El puente dá
A cuatro leguas de Betanzos y seis de Lugo, y a poca distancia de la magnífica carretera que hay de una ciudad a otra, existen las ruinas de una de esas fortalezas que tanto abundaron en Galicia en tiempo del feudalismo, y de cuyas aisladas moles de robusta piedra se suelen aprovechar bien los mesoneros y bandidos.
Estas mismas ruinas son las de un castillo que fue solar de la muy noble familia de Guitiriz, según dice el P. Gándara en su famoso nobiliario1; y a la extinción de este edificio y sus señores se levantaron cerca de sus en negrecidos muros unas cuantas casas más de las que había, formando un pequeño y pintoresco pueblo que aun hoy día se designa con el mismo nombre.
Empero como la destrucción de su fortaleza feudal encierra una leyenda trágica y extraña, uno de esos dramas horrorosos de la Edad Media escritos en las crestas de nuestras montañas con escombros, porque las ruinas son los jeroglíficos con que se escriben las devastaciones; vamos a referirlo a nuestros lectores tal como lo hemos oído a varios comarcanos, y se halla confirmado en un antiguo libro de tradiciones.
En una noche muy oscura del mes de diciembre de 1315, en que la lluvia descendía a torrentes y el vendaval silbaba con furor al columpiar el follaje de los árboles adyacentes al castillo de Guitiriz, el joven y esforzado paladín D. Gutierre Pardo de Gayoso y su escudero Nuño Pérez de Coutiño se encontraban platicando con misterio en un apartado aposento de la torre principal del mismo; y aunque ambos estaban sentados en un mismo canapé, vestían iguales trajes de terciopelo negro, a usanza de la época a que nos referimos, fácil sería conocer a simple vista cuál de estos dos personajes que nos abren la escena era el señor, cuál el vasallo.
El atlético dueño de aquellos muros era un guerrero de airoso continente y de elegantes ademanes; pero la diabólica expresión de sus ojos, lo moreno de su rostro y las cicatrices que tenía en él, recibidas en varios torneos y batallas, no estaban muy en armonía con la esbeltez y majestuosidad de su figura.
D. Gutierre era uno de aquellos señores feudales de entonces, que armados llamaban a atención pública por su varonil presencia, pero que sin esto no se les podía mirar sin respeto y cierta especie de temor, pues la dureza de sus facciones, donde parecen reflejarse los sentimientos de las almas, y las imponentes miradas que clavaban en uno, contribuían mucho a ello.
Y sin embargo de todo, su corazón era de los más bellos y excelentes, era el verdadero tipo de los corazones de aquella época respecto a nobleza y caballerosidad.
Su escudero, por el contrario, era de raquíticas formas, cutis blanco y sonrosado, ojos vivos y agraciados..., pero su alma infernal era el reverso de la risueña imagen que presentaba la de su señor. La más exacta apología que pudiéramos hacer de Nuño Pérez de Coutiño, la hallaréis en esta crónica.
En la noche que dejamos dicho, a medida que hablaba D. Gutierre, sus ojos centelleaban como rayos, sus dientes rechinaban de una manera espantosa, y accionaba con los brazos de un modo capaz de aterrar al más sereno observador.
-Nuño, mi buen Nuño -decía con acento pesaroso; todo lo que poseo me parece poco para recompensar tu fidelidad: desde este momento puedes disponer de cuanto tengo, y aun de mi vida si de algo te sirviere.
-Gracias, gracias mi noble señor, por vuestros ofrecimientos -contestó el escudero con sardónica sonrisa: yo no hago más que cumplir con mi deber al enseñaros la mancha que anubla vuestros cuarteles, al declararos lo que mis ojos presenciaron.
-Excusado era eso para que yo conociese lo mucho que me amas, pues mil veces me has probado tu adhesión mi persona. No hace muchos meses que me libraste de la celada que me había armado en el puente de Rábade ese maldito conde de Villalba, porque le vencí en el torneo de —195— Bahamonde. Los cobardes siempre tienen que apelar, como traidores, a medios tan villanos para batirse con aquellos que no pueden mirar siquiera cara a cara. ¡Oh!, no creas que olvidaré nunca ese servicio que me hiciste: su memoria eternamente quedará grabada en mi corazón; sí, aquí, donde queda también la revelación deshonrosa que acabas de hacerme. Mañana..., mañana, Nuño, sabrás como tu señor toma venganza del hombre que tan vilmente le ha ultrajado.
