El prejuicio sexual y el Profesorado en la Facultad de Filosofía y Letras

Nota: Publicado en el Tomo 37, Año 1910, de la Revista de Derecho, Historia y Letras.
El prejuicio sexual y el Prolesorado en la
Facultad de Filosofia y Letras[1]



Buenos Aires, Octubre 20 de 1910. 


Al Honorable Superior Universitario.


Honorable Consejo:


En junio de 1910 manifesté al señor decano de la Facultad de Filosofía y Letras el deseo de formar parte del profesorado de esa Facultad, solicitando la suplencia de la cátedra de Ciencia de la Educación.

El doctor José Nicolás Matienzo, sin hacer la menor objeción á mi deseo, al entregarme los estatutos dijo:

—«Sométase á éllos».

Sometiéndome á ellos, presenté una monografía y una solicitud, cuya respuesta transcribo: «En cuanto á su deseo de incorporarse al profesorado universitario, la Facultad, en la duda de si es posible abrir esa carrera, por ahora, al sexo femenino, ha aplazado el asunto».

En octubre de 1910 solicité del Honorable Consejo de la Facultad de Filosofia y Letras una contestación definitiva y de nuevo «fue aplazado el asunto».

Creyéndome con el derecho de obtener siquiera una contestación definitiva, á pesar de «ser mujer», pido al Honorable Consejo Superior Universitario solucione «el asunto».

Es justicia que espera del Honorable Consejo Superior Universitario,


Raquel Camaña. 


No invocaré como títulos para merecer lo que pido ni el haber sido alumna tal, en esa Facultad de Filosofía, en el curso de Lógica, profesado por el doctor Matienzo, y en los de Psicología, profesados por los doctores Piñero é Ingegnieros, que fui solicitada mas de una vez por el auditorio para dar cursos libres; ni el haber merecido, como Relatora Oficial del tema «Educación sexual» ante el Congreso de Medicina é Higiene del Centenario Argentino, que el doctor Súnico hiciera moción para que «mi tesis fuera publicada á la vez en todo diario de la República y repartida á todo maestro por el Ministerio de Instrucción Pública» ; ni el haber hecho triunfar a nuestro país, como Delegada Oficial, del Comité de Higiene que preside el doctor Méndez y de la Asociación Nacional del Profesorado, ante el III Congreso Internacional de Higiene Escolar — tribunal supremo para todo docente — reunido del 2 al 7 de agosto próximo pasado en París, donde exigí y obtuve una segunda sesión plenaria sobre «educación sexual» para refutar las conclusiones del relator oficial doctor Chotzen, consiguiendo imponer las mías que fueron hechas votos del Congreso por esa asamblea en medio del más frenético entusiasmo por parte del numeroso público y del presidente de la sesión, del sabio doctor Malapert; ni el haber sido invitada, á raíz de ese éxito, por Bélgica, al (Congreso de Pedagogía é Higiene á reunirse en Bruselas y, por el delegado oficial español doctor de Tolosa Latour, para dar una serie de conferencias en el Ateneo de Madrid; ni el haber obtenido de nuestra Sociedad de Higiene Pública, en sesión del 31 de octubre de 1910, la aprobación unánime de la conclusión de mi tesis «La cuestion sexual»: «La Sociedad de Higiene Pública formula un voto porque, en los programas de Higiene y de Ciencia de la Educación, se incluya la «educación e instrucción sexual», en los colegios nacionales, liceos, escuelas normales é institutos superiores del profesorado—(Facultad de Filosofía y Letras, facultades de La Plata, Escuela Normal Superior, Instituto de Educación Secundaria, etc.)»; ni merecer que el doctor Alfredo L. Palacios pidiera á esa sociedad interviniera ante el C. S. U. para que solucionara favorablemente mi solicitud; ni invocaré la opinión del Excmo. señor Ministro de Justicia, doctor Garro, quien reconoce mi derecho y la improcedencia de las resoluciones tomadas por la Facultad de Filosofía, reconociendo, a la vez, que, siendo autónomas las facultades, el ministro de Justicia, aun ante una injusticia como la que se esta en vías de sancionar, no puede intervenir.

