ojos lisonjera,
porque el mar alterado,
en piélagos de montes levantado,
riza la altiva frente,
y sañudo Neptuno,
parece que, importuno,
turbó la faz y sacudió el tridente.
Tormenta el marinero se presuma,
que se atreven al cielo
montes de sal, pirámides de yelo,
torres de nieve, alcázares de espuma.

Sale Polonia.


Polonia.

¡Gran desdicha!

Rey.

        Polonia,
¿qué es eso?

Polonia.

        Esa inconstante Babilonia,
que al cielo se levanta
—tanta es su furia y su violencia tanta—
con un furor sediento
—¿quién ha visto con sed tanto elemento?—
en sus entrañas bárbaras esconde
diversas gentes, donde
a consagrar se atreve
sepulcros de coral, tumbas de nieve
en bóvedas de plata;
porque el dios de los vientos los desata
de la prisión que asisten;
y ellos, sin ley y sin aviso, embisten
a ese bajel, cuyo clarín sonaba,
cisne que sus exequias se cantaba.
Yo, desde aquella cumbre,
que al sol se atreve a profanar la lumbre,
contenta le advertía,
por ver que era Filipo el que venía;
Filipo, que en los vientos, lisonjeras
tus armas, tremolaban sus banderas;
cuando su estrago admiro
y, cada voz envuelta en un suspiro,
desvanecí primero sus despojos,
efeto de mis labios y mis ojos,
porque dieron veloces
más agua y viento en lágrimas y voces.

Rey.

Pues, dioses inmortales,
¿cómo probáis con amenazas tales
tanto mi sufrimiento?
¿Queréis que suba a derribar violento
ese alcázar azul, siendo segundo
Nembrot, en cuyos hombros
pueda escaparse el mundo,
sin que me caüse asombros
el ver rasgar los senos
con rayos, con relámpagos y truenos?

Dentro Patricio.

Patricio.

¡Ay de mí!

Leogario.

        Triste voz.

Rey.

        ¿Qué es eso?

Capitán.

        A nado
un hombre se ha escapado
de la cruel tormenta.

Lesbia.

Y con sus brazos dar la vida intenta
a otro infelice, cuando
estaba con la muerte agonizando.

Polonia.

Mísero peregrino,
a quien el hado trujo, y el destino,
a tan remota parte,
norte vocal, mi voz podrá guiarte
si me escuchas, pues por animarte hablo:
llegad.

Salen mojados Patricio y Ludovico, abrazados los dos,
y caen saliendo cada uno a su parte.

Patricio.

        ¡Válgame Dios!

Ludovico.

        ¡Válgame el diablo!

Lesbia.

A piedad han movido.

Polonia.

Si no es a mí, que nunca la he tenido.

Patricio.

Señores, si desdichas
suelen mover los corazones dichas,
sucedidas no espero
que pueda hallarse corazón tan fiero
a quien no ablanden. Mísero y rendido,
piedad por Dios a vuestras plantas pido.

Ludovico.

Yo no, que no la quiero;
que de los hombres ni de Dios la espero.

Rey.

Decid quién sois; sabremos
la piedad y hospedaje que os debemos.
Y porque no ignoréis quién soy, primero
mi nombre he de decir; porque no quiero
que me habléis indiscretos,
ignorando quién soy, sin los respetos
a que mi vista os mueve,
y sin la adoración que se me debe.
Yo soy el rey Egerio,
digno señor deste pequeño imperio;
pequeño porque es mío,
que hasta serlo del mundo desconfío
de mi valor. El traje,
más que de rey, de bárbaro salvaje
traigo porque quisiera
fiera ansí parecer, pues que soy fiera.
A dios ninguno adoro,
que aun sus nombres ignoro,
ni aquí los adoramos ni tenemos,
que el morir y el nacer sólo creemos.
Ya que sabéis quién soy, y que fue mucha
mi majestad, decid quién sois.

Patricio.

