El progreso
I
Cuando severa la Historia,
sin flaqueza y sin encono
separe el oro y la escoria,
la Ciencia será la gloria
del siglo decimonono.
Hombre, que incansable alientas,
y, en medio de tus furores
y de tus luchas sangrientas,
con noble ambición aumentas
la herencia de tus mayores:
por tu esfuerzo nunca vano,
por tu incesante inquietud,
hoy el espíritu humano,
de la tierra soberano,
se acerca a su plenitud,
y tu atrevida razón
tan diligente camina,
que, a cada generación,
de la infinita ecuación
una incógnita elimina.
Dignas de tus ambiciones,
dejan absorto el sentido
las fuerzas de que dispones
cuando a tu servicio pones
lo heredado y lo adquirido;
y tanto los vuelos crecen
de tu genio singular,
que, aunque indómitos parecen,
tus caprichos obedecen
cielo, tierra, viento y mar.
Ya, de su magia seguros,
los modernos Zoroastros
con poderosos conjuros,
por los espacios oscuros
paran y mueven los astros.
Copérnico el movimiento
negó al sol; y, en su ilusión,
clavándolo al firmamento,
repetir creyó el portento
que vio absorto Gabaón;
y la Tierra, que pasmada
tal propósito veía,
de su asiento desquiciada,
por una elipse cerrada
girando en torno corría.
Mas hoy, rendido al poder
de otro genio colosal
que más claro logró ver,
el sol, se vuelve a mover
y la elipse es espiral.
Si la esfera cristalina
algo a tu vista vedó,
ya tu inducción peregrina
por indicios adivina
lo que ver no consiguió:
el astro que en las regiones
del éter frunce o dilata
la curva en que lo supones,
con tales aberraciones
nuevos astros te delata;
y, a guarismo reducidas
sus señas, que bien comprendes,
por sendas de ti sabidas
entre las mallas tupidas
de tu cálculo los prendes.
Es tan segura y tan alta
la ciencia que sorprenderlos
logra cuando el cielo asalta,
que ni verlos le hace falta,
pues los conoce sin verlos.
Mas, de aparatos provista
tu salaz observación,
cuando les sigue la pista
corroboras con la vista
lo que anuncia la razón;
los planetas colosales
cuyo lejano reflejo
no alcanzan ojos mortales,
como alondras al espejo
se acercan a tus cristales
y si hay partes del gran todo,
que aun no logras ver así,
ésas, por distinto modo,
muestran en secreto al yodo
lo que te ocultan a ti.
Tú de la luz cenital
disuelves el arrebol,
y, por arte magistral,
con un prisma de cristal
destrenzas el rayo al sol;
en premio de tus desvelos,
el signo de paz te apropias
que Dios extendió en los cielos,
cuando sobre blancos velos
las tintas del iris copias,
del iris, cuyos fulgores
alegran la inmensidad:
listón de siete colores
que en su manto de vapores
despliega la tempestad.
Los cuerpos opacos pueblas
con los fantasmas que evocas;
y, desvaneciendo nieblas,
hallas luz en las tinieblas
y transparencia en las rocas.
¡Portento de los portentos!
Hasta el astro misterioso
que cruza los firmamentos
te anuncia sus elementos
con su rayo luminoso;
y, a negra placa sombría
que tu industria le prepara,
su firma en rayas envía:
profunda taquigrafía
con que su esencia declara.
Y, si sagaz adivinas
lo que el ancho espacio encierra
y a los cielos te avecinas,
¡con qué prodigios dominas
el mar, el viento y la tierra!
Los peligros afrontando,
resistencias vas venciendo,
ya las olas dominando,
ya los montes taladrando,
ya los nublados hendiendo.
Hoy el marino navega
seguro de polo a polo;
que, cuando al agua se entrega,
lleva el viento en su bodega
como en sus antros Eolo.
Allí, en caldera bullente,
se fragua la tempestad
que, a, su mandato obediente,
voltea la hélice ingente
con rauda velocidad.
