El pretendiente: 01
Tratando de delinear los tipos más generales y característicos de la sociedad española, muy pocos pasos podríamos dar en tan vasto campo, sin tropezar de buenas a primeras con el que queda estampado por cabeza de este artículo.
Donde quiera, con efecto, que dirijamos nuestra vista, donde quiera que alarguemos nuestra mano, el pretendiente nos presenta su atareada figura, el pretendiente nos ofrece su envejecido memorial. Desde el humilde taller del artesano, hasta los áureos escalones del trono, ni una sola clase, apenas ni un solo individuo, dejamos de ver atacado más o menos de esta enfermedad endémica, de este tifus contagioso, designado por los fisiologistas de sociedad con el expresivo título de la empleo-manía; y aunque variados en los accidentes, siempre habremos de reconocer en todos ellos los caracteres principales de tal dolencia; la ambición o la miseria por causas; la agitación, la intriga y desvelo por efectos consiguientes. El término del mal también varía según los individuos o según las circunstancias; los hay que se darían por sanos y salvos con la posesión de una estafeta de correos o un estanquillo de tabacos; los hay que aspiran a ornar su persona con un capisayo de obispo o un uniforme ministerial; hasta los hemos visto que, en más elevada clase, no dudaron un punto en lanzarse a la pelea y conmover al país a trueque de conquistar una corona. Todos son pretendientes; todos están atacados del tifus de la ambición.
Para conseguir sus deseos, cada cual pone de su parte los medios respectivos que entiende por más análogos; y estos medios, este sistema, varían también frecuentemente según los caracteres peculiares de cada siglo, de cada civilización, de cada mes. Los que eran ayer oportunos y de seguro efecto, suelen aparecer hoy ridículos y producir el contrario; los que en el momento presente están indicados, hubieran sido temerarios ejercidos en la antigüedad: la antigüedad en el lenguaje moderno, suele ser la década última, el año pasado; y nunca más que ahora tiene su significación genuina la emblemática figura del tiempo viejo y volador.
Tanto más difícil para el dibujante retratar con exactitud la fisonomía de un objeto tan móvil, cuanto que a cada paso se viste como el camaleón de los colores que le rodean; que ayer humilde, hoy arrogante; ayer hipócrita y compungido, hoy desenvuelto y lenguaraz, como que parece desafiar a la observación más constante, al más atinado pincel, a la pluma más bien cortada.
Válgannos para el desempeño más o menos acertado de nuestra difícil tarea los procedimientos velocíferos del siglo en que vivimos; hagamos en vez de un esmerado retrato al óleo, un risueño bosquejo a la aguada; y si esto no basta, préstenos el daguerrotipo su máquina ingeniosa, la estereotipia su prodigiosa multiplicidad, el vapor su fuerza de movimiento, y la viva lumbre de su llama el fantástico gas; aun así, procediendo con tan rápidos auxiliares y pidiendo por favor al modelo unos instantes de reposo, todavía nos tememos que ha de cambiar a nuestra vista, y que si le empezamos a dibujar semejante, ha de haber envejecido antes que concluyamos la operación.
Para ofrecer algún ligero estimulante al complaciente auditorio, bueno será preparar la escena en que ha de aparecer nuestro protagonista, con una primera parte que sirva de prólogo o introito como acostumbramos los modernos dramaturgos, en el cual, alargando nuestra vista retrospectiva a unos diez o doce años atrás, podremos observar cuál era entonces el pretendiente cortesano y cuáles las condiciones a que había de sujetarse en aquella clásica sociedad. Este paso retrógrado que habrán de dar con nosotros los lectores, hallará gracia en sus corazones, siquiera no sea más que por la circunstancia de trasladarse en imaginación a una edad más juvenil; que también en retroceder hay progreso, sobre todo cuando se cuentan diez o doce navidades de progreso más.