        Escucha:
mi propio nombre es Patricio,
mi patria Irlanda o Hibernia,
mi pueblo Emptor, por humilde
y pobre sabido apenas.
Este, entre el setentrión
y el occidente, se asienta
en un monte, a quien el mar
ata con prisión estrecha,
en la isla que llamaron,
para su alabanza eterna,
gran señor, isla de santos:
tantos fueron los que en ella
dieron la vida al martirio
en religiosa defensa
de la fe; que ésta en los fieles
es la última fineza.
De un caballero irlandés,
y de una dama francesa,
su casta esposa, nací,
a quien debí en mi primera
edad—fuera deste ser—
otro de mayor nobleza,
que fue la luz de la fe
y religión verdadera
de Cristo, por el carácter
del santo bautismo, puerta
del cielo como primero
sacramento de su iglesia.
Mis piadosos padres, luego
que pagaron esta deuda
común que el hombre casado
debió a la naturaleza,
se retiraron a dos
conventos, donde en pureza
de castidad conservaron
su vida hasta la postrera
línea fatal; que rindieron,
con mil católicas muestras,
el espíritu a los cielos
y el cadáver a la tierra.
Huérfano entonces quedé
debajo de la tutela
de una divina matrona,
en cuyo poder apenas
cumplí un lustro o cinco edades
del sol, que en doradas vueltas
cinco veces ilustró
doce signos y una esfera,
cuando mostró Dios en mí
su divina omnipotencia;
que de flacos instrumentos
usa Dios porque se vea
más su majestad, y a El solo
se atribuyan sus grandezas.
Fue, pues—y saben los cielos
que no es humana soberbia,
sino celo religioso
de que sus obras se sepan,
el contarlas yo—, que un día
un ciego llegó a mis puertas,
llamado Gormas, y dijo:
«Dios me envía aquí, y ordena
que en su nombre me des vista».
Yo, rendido a su obediencia,
la señal de la cruz hice
en sus ojos, y con ella
pasaron restituidos
a la luz, de las tinieblas.
Otra vez, pues, que los cielos,
rebozados entre densas
nubes, con rayos de nieve
hicieron al mundo guerra,
cayó tanta sobre un monte
que, desatada y deshecha
a los rigores del sol,
inundaba de manera
las calles que ya las casas,
sobre las ondas violentas,
eran naves de ladrillo,
eran bajeles de piedra.
¿Quién vio fluctuar por montes?
¿Quién vio navegar por selvas?
La señal de la cruz hice
en las aguas y, suspensa
la lengua, en nombre de Dios
les mandé que se volvieran
a su centro y, recogidas,
dejaron la arena seca.
¡Oh, gran Dios! ¡Quién no te alaba!
¡Quién no te adora y confiesa!
Prodigios puedo deciros
mayores, mas la modestia
ata la lengua, enmudece
la voz y los labios sella.
Crecí, en fin, más inclinado
que a las armas a las ciencias;
y sobre todas me di
al estudio de las letras
divinas y a la lección
de los santos, cuya escuela,
celo, piedad, religión,
fe y caridad nos enseña.
En este estudio ocupado,
salí un día a la ribera
del mar con otros amigos
estudiantes, cuando a ella
llegó un bajel, y arrojando
de sus entrañas a tierra
hombres armados, cosarios
que aquestos mares infestan,
nos cautivaron a todos;
y por no perder la presa,
se hicieron al mar, y dieron
al libre viento las velas.
General deste bajel
Filipo de Roqui era,
en cuyo pecho se hallara,
a perderse, la soberbia.
Este, pues, algunos días
tierras y mares molesta
de toda Irlanda, robando
las vidas y las haciendas.
Sólo a mí me reservó;
porque me dijo que, en muestra
de rendimiento, me había
de traer a tu presencia
para esclavo tuyo. ¡Oh, cuánto,
ignorante, el hombre yerra,
que, sin consultar a Dios,
intentos suyos asienta!
Dígalo en el mar Filipo,
pues hoy, a vista de tierra,
estando sereno el cielo,
manso el aire, el agua quieta,
vio en un punto, en un instante,
sus presunciones deshechas,
pues en sus cóncavos senos
brama el viento, el mar se queja,
montes sobre montes fueron
las ondas, cuya eminencia
moja el sol, porque pretende
apagar sus luces bellas.
El fanal junto a los cielos
pareció errado cometa,
o exhalación abortada,
o desencajada estrella.
Otra vez, en lo profundo
del mar tocó las arenas,
donde, desatado en partes,
fueron las ondas funestas
monumentos de alabastro
entre corales y perlas.
Yo—a quien el cielo no sé
para qué efeto conserva,
siendo tan inútil—pude,
con más aliento y más fuerza,
no sólo darme la vida
a mí, pero aun en defensa
deste valeroso joven
aventurarla y perderla;
porque no sé qué secreto
tras él me arrebata y lleva,
que pienso que ha de pagarme
con grande logro esta deuda.
En fin, por piedad del cielo,
salimos los dos a tierra,
donde espera mi desdicha,
o donde mi dicha espera,
pues somos vuestros esclavos.
Que nuestro dolor os mueva,
que nuestro llanto os ablande,
nuestro mal os enternezca,
nuestra aflicción os provoque,
y os obliguen nuestras penas.

Rey.