Dos aspas, girando aprisa
(terror del sollo y la chopa),
son alas de dócil brisa,
que, a sus órdenes sumisa,
hiele siempre al barco en popa.
Por seguro derrotero
sobre el ondulante charco
va el piróscafo ligero:
mientras vela el marinero
no teme choques el barco;
que, en rutilante guirnalda,
para dar cuenta de sí
lleva un diamante a la espalda.
Y a la diestra una esmeralda,
y a la siniestra un rubí.
Ya tranquilo se desliza,
sin miedo a médano u hoya,
sobre el mar que el viento riza:
ya no hay banco ni baliza
ni fondeadero sin boya;
tras la niebla, en triste acento
la sirena gime al pie
del cantil, y en su lamento
delata al escollo el viento,
que ayer su cómplice fue;
el faro su luz tranquila
derrama en la inmensidad:
ojo insomne que vigila
con encendida pupila
la nocturna oscuridad;
y así, cuando el firmamento
sus astros al mundo niega,
puede el navegante atento
saber a cada momento
por qué regiones navega;
que, en varias combinaciones
de luces y de cristales,
sobre la costa dispones
brillantes constelaciones
de estrellas artificiales.
Pero, en tu ardiente heroísmo,
sin temores ni recelos,
quieres vencer por ti mismo
a los monstruos del abismo
y a las aves de los cielos:
con audaz intrepidez
penetras en la onda fría
y exploras su lobreguez,
compitiendo con el pez
nacido en la mar bravía;
y, flotante monumento,
de tu audacia sin rival
aspirando al firmamento
se eleva el globo en el viento
más que el águila caudal.
Si hoy su inmensa mole vana
cede a la racha enemiga
que juega con él liviana,
los cuatro vientos mañana
serán su dócil cuadriga.
La peña, horadas cual barro
para trasponer el cerro,
y con esfuerzo bizarro
unces la nube a tu carro
sobre dos barras de hierro.
Sin absurdos exorcismos
transformas los horizontes,
y sin graves cataclismos
vas colmando los abismos
y perforando los montes.
Tú los macizos ahuecas
de sus entrañas profundas,
las cumbres en llanos truecas,
los anchos lagos desecas
y los desiertos inundas.
Más que las manos de Alcides
son poderosas tus manos:
los mundos pesas y mides,
los continentes divides
y juntas los Océanos.
Aunque se oculte a tu vista,
a tu mandato severo
no hay fuerza que se resista:
la luz es tu retratista,
y el rayo tu mensajero.
Por férreos hilos tendidos
corre de aquí para allí;
en puntos por ti elegidos,
con cifras y con sonidos
escribe y habla por ti;
y, sin que logren cortar
su curso el agua ni el viento,
que no lo sienten pasar,
une a las olas del mar
las olas del pensamiento.
Ya, por un cable entesado,
veloz el globo circunda,
ya, en un alambre encorvado
rendido y aprisionado,
los aires en luz inunda;
y en las noches consagradas
al estudio o al solaz,
con ambas alas cortadas
ilumina tus veladas
el relámpago fugaz.
Por ti a la palabra esquiva
del ignorante o del sabio
no hay ya distancia excesiva:
por un hilo corre viva
cual vibra al salir del labio.
Por ti halagan el oído
voces ausentes o muertas;
que, en un cilindro esculpido,
guardas el eco dormido,
y de un soplo lo despiertas.
Mísero acento mortal:
con tus dulces inflexiones
o tu iracundia brutal
te gozarán perennal
futuras generaciones.
Gracias al rayo veloz
que en tu mano centellea,
hombre incansable y precoz,
eterna es desde hoy la voz,
como es eterna la idea.
Tanto los ímpetus crecen
de tu genio singular,
que, aunque indómitos parecen,
tus caprichos obedecen
la tierra, el viento y el mar.
¡Hombre! ¡tu inmensa potencia,
que ayer era vaticinio,
ya es innegable evidencia!