-¿Y qué haréis de él?
-¿Qué haré...? Matarle.
-¡Matarle!, ¡¡matar a vuestro padre!!..., ¿estáis en vos, D. Gutierre?
-¡Silencio, villano!
Nuño no volvió a decir una palabra más; hizo un gesto de desaprobación y de terror bajando la cabeza al suelo con aparente humildad.
D. Gutierre continuó:
-¿Crees tú que el serlo le defenderá de la muerte? Te engañas; ¡vive el cielo!, y muy poco comprendes este corazón acostumbrado desde niño a no perdonar a nadie, a nadie que le ofenda.
-Por Dios, señor, no seáis parricida..., básteos la muerte de ella.
-No, Nuño, no: luego que Leonor deje de existir y cuelgue su cabeza en una almena de la torre, sacaré a mi padre del castillo, llevarélo a pasear por el camino de Betanzos, ¿y después...?, ¿no adivinas lo que haré después?
Mira: le diré que se arrodille a mis plantas, cogeré con mi mano izquierda sus cabellos blancos, y con la derecha este puñal que llevo en la cintura...
-¡Señor!, ¡señor!, apiadaos de él, es un anciano, es vuestro padre..., que si os ofendió, tal vez se halla pronto a vestir el hábito de monje y llorar en un monasterio el delito que ha cometido.
-¡Calla por Cristo!, y no vuelvas a interceder jamás por los que me ultrajen: no pidas piedad para ese hombre que en vez de contribuir a mi ventura, aun a costa de su avanzada edad, tuvo la osadía, la infamia y la crueldad de seducir a mi esposa, ¡a la esposa de su hijo!
Estas últimas palabras las pronunció con tanta rabia D. Gutierre, que resonaron en el patio del castillo como el gutural aullido de una fiera.
En seguida prosiguió:
-¿No dices que los viste...?
-Cierto.
-¿Pues entonces, cómo he de perdonarles?, caigan esas dos cabezas culpables a los golpes de mi daga, y sus cadáveres servirán de pasto a los hambrientos lobos de nuestras montañas; y tú si vuelves a despegar los labios para pedir por ellos..., ¡tiembla!
-Perdonad si...
-Nuño, retírate hasta el alba.
-Quedad en paz -murmuró entonces el escudero despidiéndose con humildad de su señor y lanzándole al salir una mirada de soslayo, una de esas miradas siniestras que nos hacen estremecer involuntariamente, pues parece que preludian una desgracia muy terrible.
D. Gutierre se quedó solo, triste y meditabundo, con los ojos fijos en los grandes retratos de familia que, inmóviles en sus dorados marcos y con aquella expresión de gravedad que lleva consigo el sello de una nobleza sin tacha, se ostentaban sobre las paredes de la cámara.
Algunos minutos después, el reloj del castillo de los de Guitiriz dejó oír doce campanadas que esparramó por el espacio el helado viento de diciembre, y el melancólico guerrero dobló la cabeza sobre el pecho como abrumado de dolor e insomnio; quedando dormido con la mano izquierda puesta sobre el pomo de su puñal, con la derecha en el corazón.
Serían las cinco de la tarde del día siguiente, al tiempo que D. Gutierre en compañía de su padre salía del castillo con dirección al río, que a poca distancia del solar se deslizaba sordamente hasta llegar a la llanura: el sol dardeaba sus moribundos rayos sobre las cristalinas olas de la rápida corriente, formando en ellas cambiantes tan fantásticos y fugaces como en las arañas de cristal las amortiguadas luces de un festín; el cielo estaba puro, el aire embalsamado..., hacia una de esas tardes de invierno tan raras y deliciosas.
Iban ya cerca del río.
D. Gutierre volvió la cabeza hacia la fortaleza feudal y el joven caballero derramó una sonrisa diabólica de gozo al divisar a su escudero, Nuño Pérez de Coutiño, que desde la almena agitaba una cabeza ensangrentada de larga cabellera y facciones lívidas y cadavéricas..., era la de su infeliz esposa Doña Leonor de Támboga, condesa de Montenegro, mandada asesinar por orden suya.