        Calla, mísero cristiano,
que el alma, a tu voz atenta,
no sé que afecto la rige,
no sé qué poder la fuerza
a temerte y adorarte,
imaginando que seas
tú el esclavo que en un sueño
vi respirando centellas,
vi escupiendo vivo fuego,
de cuya llama violenta
eran mariposas mudas
mis hijas, Polonia y Lesbia.

Patricio.

La llama que de mi boca
salía es la verdadera
dotrina del evangelio;
ésta es mi palabra, y ésta
he de predicarte a ti
y a tus gentes, y por ella
cristianas vendrán a ser
tus dos hijas.

Rey.

        Calla, cierra
los labios, cristiano vil;
que me injurias y me afrentas.

Lesbia.

        Detente.

Polonia.

        ¿Pues tú, piadosa,
te pones a su defensa?

Lesbia.

        Sí.

Polonia.

        Déjale dar la muerte.

Lesbia.

        No es justo que a manos muera
de un rey.
([Ap.]
        No es sino piedad
que tengo a cristianos ésta.)

Polonia.

        Si este segundo Joseph,
como Joseph interpreta
sueños al Rey, de su efeto
ni dudes, señor, ni temas;
porque si el quemarme yo
es imaginar que pueda
ser cristiana, es imposible
tan grande como que vuelva
yo misma segunda vez
a vivir después de muerta.
Y porque a tan justo enojo
el sentimiento diviertas,
oigamos quién es esotro
pasajero.

Ludovico.