¡Tu augusto cetro es la ciencia,
y el planeta tu dominio!
¡Merced a la luz subida
que en torno de ti derramas
como lluvia bendecida,
hoy el árbol de la vida
cubre el mundo con sus ramas!
II
Pero, aunque el orbe sumiso
ves a tu genio inmortal,
en tu nuevo paraíso
que renuncies es preciso
al árbol del bien y el mal,
¡El bien y el mal! ¡Cara ciencia
que te arrojó del Edén
y te costó la inocencia!
y al fin -responde en conciencia-
¿Qué sabes del mal y el bien?
Bien, para la ciencia humana
cuando lo intangible explica,
es palabra hueca y vana
a que tu razón liviana
conceptos sin fin aplica.
Siempre, de constancia ajeno.
tomas, tras breve intervalo,
la triaca por veneno:
lo que ayer fue malo es bueno;
lo que ayer fue bueno es malo.
Hoy las naciones aherrojas,
mañana expulsas los reyes;
y, entre mortales congojas,
como la selva sus hojas
mudas costumbres y leyes;
que, en perdurable ansiedad
y en insensato furor,
miserable Humanidad,
tu verdad sólo es verdad
después de haber sido error.
Y no es que, a puro ascender
por la esfera soberana,
nuevos astros logres ver:
¡no tal! ¡el error de ayer
error vuelve a ser mañana!
La estrella que vacilante
se hundió en el triste Occidente
de tu horizonte inconstante,
con resplandor más brillante
vuelve a surgir por Oriente.
En alterna sucesión,
pasan por el fondo oscuro
de tu confusa razón
las ideas de Platón,
los átomos de Epicuro.
Uno te baña en el lodo,
otro en la luz increada
quiere fundirte a su modo:
Hegel te da su Dios Todo;
Schopenhauer, su Dios Nada;
Y hoy, con retorno imprevisto
por tu inteligencia ruda,
de nuevas armas provisto,
frente a la gloria de Cristo
su nirvana sienta Buda.
¡Y, si orgulloso depones
los ídolos con que pueblas
tus absurdas religiones,
todas tus exploraciones
se pierden en las tinieblas:
En esa región sombría
que sonda tu mente ociosa,
nada alcanzan, alma impía,
tu vana filosofía
ni tu ciencia cautelosa.
¿Qué importa! Con estupendo
valor, el cielo explorando,
sus senos vas revolviendo,
unas veces discurriendo
y otras veces observando.
Ya, con ridículo error,
piensas hallar la evidencia
cuando empuñas la mayor,
desenvainas la menor
y ensartas la consecuencia.
Y, en la ilusión que después
te ocasiona ese embolismo,
al Ser absoluto ves
encerrado entre las tres
paredes de un silogismo;
ya, prudente y sabihondo,
con tal jerga no te ofuscas:
quieres ver mondo y lirondo,
al mismo Dios; -y en el fondo
de tu retorta lo buscas.
Ingredientes preparando,
el uno del otro en pos
en ella los vas echando,
y aguardas que fermentando
salga la Esencia de Dios:
salvo (¡como es natural!)
condenarlo en rebeldía
con sentencia capital
cuando, citado, en su día
no acude a tu tribunal.
Con prudente rigorismo,
toda hipótesis repudias,
y, a solas contigo mismo,
miras, observas y estudias
la piedra y el organismo.
Ves que al hierro busca el rayo..
ves que palpita la arteria...
y, después de cada ensayo,
repites para tu sayo:-
«¡Son leyes de la materia!»
Y como, firme y certero,
todo, entre uno y otro polo,
sigue su ley, dices fiero:-
«pues el reloj anda solo,
¡no hace falta relojero!»
Y, cuando de tu sistema
eliminas a Elihú,
sacas, por final teorema,
que hay una Fuerza suprema,
y esa fuerza no eres tú.
Conoce al pastor la grey,
conoce el siervo al Señor,
conoce al gañán el buey; -
y tú, que encuentras la ley,
niegas al Legislador.