D. Alonso no advirtió nada.
Poco tiempo después ambos personajes acabaron de bajar por el tortuoso camino que desde la cumbre de la montaña en que se levantaba el castillo había hasta la margen del pequeño río, formado por las eternas nieves de aquellos montes, y que corre a engrosar las aguas del Mandeo. Caminaban padre e hijo hacia un humilde puente de madera, próximo a arruinarse por sus años de servicio, que se hallaba construido en el mismo punto en que hoy día se ve el sólido y elegante de piedra sillería que al formar la carretera se edificó en su reemplazo; pero que sin embargo de esta metamorfosis, desde la tarde que acaeció la terrible escena que vamos a referir, conserva el mismo nombre que encabeza esta leyenda, nombre que el puente viejo trasmitió al puente nuevo como un padre a un hijo su apellido.
El paisaje que desde este sitio se desarrollaba a la vista de D. Alonso y D. Gutierre era verdaderamente un panorama montañoso que inspiraba a un mismo tiempo mil sensaciones diversas de terror y admiración profunda.
Por una parte, la cadena de montañas de Ponsadela con sus negruzcas rocas, encumbrados picos y precipicios horrorosos, pero revestidas de aquel verdor poético con que se miran al aproximarse la primavera; por otra, la dilatada llanura de Guitiriz sobre cuyo fondo se destaca, como un inmenso espejo, su azulado lago de la figura de un trapecio, y en cuya serena superficie se proyectaban los eleva dos montes circunvecinos y las cenicientas nubes del cielo; rematando este cuadro tan admirable en la hora del crepúsculo, en otra cadena de montañas cubiertas de nieve —196— que confundían la blancura de sus cimas con los argentados celajes.
Empero nada de esto conmovía el alma de nuestro protagonista que fluctuaba en un mar terrible de venganzas. Sus ojos no veían, más que su puñal y el pecho de su padre, de aquel padre que tan bárbaramente le había ofendido. Todas las teorías, todas las palabras más afectuosas no bastarían para disuadirle de su proyecto, no llegarían a arrancarle aquella presa de las manos.
-Hijo mío -decía D. Alonso Pérez de Gayoso deleitándose en mirar como las caprichosas ondas del bullicioso río se arrastraban para el lago por entre las variadas flores que en el prado se ostentaban-, ¡qué desierto está este sitio hoy no pasa un alma y ayer infinidad de damas, paladines y pecheros cruzaban por él de vuelta del torneo de Rodeiro.
-Así lo quiero yo, Sr. de Guitiriz, mal padre y mal caballero; desierto lo quiero yo para que nadie acuda a vuestros clamores, para que nadie mire vuestra agonía con tristeza... -gritó con voz atronadora D. Gutierre y tomando una actitud harto imponente y amenazadora.
-¡Gutierre mío!, ¡querido hijo mío!... -tartamudeó el anciano aterrado de un lenguaje tan soberbio y sorprendente; y al ver que los ojos de éste, encendidos como chispeantes brasas, más bien parecían los de un demonio que de persona humana-: ¡tú deliras!..., ¡oh!, ¡qué ojos!, ¡qué acciones! Hijo mío, ¡qué vas a hacer!...
-¿Qué voy a hacer? Por nuestro patrón S. Cristóbal que esa pregunta es bien inútil cuando me veis sacar este puñal.
-¡Dios mío!, ¡vas a matarme!, a mí..., ¡a tu padre que te ama tanto y que nunca te ha ofendido en nada!
-¡No me ofendisteis!, decís que no me ofendisteis nunca, cuando habéis estampado en esta frente que debíais respetar más que la vuestra, mancha eterna de baldón, mucho más terrible que el anatema de los cielos para el hombre que tiene honor.
-¡Yo, Gutierre! ¿Pues en qué te ofendí, hijo mío?
-¡En qué me ofendisteis!, ¡y aun me lo preguntáis con esa serenidad!..., ¡vive Dios que pronto os olvidáis del torpe amor que a Leonor tenéis!...
-¡Mentira! Ahora comprendo que tal vez seré víctima de alguna calumnia...
-¡Calumnia! Pluguiese al Eterno que así fuera señor, no más palabras; porque todo lo que habléis con ese tono hipocritón os servirá de nada: arrodillaos a mis pies y orad por vuestra alma.
D. Gutierre desenvainó el puñal al decir esto apuntando al pecho de su padre. Este se arrodilló maquinalmente sobre los tablones del caduco puente, desabrochó el gabán, y mostrando su desnudo pecho a D. Gutierre: «¡Dá, hijo infame, dá! -gritó con la resignación de un mártir.