Nó. — Lo único que alegaré á mi favor es lo que exponía en mi primera solicitud: «Creyendo que una parte de los males humanos son engendrados por los prejuicios sociales y que aquel que se sienta con fuerzas para luchar contra ellos esta en el deber de hacerlo, solicito del señor Decano la suplencia de la Cátedra de Ciencia de la Educación con el objeto de dar una serie de conferencias sobre Higiene Psíquica.»

Egresada de un medio educacional único, alumna en la Escuela Normal de La Plata de Miss Mary O. Graham, de ese genio pedagógico que Sarmiento trajo para su provincia natal, he frecuentado, en esta capital, durante 10 años, los principales establecimientos de educación secundaria y universitaria: Al compararlos con lo que ha de ser «la escuela», llámesele Jardin de Infantes ó Facultad de Filosofía y Letras, me he convencido de que principalmente a la falta de «espíritu de enseñanza» debemos atribuir la nulidad de los resultados generalmente obtenidos.

Es ese «espiritu de ensenanza», es esa correspondencia de facultades y de sentimientos que constituye el equilibrio psíquico, lo que trataré de avivar, de orientar en mi Curso Libre de Ciencia de la Educación al luchar contra prejuicios humanos que desorbitan la vida.

Comprendo que los que no han sido formados en «la escuela» duden de su influencia ulterior.

Hace poco, leía con profundo interés la memoria presentada en 1901 por el doctor Estanislao S. Zeballos al Consejo Escolar del V distrito de la capital, bajo el titulo de «Fracaso de la Instrucción Primaria».

¡Como no interesarme por un documento que evocaba, en cada uno de los ideales ofrecidos, toda mi vida estudiantil en esa Escuela Normal modelo de La Plata!

Sí: [2]«La educación tiene dos ideales: uno de Estado, individual el otro. El primero se propone formar caracteres aptos para cultivar el sistema de gobierno propio». El segundo hace al hombre para su misión en la sociedad desarrollando su carácter y sus aptitudes morales y físicas. Voluntad firme, espíritu moral, inteligencia nutrida, miembros adiestrados: he ahí el tipo de ciudadano y de hombre que debe formar la escuela argentina»

He ahí el tipo de hombres y de mujeres que formó esa escuela modelo bajo la dirección de Miss Mary O. Graham.

Su primera preocupación fue la de formar el «buen animal» preconizado por Spencer. Para ello no hubo detalle insignificante. Así, el horario, en esa escuela, pese á disposiciones ministeriales en contra, siempre fue discontinuo: «El horario continuo favorece al profesor mas que al alumno, nos decía Miss Mary. Uds. no pueden almorzar bien si lo hacen à las 8 y 30, y están en edad en que la mala alimentación determina enfermedades incurables». Se valía de toda ocasión para explicamos qué clase de desayuno y de almuerzo nos convenía mas; cuando debíamos trabajar y cuando descansar; aprovechaba los días lluviosos— en un país cuyo año escolar es interrumpido por meses de humedad, de lluvia y de fríos— para mostrarnos como debíamos defender nuestros pies, nuestras manos y nuestra ropa de la lluvia y del viento glacial, inculcándonos, de paso, ideas de economía y de cómoda elegancia.

Nos hacia gustar como un premio las horas de gimnasia y de recreo. Cuánto juego se inventó, desde la rayuela hasta el foot-ball, croquet, law-tennis, pelota, cuatro esquinas, saltar a la cuerda, correr à la mancha, el baile, todo nos lo enseñaba ó lo aprendía jugando con nosotras en ese hermoso jardín que sus alumnas grandecitas, las selectas, cuidaban siguiendo un curso de jardinería que Miss Mary, en su amor por las plantas, hacía desear como un premio.

Los sábados, en alegre bandada, íbamos con ella y con nuestros profesores al bosque á correr, á jugar, á sestear sobre el pasto, á herborizar, á conocernos, á amarnos mutuamente.

Hacíamos comiditas deliciosas aprovechando lo preparado por nosotras mismas en la clase de Economia Doméstica del viernes á la tarde. Los dias de fiesta, cuando el tiempo favorecía, íbamos al puerto, á la Ensenada, á la Isla de Santiago. El sub-prefecto de entonces — un Sarmiento y basta — ponía á nuestra disposicion buquecitos, nos obsequiaba con espléndido lunch, hasta nos acompañaba á veces.