Si alzarte quieres a Él,
tus sistemas son colosos
como esa férrea Babel
que en París levantó Eiffel
para recreo de ociosos:
pirámide irregular
que ni a los ojos agrada
ni se sabe a qué aplicar;
maravilla singular
que no sirve para nada;
obra inútil que, aunque dé
a su autor claro renombre,
es capricho puesto en pie,
de donde sólo se ve
la gran pequeñez del hombre.
Sabio que nunca te humillas,
y estudias, para negarlas,
las celestes maravillas:
¡A Dios se va de rodillas!-
¡Y tú no sabes doblarlas!
Ni tu ciencia analizarlo
ni tus ojos pueden verlo;
y en balde esperas hallarlo,
si en vez de reverenciarlo
te empeñas en comprenderlo.
¿Abarcar quiere tu mente
lo infinito?-¡Estás lucido
si ignoras, pobre demente,
que ha de ser lo continente
mayor que lo contenido!
¿Cuándo más grande, alma terca,
será el puñado que el puño,
ni el cercado que la cerca,
ni el tornillo que la tuerca,
ni la moneda que el cuño?
En vano será que gires
del uno al otro confín
y que obcecado delires:
por donde quiera que mires
no has de hallar a Dios el fin.
¡En vano, entre los escombros
de una y otra religión,
buscas prodigios y asombros,
si no nacen en tus hombros
las alas de la oración!
Con ellas se tiende el vuelo,
con ellas se alcanza todo,
mas tú, sin mirar al cielo,
te revuelcas en el suelo
corno un reptil en el lodo.
Desde él, con cerviz enhiesta,
lanzas a la eternidad
tu irreverente protesta,
como tu saber compuesta
de soberbia y ceguedad.
Pero Dios, a quien provoca
tu voz moviéndole guerra,
desprecia tu furia loca,
y al fin te tapa la boca
con un puñado de tierra.
Entregada a tu razón
la ciencia del bien y el mal,
y mudo tu corazón,
al par de tu religión
corre ciega tu moral.
Con descabellado intento
y absurda soberbia vana,
pides al entendimiento
lo que es en la vida humana
producto del sentimiento.
Buscas en la inteligencia
los frutos del corazón:
¡Y la paz de la conciencia
no sabe darla tu ciencia
ni lograrla tu razón!
¡Ah! lo que Bacon inquieto
no pudo en su genio hallar,
lo hallaron, claro y escueto,
en su ergástulo Epicteto
y Job en su muladar.
Y esa fuerza, que renombre
no busca, ni lucro en pos,
se llama, con vario nombre,
Virtud, si la alcanza el hombre;
Gracia, si la otorga Dios.
Ella a la ley soberana
la frente serena inclina,
y es su misión lisa y llana
de la voluntad humana
a la voluntad divina.
Al talento más experto
se aventaja el corazón
cuando a Dios se ofrece abierto;
que el bien no está en el acierto:
el bien está en la intención.
Sin más código moral
convertirás en edén
este infierno terrenal:
el bien es querer el bien;
el mal es querer el mal.
Mas ¡ay!, al error propicia,
tu torpe naturaleza
los dones más altos vicia:
Eva te dio su malicia
y Adán te dio su flaqueza.
De tu saber engreído
frunces la nublada frente;
que, soberbio y descreído,
siempre te halaga el oído
la lengua de la serpiente.
Nunca tus actos se rigen
por la sencilla virtud;
y en eso tienen su origen
los afanes que te afligen
de la cuna al ataúd.
¿Qué vale que tu razón
su imperio en el mundo ejerza,
si, en constante agitación,
más deprisa que tu fuerza
va creciendo tu ambición?
Poco importa que del trueno
disponga tu voluntad:
jamás vivirás sereno
mientras lleves en el seno
la soberbia y la impiedad.
Ni aun ahuyentando la muerte,
ni aun suprimiendo el dolor,
feliz consiguieras verte:
¿Qué te vale ser más fuerte,
si no sabes ser mejor!