        Escucha atenta,
hermosísima deidad,
porque así mi historia empieza.
Gran Egerio, rey de Irlanda,
yo soy Ludovico Enio,
cristiano también, que sólo
en esto nos parecemos
Patricio y yo, aunque también
desconvenimos en esto,
pues después de ser cristianos
somos los dos tan opuestos,
que distamos cuanto va
desde ser malo a ser bueno.
Pero, con todo, en defensa
de la fe que adoro y creo,
perderé una y mil veces
—tanto la estimo y la precio—
la vida. Sí, ¡voto a Dios!,
que pues le juro le creo.
No te contaré piedades
ni maravillas del cielo
obradas por mí; delitos,
hurtos, muertes, sacrilegios,
traiciones, alevosías
te contaré; porque pienso
que aun es vanidad en mí
gloriarme de haberlas hecho.
En una de muchas islas
de Irlanda nací, y sospecho
que todos siete planetas,
turbados y descompuestos,
asistieron desiguales
a mi infeliz nacimiento.
La Luna me dio inconstancia
en la condición; ingenio
Mercurio—mal empleado,
mejor fuera no tenerlo—;
Venus lasciva me dio
apetitos lisonjeros,
y Marte, ánimo cruel:
¿qué no darán Marte y Venus?;
el Sol me dio condición
muy generosa, y, por serlo,
si no tengo qué gastar,
hurto y robo cuanto puedo;
Júpiter me dio soberbia
de bizarros pensamientos;
Saturno, cólera y rabia,
valor y ánimo resuelto
a traiciones; y a estas causas
se han seguido los efetos.
Mi padre, por ciertas cosas
que callo por su respeto,
de Irlanda fue desterrado.
Llegó a Perpiñán, un pueblo
de España, conmigo, entonces
de diez años poco menos,
y a los diez y seis murió:
¡téngale Dios en el cielo!
Huérfano, quedé en poder
de mis gustos y deseos,
por cuyo campo corrí
sin rienda alguna ni freno.
Los dos polos de mi vida
eran mujeres y juegos,
en quien toda se fundaba:
¡mira sobre qué cimientos!
No te podrá referir
mi lengua aquí por extenso
mis sucesos, pero haré
una breve copia dellos.
Por forzar a una doncella,
di la muerte a un noble viejo,
su padre; y, por su mujer,
a un honrado caballero
en su cama maté, donde
con ella estaba durmiendo,
y entre su sangre bañado
su honor, teatro funesto
fue el lecho, mezclando entonces
homicidio y adulterio.
Y, al fin, el padre y marido
por su honor las vidas dieron,
que hay mártires del honor:
¡téngalos Dios en el cielo!
Huyendo deste castigo,
pasé a Francia, donde pienso
que no olvidó la memoria
de mis hazañas el tiempo,
porque asistiendo a las guerras
que entonces se dispusieron
entre Ingalaterra y Francia,
yo, debajo del gobierno
de Estéfano, rey francés,
milité, y en un encuentro
que se ofreció me mostré
tanto que me dio por premio
de mi valor el Rey mismo
una bandera. No quiero
decirte si le pagué
aquella deuda. Bien presto
volví a Perpiñán honrado,
y entrando a jugar a un cuerpo
de guardia, sobre nonada
di un bofetón a un sargento,
maté a un capitán, herí
a unos tres o cuatro dellos.
A las voces acudió
toda la justicia luego,
y sobre tomar iglesia,
ya en la resistencia puesto,
a un corchete di la muerte
—algo había de hacer bueno
entre tantas cosas malas—:
¡téngale Dios en el cielo!
Toméla, en fin, en un campo,
en un sagrado convento
de religiosas que estaba
fundado en aquel desierto.
Allí estuve retirado
y regalado en estremo,
por ser allí religiosa
una dama, cuyo deudo
la puso en obligación
deste cuidado. Mi pecho,
como basilisco ya,
trocó la miel en veneno;
y pasando despeñado
desde el agrado al deseo,
monstruo que de lo imposible
se alimenta, vivo fuego
que en la resistencia crece,
llama que la aviva el viento,
disimulado enemigo
que mata a su propio dueño,
y, en fin, deseo en un hombre
que, sin dios y sin respeto,
lo abominable, lo horrible
estima por sólo serlo,
me atreví ... Turbada aquí
—si desto, señor, me acuerdo—
muda fallece la voz,
triste desmaya el acento,
el corazón a pedazos
se quiere salir del pecho,
y, como entre obscuras sombras,
se erizan barba y cabellos,
y yo, confuso y dudoso,
triste y absorto, no tengo
ánimo para decirlo,
si le tuve para hacerlo.
Tal es mi delito, en fin,
de detestable, de feo,
de sacrílego y profano
—harto ansí te lo encarezco—
que, de haberle cometido,
alguna vez me arrepiento.
En fin, me atreví una noche,
cuando el noturno silencio
construía a los mortales
breves sepulcros del sueño;
cuando los cielos tenían
corrido el escuro velo,
luto que ya, por la muerte
del sol, entapiza el viento,
y en sus exequias las aves
nocturnas, en vez de versos,
cantan caïstros, y en ondas
de zafir, con los reflejos,
las estrellas daban luces
trémulas al firmamento;
en fin, esta noche entré
por las paredes de un huerto,
de dos amigos valido,
que para tales sucesos
no falta quien acompañe,
y, entre el espanto y el miedo,
pisando en sombras mi muerte,
llegué a la celda—aquí tiemblo
de acordarme—donde estaba
mi parienta, que no quiero
por su respeto nombrarla,
ya que no por mi respeto.
Desmayada a tanto horror,
cayó rendida en el suelo,
de donde pasó a mis brazos,
y, antes que vuelta en su acuerdo
se viese, ya estaba fuera
del sagrado en un desierto,
adonde, si el cielo pudo
valerla, no quiso el cielo.
Las mujeres, persuadidas
a que son de amor efetos
las locuras, fácilmente
perdonan, y así, siguiendo
al llanto el agrado, halló
a sus desdichas consuelo;
aunque ellas eran tan grandes,
que miraba en un sujeto
escalamiento, violencia,
incesto, estupro, adulterio
al mismo Dios como esposo,
y, al fin, al fin, sacrilegio.
Desde allí, en efeto, en dos
caballos, hijos del viento,
a la huerta de Valencia
fuimos, adonde, fingiendo
que era mi mujer, vivimos
con poca paz mucho tiempo;
porque yo, hallándome—ya
gastado el poco dinero
que tenía—sin amigos,
ni esperanza de remedio
de aquestas necesidades,
para la hermosura apelo
de mi fingida mujer.
(Si hubiera de cuanto he hecho
tener vergüenza de algo,
sólo la tuviera desto,
porque es la última bajeza
a que llega el más vil pecho,
poner en venta el honor,
y poner el gusto en precio.)
Apenas, desvergonzado,
a ella le doy parte desto,
cuando cuerda me asegura,
sin estrañar el intento.
Pero, apenas a su rostro,
señor, las espaldas vuelvo,
cuando, huyendo de mí, toma
sagrado en un monasterio.
Allí, por orden de un santo
religioso, tuvo puerto
de la tormenta del mundo,
y allí murió, dando ejemplo
su culpa y su penitencia:
¡téngala Dios en el cielo!
Yo, viendo que a mis delitos
ya les viene el mundo estrecho,
y que me faltaba tierra
que me sufriese, resuelvo
el dar la vuelta a mi patria,
porque en ella, por lo menos,
estaría más seguro,
como mi amparo y mi centro,
de mis enemigos. Tomo
el camino y, en fin, llego
a Irlanda, que como madre
me recibió; pero luego
fue madrastra para mí,
pues al abrigo de un puerto
llegué, buscando viaje,
donde estaban encubiertos
en una cala cosarios,
y Filipo, que era dellos
general, me cautivó,
después, señor, de haber hecho
tan peligrosa defensa
que, aficionado a mi esfuerzo,
Filipo me aseguró
la vida. Lo que tras esto
sucedió, ya tú lo sabes;
que fue que, enojado el viento,
nos amenazó cruel
y nos castigó soberbio,
haciendo en mares y montes
tal estrago y tal esfuerzo,
que éstos hicieron donaire
de la soberbia de aquéllos.
De trabucos de cristal
combatidos sus cimientos,
caducaron las ciudades
vecinas, y por desprecio,
tiraba el mar a la tierra,
que es munición de sus senos,
en sus nácares las perlas
que engendra el veloz aliento
del aurora con rocío,
lágrimas de fuego y hielo.
y, al fin, para que en pinturas
no se vaya todo el tiempo,
sin bóvedas de alabastro,
sin salados monumentos,
se fueron todas sus gentes
a cenar a los infiernos.
Yo, que era su convidado,
también me fuera tras ellos,
si Patricio—a quien no sé
por qué causa reverencio,
mirando su rostro siempre
con temor y con respeto—
no me sacara del mar,
cuando ya rendido el pecho,
iba bebiendo la muerte,
agonizando en veneno.
Esta es mi historia, y agora,
ni vida ni piedad quiero,
ni que mis penas te ablanden,
ni que te obliguen mis ruegos,
sino que me des la muerte,
para que acabe con esto
vida de un hombre tan malo,
que a penas podrá ser bueno.