Lo que allí disfrutábamos correteando, enterrándonos en la arena, «descubriendo la isla», internándonos río adentro en la playa baja, los pies descalzos, el cabello en desorden, las manos en visera protegiendo los ojos deslumbrados por el reflejo del sol poniente!

¿Olvidaré jamas esos diez días pasados con Miss Mary y sus alumnas mayores en las sierras del Tandil? ¡Qué no hicimos! Alpinismo, carreras, marchas forzadas, inspección escolar, lecciones modelos, todo realzado por bailes con que la hospitalaria sociedad del Tandil nos obsequió.

Así como «la maestra» formaba el físico del alumno, forjaba el carácter, dura y enérgicamente si era necesario: Exigía más, siempre más: Inflexible ante la falsedad, ante la cobardía, ante la pequeñez; llena de amor religioso por la vida que se busca á sí misma para elevarse erigiéndose en único juez. La disciplina era férrea, como impuesta de adentrio afuera por cada alumno, juez de sí mismo en toda ocasión ordinaria, sometido al tribunal de sus discipulos en casos gravísimos.

Miss Mary visitaba personalmente la escuela toda, en cada una de sus clases del curso normal y de aplicación.

¿Por donde entraba? ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo hacía que nos observaba? ¿Habíanos hecho ya otras visitas durante el día? Imposible saberlo.

¿De donde sacaba tiempo y fuerzas para estar en todas partes?

De ahí nacía, intintivo y seguro, nuestro convencimiento de que «la maestra» lo sabía todo; de que, si algo preguntaba, era para probar nuestra veracidad pero que era inútil ocultar un hecho ó ensayar el engaño.

¿Cómo soñar en desobedecer? Jamás dudó de la palabra dada. Jamás nos atrevimos á prensar en engañarla.

La enseñanza era tan profunda, tan individual, tan personal que hacía de cada escolar un eterno alumno de la vida, en marcha hacia la verdad, hacia la bondad: «No es superior el que se adapta simplemente al medio, el que se deja teñir por él, nos decía. Superior es, el que obliga al medio, al adaptarse à él siempre que, adaptándolo, eleve la línea de la vida ».

Trabajábamos con tanto mayor placer cuanto que no teníamos celadores: Sabíamos que el vigilante sólo es necesario donde los individuos no se gobiernan á sí mismos.

«Sentíamos» el deber cuya noción teórica es tan difícil de inculcar artificialmente.

Cada curso normal tenía en el salón de clase una biblioteca de acuerdo con los programas: Aquellos libros no eran mem, adorno: Les dedicábamos toda las horas de lectura, las vacantes por falta de profesor. Cada punto esencial de los programas era debatido de acuerdo con los hechos observados por nosotros, con las teorias más razonables que cada uno de los alumnos, dividiéndonos de antemano el trabajo, buscaba, rehacía, exponía y criticaba, sobre todo criticaba.

Ese estar alerta, ese criticarnos á nosotros mismos, á nuestros compañeros, á los autores consultados, á nuestros maestros, á Miss Mary, ella lo exigía no bien notaba un error involuntario, esa gimnasia intelectual y moral continua desaroollaba, minuto por minuto, nuestras verdaderas aptitudes: Así se educa.

Miss Mary dirigía la enseñanza de las Ciencias Naturales porque creía á la biología única capaz de desarrollar en la juventuid la ley de la belleza, de la vida, de la verdad en eterna formación; de abrir la imaginación infantil al amor y al respeto ante la vida llámesela flor, hierba ó gusano; de hacer sentir al neófito el peso de la responsabilidad al trasmitir la vida; de inculcarle la moral física que hace un deber de conservar la salud en las mejores condiciones de higiene corporal y psíquica.

Con ella no había misterios hipócritas: Todo era religiosamente natural. ¡Cuánto leíamos en sus ojos, en su voz vibrante de amor, de verdad cuando nos explicaba botánica en la glorieta de su jardín, de nuestro jardín puesto que nosotros lo cultivábamos, puesto que cada IV año normal, al egresar de «la escuela», lo hermoseaba con una fuente, con una glorieta, con arboles, con rosales, con violetas!