Desde aquel momento no se volvió a escuchar ninguna otra palabra más..., había cesado para siempre aquella fatal conversación de padre e hijo, conversación que terminó con la palabra dá, nombre que desde aquella tarde tomó el mezquino puente que fue teatro de una escena tan atroz y tan sangrienta.
Habían trascurrido seis años.
D. Gutierre se encontraba en Betanzos en donde dentro de pocos días iba a casarse con Doña Beatriz de Andrade, señora de las más principales y hermosas de la provincia.
Recordaba continuamente a su desgraciado padre, afligiéndose algunas veces por haber sido su verdugo, y otras regocijándose de la venganza tan cumplida que había tomado de los dos culpables.
Una tarde que se encontraba en casa del marqués de Mos en compañía de varios señores del país proyectando una cacería en las montañas de Montruto, recibió un mensaje de su fiel servidor Nuño Pérez de Coutiño, a quien por la revelación que le hizo, y de que ya tienen conocimiento nuestros lectores, le colmó de favores y le empleó de capitán de sus arqueros de Guitiriz; en que le suplicaba encarecidamente se llegase al castillo porque estaba en los últimos instantes de su vida y deseaba antes de morir hacerle otra revelación no menos importante.
D. Gutierre, que le había cobrado bastante cariño, montó a caballo al instante y se dirigió a todo escape a Guitiriz pesaroso de la desdichada suerte del que había sido tan buen servidor de su casa.
-Las cuatro leguas que había desde Betanzos al castillo las anduvo en menos de tres horas, gracias a la agilidad de su corcel; de modo que cuando se apeó en el patio de su fortaleza aún no había cerrado del todo la noche.
Subió presuroso a la cámara de Nuño, y tan pronto como le divisó en el lecho se abalanzó él con las lágrimas en los ojos y estrechándolo en sus brazos como a un hermano: tal era el cariño que le tenía.
-D. Gutierre -dijo con moribunda voz el capitán de sus arqueros-; conozco que voy morir muy pronto, pero antes es preciso que sepáis un secreto que hace seis años tengo encerrado en el pecho..., veneno, que minando lentamente mi vida, acaba por fin con ella.
-Día..., día luego lo que sea.
-Señor, vuestro padre y Doña Leonor murieron inocentes.
-¡Inocentes, Nuño! -exclamó D. Gutierre, con voz de trueno.
-Inocentes. Yo amaba a vuestra esposa, se lo dije a ella, y viendo que desoyó con desprecio el amor que la tenía, forjé en venganza la monstruosa calumnia de que fue víctima...
-¡¡Basta!!, ¡¡¡basta, serpiente de los infiernos!!! -gritó D. Gutierre sin dejarle concluir; y sacando su inseparable daga la hundió hasta el pomo por tres veces en el vientre del infame Nuño, que aun al expirar envuelto en sangre parecía derramar una sarcástica sonrisa sobre el mismo que le asesinaba tan cruelmente.
D. Gutierre le arrastró en seguida por el cuarto, le cortó la cabeza, los brazos y las piernas; y después de mutilarle, de descuartizarle en pequeños trozos como el más hábil de nuestros verdugos, salió de aquella habitación con los pelos encrespados, los ojos espantados y pronunciando palabras sin fin y sin objeto..., todo en el desorden más completo, y haciendo huir a los soldados de su castillo. —197—
Desde entonces D. Gutierre Pardo de Gayoso, señor de Guitiriz, de Narla y de Caldaloba, se volvió loco.
En todos los sitios creía ver la sombra de su padre enseñándole la cabeza de su esposa.
Pasaba la mayor parte del tiempo en el puente donde matara al anciano que le diera el ser, murmurando: ¡dá, dá!, y después de tres meses de padecimientos, en un exceso de locura, pegó fuego al castillo, pereciendo entre sus escombros abrasado por las llamas.
FUENTE
Vicetto Pérez, Benito, El Fénix, Valencia, n.º 25, 4.ª época, 28 de octubre de 1849, pp. 194-197.
Publicado también en Revista de Teatros, n.º 109, 5 de agosto de 1843, y n.º 110 de 9 de agosto de 1843 y Crónica: semanario popular económico, Madrid, 1844, Volúmenes 1-52, pp. 352-354.