Rey.

Ludovico, aunque hayas sido
cristiano, a quien aborrezco
con tantas veras, estimo
tanto tu valor, que quiero
que en ti y Patricio se vea
mi poder a un mismo tiempo;
pues, como levanto, humillo,
y como castigo, premio.
Y así, a ti te doy los brazos
para levantarte en ellos
a mi privanza, y a ti
Arrójale en el suelo a Patricio,
        y pónele el pie.
te arrojo a mis plantas puesto,
significando a los dos
las balanzas deste peso.
Y porque veas, Patricio,
cuánto estimo y cuánto precio
tus amenazas, la vida
te dejo. Vomita el fuego
de la palabra de Dios,
para que veas en esto
que ni adoro su deidad,
ni sus maravillas temo.
Vive, pues, pero de suerte
pobre, abatido, y sujeto,
que has de servir en el campo,
como inútil; y así, quiero
que me guardes los ganados
que por esos valles tengo.
A ver si, para que salgas
a derramar ese fuego,
siendo mi esclavo, te saca
tu Dios de ese cautiverio.
Vase.

Lesbia.

A piedad Patricio mueve.

Polonia.

Sino a mí, que no la tengo;
y a moverme alguno, antes
fuera Ludovico Enio.
Vanse.

Patricio.

Ludovico, cuando humilde
en tierra estoy y te veo
en la cumbre levantado,
mayor lástima te tengo
que envidia. Cristiano eres,
aprovéchate de serlo.

Ludovico.

Déjame gozar, Patricio,
de los aplausos primero
que me ofrece la fortuna.

Patricio.

Una palabra —si puedo
esto contigo— te pido.

Ludovico.

¿Cuál es?

Patricio.

        Que vivos o muertos,
en este mundo otra vez
los dos habemos de vernos.

Ludovico.

¿Tal palabra pides?

Patricio.

        Sí.

Ludovico.

Yo la doy.

Patricio.

        Y yo la aceto.
Vanse.

[CUADRO II]

Salen Filipo y Locía, villana.

Locía.

        Perdonad si no he sabido
serviros y regalaros.

Filipo.

Más tengo que perdonaros
de lo que os ha parecido,
   pues, cuando os llego a mirar,
entre un pesar y un placer,
os tengo que agradecer,
y os tengo que perdonar:
que agradecer la acogida,
que perdonar un mal fuerte,
pues me habéis dado la muerte
y me habéis dado la vida.

Locía.

A tan discretas razones,
ruda y ignorante soy;
y así los brazos os doy
por quitarme de quistiones.
Ellos sabrán responder,
callando, por mi deseo.

Sale Paulín, villano, y velos abrazados.

Paulín.

([Ap.]
        ¡Ay, señores, lo que veo!,
que abrazan a mi mujer.
¿Qué me toca hacer aquí?
¿Matarlos? Sí, yo lo hiciera,
si una cosa no temiera,
y es que ella me mate a mí.)

Filipo.

        Bella serrana, quisiera,
para pagar la posada,
que esta sortija estremada
estrella del cielo fuera.

Locía.

No me tengáis por mujer
que atenta al provecho vivo,
mas por vuestra la recibo.

Paulín.

