El puente de los pecadores
Antes de entrar de lleno en la tradición del puente de Huaura, la villa favorita de dos santidades republicanas con entorchados de general (San Martín y Santa Cruz), aprovecho la oportunidad para consagrar pocas líneas a la historia de la fundación de su conventillo franciscano, hoy en ruinas, pero en cuyo claustro celebró sus sesiones cierta Asamblea legislativa de triste recordación.
El capitán D. Gonzalo de Heredia y Rengifo, descendiente de un conquistador, a poco de haber contraído matrimonio con doña Catalina Núñez Vela, deuda del infortunado virrey de ese apellido, fue asesinado una noche en la calle de Huaura, sin que la justicia alcanzase a descubrir al matador. No habiendo dejado hijo que lo heredase, su cuitado don Fernando de Izázaga y Meneses se creyó con derecho a la hacienda del difunto, y entabló pleito a la viuda; mas aunque doña Catalina acusó a Meneses de haber sido el asesino de su marido, no pudo presentar prueba clara; y don Fernando, que pertenecía a la familia del conde de Cifuentes y de la princesa de Éboli (la célebre tuerta que tan al retortero trajo al sombrío Felipe II, haciéndolo cometer calaveradas de mozalbete), fue absuelto en todas las instancias.
Iba ya a declararse en favor de don Fernando la herencia, cuando una mañana, limpiando doña Catalina los cuadros que adornaban las paredes de su sala, descubrió en la juntura de un lienzo que representaba al Seráfico un legajo de papeles, y entre otros de importancia, encontró un testamento en toda regla, firmado por Heredia quince días antes de su trágica muerte. El capitán tendría algún barrunto de lo que iba a sucederle, y procedía recordando lo de hombre prevenido nunca fue vencido.
Heredia, que por su madre doña Graciana Rengifo era patrón del colegio máximo de San Pablo en Lima, dejaba el quinto de su fortuna a la viuda, un buen legado a los jesuitas, y el resto, que excedía de cien mil duros, para la fábrica del conventillo de San Francisco, con holgada renta para manutención de los frailes y sostenimiento del culto.
Tan en forma estaría el testamento, que no hubo rábula que se atreviera a meterle cliente, prestándose a patrocinar la pretensión de Meneses, quien tuvo que morderse la punta del bigote y tragar saliva. Si él fue el asesino, arrastrado por la codicia de la herencia, no sacó de su crimen el provecho que se prometía.
A principios del siglo XVII y para comodidad de los que viajaban de Lima a la costa-abajo, como decían nuestros abuelos al referirse a los valles situados al Norte de la capital del virreinato, se construyó sobre el río de llanura un puente de un solo arco, el cual descansaba por un lado sobre unas peñas del cerro de Chacaca, que está a la entrada de la villa, y por el opuesto en una enorme piedra cerca de Peralvillo. Para poner la villa al cubierto de las correrías de los piratas que en una de sus incursiones habían talado Huaura dando muerte al acaudalado vecino don Luis de la Carrera, se hizo una portada al extremo del puente, y sobre ella se colocaron dos bombardas o cañones de poco calibre.
Que no debió de ser obra muy sólida la del puente, lo prueba el que en 1785 el subdelegado don Luis Martín de Mata, constructor también del puente del río de Santa, emprendió repararlo con erogaciones pecuniarias de los agricultores del valle. El subdelegado llevó a buen término su empresa; mas algunos vecinos, enemistados con la autoridad, se echaron a decir que la refacción estaba mal hecha y que el puente amenazaba derrumbarse el mejor día.
A la cabeza del bando oposicionista y asustadizo estaba don Ignacio Fernández Estrada, hacendado influyente, quien obtuvo del virrey licencia para construir un nuevo puente sin gravamen del real tesoro, pero concediéndosele durante treinta años el derecho de cobrar medio real de peaje a cada persona y un real por cada acémila.
Como era natural, todos prefirieron el pasaje gratis por el puente antiguo, y esto no hacía la cuenta al concesionario Fernández Estrada. Yo no sabré decir cómo se las compuso este caballero; pero lo positivo es que un domingo, antes de dar principio a la misa, leyó el cura a los feligreses un pliego arzobispal, por el cual su ilustrísima declaraba en pecado mortal a todo el que se arriesgase a pasar por el antiguo puente; pues con deliberada voluntad se ponía en flagrante peligro de muerte, o lo que es lo mismo, se colocaba en idéntica condición a la del suicida.
Si ello hubiera sido mandato gubernamental, de fijo que todos los vecinos se habrían confabulado para no traficar por el puente nuevo. Pero eso de comprometer, no la pelleja, sino la salvación eterna, era ya cantar distinto. «Que sufra el bolsillo y no sufra el alma», o dijeron a una los feligreses.
Y Fernández Estrada empezó desde ese día a hacer caldo gordo con los maravedises que cobraba por derecho de peaje.
¡Ay del desventurado que se hubiera atrevido a poner la planta en el puente viejo o el puente excomulgado! Los muchachos lo habrían apedreado por mal cristiano y hereje y francmasón, que ya por ese año la Gaceta decía que la revolución francesa era obra exclusiva de unos hombres diabólicos que habían creado una secta infernal, bautizándola con el nombre de masonería.
¡Pero fuese usted de puente favorecido con la bendición archiepiscopal!
En 1810, en momentos en que caballera en una mula regresaba una india para el caserío de Végueta, antojósele al puente nuevo decir: «aquí di fin», y se derrumbó con estrépito. La pasajera se encomendó a la Virgen del Carmen, y en vez de dar en el río, se encontró sana y salva junto con su mala en la banda opuesta.
En memoria de la milagrosa salvación de la india se levantó en ese sitio una capillita dedicada a la Virgen del Carmen, y a la cual la devoción popular obsequia constantemente con cirios.
El puente viejo, o sea el puente de los pecadores, se conserva sin haber dado todavía un susto a nadie; aunque la municipalidad no debe abrigar en él mucha confianza, pues a un hacendado que en 1872 solicitó permiso para el tránsito de una maquinaria que pesaba cuatro toneladas, le exigieron afianzase previamente el valor del puente.