¡Y, mientras en lucha vana
te das a ti mismo guerra,
pretende tu mente insana
dirigir la caravana
de los hombres por la tierra!
¡Ay! ¡aunque indagues ladino
las leyes que el orbe rigen,
mal trazarás tu camino
desconociendo tu origen
e ignorando tu destino!
Por saberlos, iracundo,
das tormento a tu razón;
y, con esfuerzo profundo,
por la evolución del mundo
calculas tu evolución.
Mas ni esa base ilusoria
te da firme fundamento
para adivinar tu historia:
¿te es, por ventura, notoria
la suerte del firmamento?
Ya supones que, apagados
los soles, a ellos caerán
los planetas despeñados,
y, por el choque incendiados,
nebulosas formarán,
que, por los anchos abismos
de los espacios profundos,
con sus elementos mismos
darán, en nuevos guarismos,
origen a nuevos mundos;
ya llegas a presumir
que la Fuerza persistente
dejará de persistir,
o, en las esferas latente,
sueño eterno ha de dormir,
y los astros, a millones
parecerán, apagados
en las etéreas regiones,
negro enjambre de moscones
en éxtasis arrobados.
¡Oh, si por frutos opimos
lograra tu entendimiento
agregar a sus esquimos
la historia de esos racimos
que penden del firmamento!
Si el cielo abarcar pudieras
y entre tus manos avaras
al fin cogido lo vieras,
¡con qué placer lo exprimieras
y de un sorbo lo apuraras!
Mas, si por milagro un día
tanto hiciera tu poder,
ni aun así se aplacaría
esa eterna sed impía
de inquirir y de saber:
juzgando verdades claras
cuanto tu mente ideó,
si el secreto a Dios robaras,
aún conocer intentaras
lo que nunca Dios soñó.
Junto al borde del abismo
vagas triste y macilento,
engañándote a ti mismo
con el falaz espejismo
de tu propio pensamiento;
y tras él, de breña en breña,
tu inteligencia sin fe
desbocada se despeña:
tanto anhela cuando ve,-
y piensa ver cuanto sueña:
¡crisálida misteriosa
que, si lo futuro escarba
y lo pasado desglosa,
no sabe si ha sido larva
ni si ha de ser mariposa!
Hablas de males y bienes;
y, cuando te encumbras más
y por más sabio te tienes,
ni sabes de dónde vienes,
ni sabes adónde vas.
Ya imaginas que a tu oído
llegan los cantos triunfales
del hombre futuro, henchido
de venturas terrenales
en progreso indefinido;
ya supones, sin embargo,
cansado de progresar
y hallando el camino largo,
que al fin podrás en letargo
delicioso reposar.
¡Falso ensueño esplendoroso!
¡Ilusión risueña y vana
pensar que, en ocio dichoso,
solaz encuentre y reposo
tu rendida caravana!
La idea que sin sosiego
persigue tu fantasía
soñando alcanzarla ¡ciego!
es la columna de fuego
que en el desierto te guía.
Tras ella caminarás
siguiendo su rumbo incierto,
mas nunca la alcanzarás:
por ella progresarás;-
pero siempre en el desierto
Humanidad que, sin tino,
fatigada de marchar
buscas fin a tu camino:
¡no es arribar tu destino!
¡Tu destino es caminar!
¡Moisés! ¡Moisés! ¡no te entregues
a grata ilusión mentida!
¡Por mucho que al cielo ruegues,
morirás antes que llegues
a la tierra prometida!
¡Nunca esa tierra ilusoria
premio de tu afán será!
¡Cuando alcances en la gloria
la palma de tu victoria,
ni tierra ni mundo habrá!
Mas no cejes receloso,
hombre, si Dios no te escucha;
que es empeño candoroso
buscar fijeza y reposo
donde todo es cambio y lucha.
Comprende al fin el misterio
que tu alto destino encierra:
la vida es un cautiverio;
y, aunque es la tierra tu imperio,
¡no es tu galardón la tierra!