([Ap.]
        ¿Y aquí qué me toca hacer?
Pero si marido soy,
y sortija miro dar,
lo que me toca es callar.)

Locía.

Otra vez el alma os doy
en los brazos, que no tengo
otra joya ni cadena.

Filipo.

Y la prisión es tan buena,
que la memoria entretengo
con vos de tantos pesares
como, en sucesos tan tristes,
me causaron, ya lo vistes,
esos cristalinos mares.

Paulín.


([Ap.]
        ¡Ay, otra vez la abrazó!
¡Ah, señor!, ¿no echa de ver
que es aquésa mi mujer?)

Filipo.

Vuestro marido nos vio.
Quiero retirarme dél;
luego vendré. ([Ap.] Si esto vieras,
Polonia, quizá sintieras
que mi desdicha cruel
me trujese a tal estado.
¡Oh, mar, al cielo atrevido!,
¿en qué entrañas han cabido
las vidas que has sepultado?)
Vase.

Paulín.


([Ap.]
        Ya se fue, bien puedo habrar
alto.) Esta vez, mi Locía,
cogíte, por vida mía,
y esta tranca me ha de dar
venganza.

Locía.

        ¡Qué malicioso!
¡Oh, fuego de Dios en ti!

Paulín.

Si yo los abrazos vi,
¿es malicia o es forzoso
lance que no pudo ser
malicia?

Locía.

Malicia ha sido,
que no ha de ver un marido
todo aquello que ha de ver,
sino la mitad no más.

Paulín.

Yo digo que soy contento,
y la condición consiento;
y pues dos abrazos das
a ese diablo de soldado
que el mar acá nos echó,
no quiero haber visto yo
más del uno, y si he pensado
darte cien palos por dos
abrazos, hecha la cuenta,
al uno caben cincuenta.
Y así juro a non de Dios,
que pues la sentencia das
y la cuenta está tan clara,
que has de llevarlos, repara,
cincuenta palos no más.

Locía.

  Ya es mucha maridería
ésa; y aunque más lo sea,
basta que un marido vea
la cuarta parte.

Paulín.

Locía,
yo aceto la apelación;
paciencia y aparejarte,
que también la cuarta parte
veinte y cinco palos son.

Locía.

No ha de hacer eso quien quiere
la paz.

Paulín.

¿Pues qué?

Locía.

Entre los dos,
no creer lo que veis vos,
sino lo que yo os dijere.

Paulín.

Para eso mijor es,
Locía de Bercebú,
que tomes la tranca tú,
y que con ella me des.
Estarás contenta, sí,
dando en amorosos lazos,
al otro los dos abrazos,
y los cien palos a mí.

Sale Filipo.

Filipo.


([Ap.]
        ¿Si se habrá el villano ido?)

Paulín.

A buen tiempo habéis llegado.
Oídme, señor soldado:
yo estoy muy agradecido
al gusto que me habéis hecho
hoy en quereros valer
de mi choza y mi mujer.
Y aunque estoy muy satisfecho
por tantas causas de vos,
ya que os halláis bueno y sano,
tomá el camino en la mano,
y a la bendición de Dios;
porque no quiero esperar
que, haciendo en mi casa guerra,
salga a ser carne en la tierra,
quien fue pescado en el mar.

Filipo.

Malicia es que habéis tenido,
sin culpa y sin ocasión.

Paulín.

Con razón o sin razón,
o soy o no soy marido.

Salen Leogario, y un villano viejo, y Patricio de esclavo.

Leogario.

Esto se os manda, y que esté
sirviendo con gran cuidado
siempre en el campo ocupado.

Viejo.

Ya digo que así lo haré.

Leogario.

Que no dejéis que se ausente,
que es gusto del Rey que esté
aquí sirviendo ...

Viejo.

Sí haré.

Leogario.

... pobre y miserablemente.
Mas ¿qué es lo que miro allí?
Filipo sin duda es.
Gran señor, dame tus pies.

Paulín.

¿Gran señor le llamó?

Locía.

Sí;
agora me pagarás
aquí, Paulín, los porrazos.

Filipo.

Leogario, dame los brazos.

Leogario.

Honor en ellos me das.
¿Es posible que te veo
con vida?

Filipo.

Aquí me arrojó
el mar proceloso; y yo,
siendo mísero trofeo
de la fortuna, he vivido
de villanos hospedado,
hasta haberme reparado
de las penas que he sufrido.
Y fuera de eso, también
el temer la condición
del Rey, porque su ambición,
¿a quién se rinde?, o ¿a quién
con agrados escuchó
tragedias de la fortuna?
Sin esperanza ninguna
he vivido, hasta que yo
hallase quien sus enojos
templase en mi triste ausencia,
y el Rey me diese licencia
para llegar a sus ojos.