Hasta los menores detalles eran, en manos de esa sabia educadora, un medio para forjar el carácter. ¡Qué lección de justicia distributiva era para nosotros cada clasificación diaria, mensual ó anual! ¡Cómo nos dolía, cual si hincaran en carne viva, «el punto» que Miss Mary clavaba al lado de nuestro nombre en «la libreta» cuando nos equivocábamos! A veces un alumno era designado para clasificar la reciente exposición ó trabajo práctico de un compañero ó lo que era mas difícil, uno mismo debía valorar «en justicia», sin falsa modestia, el propio trabajo.

¿Tratabase de una fiesta escolar, de esas que, por lo general, son hoy escuela de simulación?

Por turno, un curso normal era encargado de los festejos.

Recibida la designación, solos, sintiendo pesar la responsabilidaid del éxito sobre nosrotros, elegíamos la comisión honoraria, la directiva y la de recepción; arbitrábamos fondos por suscripción escolar y familiar; confeccionábamos el programa y… á ejecutarlo! La escuela entera nos obedecía. Nuestras indicaciones eran órdenes.

Qué satisfacición tan íntimamente nuestra nos proporcionaba cada múmero aplaudido!

No he hallado ni hallaré en mi vida —una vida humana es muy corta para eso— otra encarnacion de «la maestra», otro genio piedagógico.

Lo exacto, lo personal, lo individual, lo que creyéramos verdadero —y eso tan sólo— era lo que «la maestra» —cuánto honra ese título!— exigía. «El espíritu de su enseñanza» es tan único y genialmente humano hoy como lo era ayer: Hace poco, cuando lo hice conocer en una de las sesiones plenas del Congreso Internacional de Higiene Esoolar reunido en Paris, la asamblea escuchaba absorta y conmovida, como ante un ideal futuro, el relato de lo que, para mí era —desgraciadamente— una bellísima y fecunda realidad vivida ya.

Egresada de ese medio educacional único seré dura quizás, al extender así el título del informe del doctor Zeballos: Fracaso de la instrucción primaria, secunidaria y, en gran parte, de la universitaria por falta de «espíritu de enseñanza».

Nadie en mejores condiciones de juicio que aquel que cuenta con mayor número de elementos de comparación, máxime si parte de un modelo acabado en el cual, lo que hoy se considera ideal, era normal, habitual, sencillamente natural.

Dedicada con pasión al estudio por el estudio, alejada de luchas egoístas y ruines, cultivaba la Psicología anormal estudiando prácticamente la Degeneración en los Hospicios de Alienados de la capital, después de haber dedicado años, en las Facultades de Filosofía y de Medicina, á la Psicología normal y anormal teórica cuando fui sorprendida por la designación de relator oficial del tema: « La cuestion del sexo y la educación especial higiénica y moral en la enseñanza primaria y secundaria», ante el Congreso Internacional de Medicina é Higiene del Centenario Argentino.

Siempre, al estudiar la degeneración, el factor «responsabilidad paterna» me había parecido fundamental.

El que no haya visitado un patio de idiotas en los Hospicios, las salas de un hospital de niños ó esa mísera cloaca humana que se llama, loh irrision!— « La cuna», debe hacerlo si es padre, debe hacerlo si es mujer.

Si al ver á un niño lo que más atrae es la luz gozosa de la mirada, qué no dicen contra el vicio que los engendró esos ojos dilatados por el dolor que nos siguen con pena infinita mientras visitamos la sala, que nos acompañan fuera, que reaparecen juzgando toda alegría, perturbando el sueño, mirándonos desde adentro en todas partes á pesar de que el potbrecito enfermo, condenado desde antes de ver la luz, no conoció de la vida mas que la cama del hospital ó el cochecito del paralítico.

