El primer día de viuda
Lloraba á chorros la sin ventura Emelina, convertidos sus ojos en fuentes y sus megillas en arroyos. ¡Ya se vé! D. Robustiano, su dulce esposo, acababa de morir. Vosotras, las que alguna vez habéis sido viudas, comprendereis fácilmente esta situación.
Cuando sus lágrimas principiaban á tomar las proporciones de rio, llegó un solterón, antiguo conocido de la casa, á acompañar á la viuda en su aflicción y á darle el consuelo que en semejantes circunstancias se le podia dar.
— Emelina, le dijo, debe V. llorar, porque la pérdida es de mucho peso (D. Robustiano pesaba lo menos diez arrobas), pero, sin embargo, si V. cree que yo puedo hacer menor esa pérdida ocupando su lugar, entonces mi hacienda y mi mano....
— ¡Ah, señor! yo aceptaria con gusto las dos cosas, pero, créame V. , estoy comprometida con otro, y soy mujer de mi palabra.
— Mucho me pesa, Emelina, el haber llegado tan tarde; pero Dios mejora sus horas, y acepto su palabra para cuando se lleve á ese caballero.