Leogario.

Ya la tienes conseguida,
porque de tu muerte está
tan triste, que te dará,
en albricias de la vida,
la gracia. Vente conmigo,
que ya sucesos advierte
de la fortuna, y volverte
a su privanza me obligo.

Paulín.

De mi pasado magín
pedir perdón me anticipo.
Ya sabrá el señor Filipo,
que yo soy un Juan Paulín.
Perdóneme su mesté,
si mi cólera le aflige,
que yo en todo cuanto dije,
por boca de ganso habré.
A servirle me acomodo,
y aquí estamos noche y día
mi cabaña, yo y Locía,
y sírvase Dios con todo.

Filipo.

Yo voy muy agradecido
al hospedaje y espero
pagarle.

Paulín.

Pues lo primero
que allá os la llevéis os pido,
pues con sólo esto se sella
un grande gusto en los dos:
a ella porque va con vos,
y a mí por quedar sin ella.

Vanse Filipo y Leogario.

Locía.

¿Hay amor tan desdichado
como el mío, que ha nacido
en los brazos del olvido?

Viejo.

Paulín, ya que hemos quedado
solos, dad los brazos luego
a este nuevo labrador
que tenemos.

Patricio.

Yo, señor,
soy un esclavo y os ruego
que como a tal me tratéis.
Para servir vengo aquí
al más humilde, y así
os suplico me mandéis
como a esclavo, pues lo soy.

Viejo.

¡Qué modestia!

Paulín.

¡Qué humildad!

Locía.

Y ¡qué buen talle! En verdad,
que enficionándome voy
a su cara.

Paulín.

¿Habrá llegado
—aquí para entre los dos—
aquí alguno de quien vos
no os hayáis inficionado,
Locía?

Locía.

Sois un villano,
y en queriéndome celar,
me tengo de enamorar
de todo el género humano.

                  Vase.

Viejo.

Paulín, de tu ingenio fío
una cosa en que me va
la vida.

Paulín.

Decí, pues ya
sabéis el pergeño mío.

Viejo.

Este esclavo que aquí ves,
sospecho que no es seguro,
y yo guardarle procuro
por lo que sabrás después.
A ti te hago guarda fiel
de su persona, y así
te mando que desde aquí
nunca te me apartes dél.

                            Vase.

Paulín.

Buena comisión me han dado.
Vuestra guarda cuidadosa
soy, y vos la primer cosa
que en mi vida habré guardado.
Gran cuidado he de tener,
ni he de comer ni dormir;
por eso, si os queréis ir,
muy bien lo podéis hacer
desde luego: y aún me haréis
un gran bien, pues despenado
quedaré deste cuidado.
Idos, por Dios.

Patricio.

Bien podéis
fiaros de mí, que no soy,
aunque esclavo, fugitivo.
¡Oh, Señor, qué alegre vivo
en las soledades hoy!,
pues aquí podrá adoraros
el alma contemplativa,
teniendo la imagen viva
de vuestros prodigios raros.
En la soledad se halló
la humana filosofía,
y la divina querría
penetrar en ella yo.

Paulín.

Decidme, ¿con quién habláis
agora de aquese modo?

Patricio.

Causa primera de todo
sois, Señor, y en todo estáis.
Estos cristalinos cielos
que constan de luces bellas,
con el sol, luna y estrellas,
¿no son cortinas y velos
del Impíreo soberano?
Los discordes elementos,
mares, fuego, tierra y vientos,
¿no son rasgos desa mano?
¿No publican vuestros loores,
y el poder que en vos se encierra,
todos? ¿No escribe la tierra
con caracteres de flores
grandezas vuestras? El viento
en los ecos repetido,
¿no publica que habéis sido
autor de su movimiento?
El fuego y el agua luego,
¿alabanzas no os previenen,
y para este efeto tienen
lengua el agua y lengua el fuego?
Luego aquí mejor podré,
inmenso Señor, buscaros,
pues en todo puedo hallaros.
Vos conocisteis la fe
que es de mi obediencia indicio:
esclavo os servid de mí;
si no, llevadme de aquí
adonde os sirva.

En una apariencia un Ángel que trae un espejo
en el escudo y una carta.

Ángel.

¡Patricio!

Patricio.

¿Quién llama?

Paulín.

Aquí no os llamó
nadie. El hombre es divertido.
Poeta debe haber sido.

Ángel.

¡Patricio!

Patricio.

¿Quién llama?

Ángel.

Yo.

Paulín.

El habla y a nadie veo;
mas hable, que no me toca
a mí guardalle la boca.

                         Vase.