Quien los ha visto, no olvidará jamás los ojos de Angelita, de esa niña epiléptica del Patio Higuera, en el Hospicio de Alienadas. Grandes, serenos, bellos, saltan fuera de las orbitas: Un intenso dolor, allá adentro, en la retina, una lesion sifilítica, obliga á la criatura á hundir sus deditos entre la orbita y el globo del ojo. La oyerais quejarse: Un perro apaleado por su amo no aulla más lastimosa y bestialmente. Cuando está tranquila, en sus raros momentos de reposo, levantamos su carita hacia el sol: La nina abre grandes y ansiosos los ojos y, fija, estáticamente, calmada bajo el suave calor, la cieguecita parece beber luz.

Visitaba, en Bicêtre, la sección de niños anormales. Después de recorrida toda, pasadas horas de horas entre esos pobres, miserables seres, llegué á la enfermería.

Miraba á un infeliz que, atado como perro·rabioso al caño de la estufa, daba vueltas y vueltas gruñendo y babeando, cuando un gritito jubiloso, un!Maman! lleno de amorosa alegría, me hizo volver. De pie sobre la cunita, rubio y rosado, los rulos ocultando á medias la cara sonriente, Los bracitos tendidos hacia mí, un niño de dos anos me llamaba.

—¡Pero ese no es un anormal!— dije sorprendida al médico de la sala.

Vacilante, al principio, trémulo de indignación después, me refirió el hecho. El niño, hijo de madre soltera, había sido criado como una bestezuela por campesinos bretones, que no le enseñaron á hablar ni á caminar, que le dieron sobras de no importa qué desde que el pequeño pudo devorarlas.

Así, ingresó al servicio de anormales de Bicêtre, el vientre hinchado, las piernecitas débiles y flácidas, sin saber dar un paso, sin hablar palabra. En tres meses, alimentado humanamente, revivió.

—¡Y su madre lo oculta como un crimen!, me decía el médico de guardia.

¡Crimen crear, crimen trasmitir la vida! Para mí tan sólo es criminal quien, sabiéndose indigno de crear, crea.

Pero, ¿es, acaso, crimen menor el deformar una vida, el ahogar una inteligencia, embruteciéndola primero por culpable abandono y confinándola, después, entre seres deformes, monstruosos?

Hace pocos meses alguien, en Buenos Aires, despertó á la madre que dormita en todo corazón de mujer, llamando con la única voz que se oye: con lo que se moja en lágrimas.

Fué la doctora Rawson de Dellepiane al fundar su proyecto «La Casa de Madres». Creo, con ella, que allí, amparados, la madre soltera y el hijo, contrarrestarán la ley, la familia y la sociedad que los excluye. Creo que el hecho, lo ya producido, lo ya inevitable hallará en « La Casa de Madres» uno de los remedios más eficaces.

Pero ¿curaremos con ello el mal, modificaremos las causas? No. Las raíces son más hondas: No se renueva la sangre cortando el cáncer.

Afortunadamente, contra el cáncer social de la paternidad indigna de tal nombre tenemos la autoterapia de la educación, de la instrucción.

Estudiado á fondo, ese factor de la degeneración, «la responsabilidad paterna», no puede ser modificado más que por la educación: He ahí como el informe que debía presentar al Congreso me obligó á precisar mis ideas sobre ese punto esencial: «educación é instrucción sexual». Tanto me interesó que mi tesis llegó á provocar las más entusiastas felicitaciones en la asamblea, expresadas, entre otros, por los doctores Sunico, Augusto Bunge y Malbrán. Elevadas mis conclusiones al Comité de Higiene que preside el doctor Julio Méndez, fui designada como delegada oficial de ese Comité ante el III Congreso de Higiene Escolar que se reuniría en París del 2 al 7 de agosto de 1910.

El señor ministro de Instrucción Pública, doctor Romulo S. Naón, no habiendo podido enviar un delegado oficial argentino á ese Congreso Internacional por no haber llegado á tiempo la invitación pertinente, costeó mi viaje. Reconocida en París como delegada oficial argentina por el presidente del Congreso, doctor Albert Mathieu, tuve derecho de intervenir en la sesión plenaria dedicada á «la educación é instrucción sexual».

Anhelantes, cerca de 2000 congresales esperaban esa sesión, la más deseada de todas por la vital importancia del tema. Había dos relatores oficiales: El doctor Chotzen y el doctor Doléris á quien Buenos Aires conoció como delegado francés ante el Congreso Científico del Centenario.

Presidida la sesión por Gustavo Lanson y honrada con la presencia del presidente del Congreso, doctor Mathieu, y del secretario· general, doctor Dufestel, se empleó todo el tiempo disponible en leer las dos comunicaciones oficiales, declaradas excelentes por la mesa. Y, sin dar lugar á discutir las conclusiones, la presidencia declaro levantada la sesión.

Como ·no se tomara en cuenta la protesta de la asamblea, me hice oir en mi carácter de delegada argentina, haciendo constar que no estaba de acuerdo con todas las conclusiones sentadas por el doctor Chotzen y que exigía fueran ampliamente discutidas.

Tratábase de dar, como base, á la educación é instrucción sexual, una religión dogmática; de no declarar esa educación obligatoria y colectiva; de hacer primar el derecho de los padres sobre el derecho del estado (en realidad, «sobre el derecho del niño») si la educación sexual se llegara a dictar en las escuelas.

El doctor Mathieu, ante mi insistencia, propuso postergar la discusión para 'dentro de tres anos, cuando se reuniera en Búffalo el IV Congreso Internacional de Higiene Escolar.

Gustavo Lanson objetó que, al discutir ampliamente esas conclusiones, heriríamos prejuicios morales y religiosos.

Con todo y contra todo, no cejé en mi propósito.

¿Con qué derecho aplazaríamos por tres años el buscar honradamente la verdad? ¿Veníamos á aceptar, ciegamente, sin discusión, dogmas científicos? ¿Nos habíamos reunido, costeándonos desde tan lejos, muchos, para luego desertar como gorriones ante el espantapájaros de los prejuicios?

No sé cuanto tiempo luché esa mañana: Sentía, sin verlo, que la asamblea, en masa, me apoyaba.

Indecible la espectativa del mismo publico ante esa segunda sesión plena, al fin concedida.

Durante horas, que me parecieron minutos, sola, casi, el doctor Doléris se excuso de asistir, refuté las conclusiones del doctor Chotzen demostrando que el núcleo del mal que se trataba de poner en evidencia estaba, precisamente, en el prejuicio religioso del «pecado»; en esa denominación absurda de «órganos y funciones vergonzosas»; en esa reacción cristiana, útil dique en sus comienzos que detuvo la ola corrompida de la civilización pagana en decadencia, pero que, llevada á exageraciones perjudiciales, nutrió el error funesto de creer que el pudor consiste en la ignorancia.

Aceptaba, como verdad fundamental, que la educación sexual debe tener una base religiosa.

Pero ¿cuál? ¿Qué criterio pragmático nos permitiría reconocer cuándo la idea, cuándo el sentimiento religioso son ó nó verdaderos, es decir, son ó no humanos?

Todo sentimiento, toda idea religiosa es buena—eleva la espiral ascendente de la vida —cuando expande la con ciencia de la fuerza individual; cuando facilita la comunión de la energía interna con la energía externa; cuando eleva, cuando exalta la personalidad haciéndola más digna ante ella misma; cuando guía hacia ese amor que nos procura el sentimiento mas elevado de potencia; cuando acrecienta la confianza en nosotros mismos; cuando, al individualizarnos cada vez más, nos hace más y más universales; cuando despierta y aviva· el orgullo de vivir dignamente la vida; el orgullo de castigarnos y de recompensarnos a nosotros mismos por la sola aprobación ó reprobación interna; el orgullo de sentirnos causa activa en busca del ideal individual, social ó cósmico— ahora que es moda el hacer gala de profesar esa reviviscencia del fatalismo encarnada en el incompleto determinismo actual.

Se acrecentará, así, la admiración del cosmos ante la potencia infinita en él desplegada, núcleo de la religiosidad.

Establecí, por oposición, que todo sentimiento, toda idea religiosa que marca un descenso en la espiral de la vida, deprimiendo la personalidad; incitando á desconfiar de nuestras propias fuerzas; señalando como finalidad de la vida humana un mas allá de la vida misma; deslumbrando con ilusiones; deformando hasta el absurdo lo natural al engendrar y alimentar prejuicios; y, sobre todo, colocando el centro de gravedad psíquica, la voluntad de potencia, fuera del hombre mismo, haciéndole vislumbrar una posible intervención divina ocasional, no es más que una alteración morbosa de la personalidad.