Patricio.

Mis grandes dichas no creo,
pues una nube mis ojos
ven de nácar y arrebol,
y que della sale el sol,
cuyos divinos despojos
son estrellas vividoras,
que entre jazmines y flores
viene vertiendo esplendores,
viene derramando auroras.

Ángel.

¡Patricio!

Patricio.

Un sol me acobarda.
¿Quién sois, divino señor?

Ángel.

Patricio, amigo, Víctor
soy, el ángel de tu guarda.
Dios a que te dé, me envía,
esta carta.

Dale una carta.

Patricio.

Nuncio hermoso,
paraninfo venturoso,
que en superior jerarquía
con Dios asistís, a quien
en dulce, en sonoro canto
llamáis santo, santo, santo,
¡gloria los cielos os den!

Ángel.

Lee la carta.

Patricio.

Dice aquí:
«A Patricio» ¿Mereció
tal dicha un esclavo? No.

Ángel.

Ábrela ya.

Patricio.

Dice así:
[Lee]
       «Patricio, Patricio, ven;
sácanos de esclavitud».
Incluye mayor virtud
la carta, pues no sé quién
me llama. Custodio fiel,
mi duda en tus manos dejo.

Ángel.

Pues mírate en este espejo.

Patricio.

¡Ay, cielos!

Ángel.

¿Qué ves en él?

Patricio.

Diversas gentes están,
viejos, niños y mujeres,
llamándome.

Ángel.

Pues no esperes
tanto a redimir su afán.
Esta es la gente de Irlanda,
que ya de tu boca espera
la dotrina verdadera.
Sal de esclavitud, que manda
Dios que prediques la fe
que tanto ensalzar deseas,
porque su legado seas,
apóstol de Irlanda. Ve
a Francia a ver a Germán,
obispo; de monje toma
el hábito; pasa a Roma,
donde letras te darán,
para conseguir el fin
de tan dichoso camino,
las bulas de Celestino;
y visita a san Martín,
obispo en Tours. Y ven
conmigo ahora arrebatado
en el viento, que ha mandado
Dios que noticia te den
de una empresa que guardada
tiene el mundo para ti,
y conmigo desde aquí
has de hacer esta jornada.

Sube la apariencia hasta lo alto,
        y sin cubrirse.

FIN DEL CUADRO 2 DE LA PRIMERA JORNADA
Locía.

¿Quién es?

Ludovico.

Un pasajero,
perdido, triste y ciego,
¡oh, labrador!, impide tu sosiego.

Locía.

¡Ah, Juan Paulín! Despierta,
que parece que llaman a la puerta.

Paulín.

Yo estoy bien en la cama.
Mira quién llama tú, pues por ti llama.
¿Quién es?

Ludovico.

Un caminante.

Paulín.

¿Es caminante?

Ludovico.

Sí.

Paulín.

Pues, adelante,
que aquesta no es posada.

Ludovico.

Ya del villano la malicia enfada.
Derribaré la puerta.
Cayó en el suelo.

Locía.

¡Ah, Juan Paulín, despierta!
Mira que han derribado
la puerta.

Paulín.

Ya de un ojo he despertado,
mas del otro no puedo.
Sal tú conmigo allá, que tengo miedo.
[Salen desnudos.]
¿Quién es?

Ludovico.

Callad, villanos,
si morir no queréis hoy a mis manos.
Perdido en este monte
a tu casa he llegado. Así, disponte
a enseñarme el camino
de aquí al puerto, por donde yo imagino
que hoy escaparme pueda.

Paulín.

Pues, venga y vaya, y tome esta vereda,
y luego a esotra mano
suba, si hay monte, y baje donde hay llano;
y en llegando, esté cierto,
cuando en el puerto esté, que allí es el puerto.

Ludovico.

Mejor es que tú vengas
conmigo. Y no prevengas
disculpa, o, ¡vive el cielo!,
que con tu sangre has de esmaltar el suelo.

Locía.

¿No es mejor, caballero,
pasar aquí la noche hasta el lucero?

Paulín.

¡Qué piadosa os mostráis para nonada!
¿Ya estáis del caminante inficionada?

Ludovico.

Lo que te agrada escoge:
o morir o guiarme.

Paulín.

No se enoje,
que escojo, sin demandas y respuestas,
ir, y aun llevaros, si queréis, a cuestas,
no tanto por temer la muerte mía,
como por no le dar gusto a Locía.

Ludovico.

([Ap.]
        Este, porque no diga
por dónde voy a alguno que me siga,
del monte despeñado
ha de morir en el cristal helado
del mar.) Que os recojáis a vos os pido,
que luego volverá vuestro marido.

Vanse.