Toda religión, en sus comienzos, es la síntesis de necesidades, de aspiraciones que la ciencia aun no ha llegado á satisfacer.

Así empiezan por ser el patrimonio de esa gran consoladora de la vida, de la imaginación, que todo lo animó, que todo lo personificó, hasta que la reflexión, la comparación y la generalización abstrayeron al hombre del mundo y de los mitos.

Quizás el medio de amor y de comprender mejor las religiones estriba en salir fuera de ellas.

Cuando mas nos elevemos sobre las religiones sistematizadas, tanto mejor las comprenderemos y tanto más admitiremos lo humanamente grande que ellas encierran, aun cuando ese ideal sea un ideal extraviado para el hombre actual.

No hay obra mas sana y valiente que la de perseguir el mal, sobre todo el mal inconsciente, extraviado del fanatismo que se difunde con tanta mayor facilidad cuanto mas incultas son las masas á quienes se dirige y cuanta mayor es la buena fe, cuanto mayor es la exaltación y firmeza de creencias del que lo propala.

La humanidad ha sido nutrida durante siglos y siglos por un ideal contrario á la vida. Debemos reaccionar, condenando como mala toda idea religiosa —por bella y consoladora que sea en apariencia— si contiene la negación ó la deformación de la vida tal cual nos es dado conocerla.

Debemos impedir que esos prejuicios y esas supersticiones —esfuerzos impotentes de la razón por guiar inducciones extraviadas que la ciencia abandonara definitivamente cuando llegue, en su conquista de la realidad, á ser la síntesis integral de las necesidades y de las aspiraciones humanas— constituyan el principal alimento de la débil inteligencia infantil.

Hice ver que «religión» y «ciencia» son antagónicas siempre que la religión dé ilusiones por verdades, siempre que afirme como infalible más allá de lo demostrable y, sobre todo, contra todo lo demostrado; que las concesiones hechas á lo absurdo, á lo relativo suelen ser necesarias en las cosas humanas, pero que no son más que transitoriamente necesarias; que la verdad evoluciona, que la verdad se hace, lenta pero constantemente, como se hace la vida de la que la verdad es el alma.

El progreso de la religión es, pues, un progreso del sentimiento que fusiona la causa interna con la causa externa. Y el progreso de la ciencia es un progreso del conocimiento de esas causas.

Así entendidas, religión y ciencia, lejos de excluirse se complementan.

Y es esa religión humana la que reconocía como base indispensable de la educación é instrucción sexual.

En cuanto á las conclusiones por las cuales el doctor Chotzen hacía primar el derecho de la familia sobre el del Estado (en el fondo, sobre el del «niño») si la educación sexual llegara á ser implantada en las escuelas, reconocí que, si no hay maestros capaces de dar hoy la educación é instrucción sexual —hecho incontrovertible— menos, aun, hay padres en estado de comprenderla y de aceptarla, siquiera; que el Estado debe difundirla, ya que es una necesidad vital, comenzando por preparar maestros y por convencer a los padres de familia —por medio de conferencias universitarias y populares, libros, revistas, artículos de periódicos— que el primero y mas sagrado de los deberes que tienen hacia los que de ellos recibieron vida es el de hacerlos aptos para trasmitirla en las mejores condiciones mentales y corporales: Así los padres inculcarán á sus hijos, como un dogma, que se comete un crimen al dar vida a un ser en desventajosas condiciones fisiológicas o mentales, morales ó sociológicas.

Porque ·es el devenir de la raza, es «el hijo» lo que interesa en la cuestión sexual.

Expuse las bases morales y científicas de la educación é instrucción sexual, demostrando que debe comenzarse desde que se enseña á vivir, iniciación religiosa que incumbe á la familia, base de la iniciación científica que corresponde á la escuela.

Demostré cómo la enseñanza toda debía estar animada por ese espíritu, sin constituir la educación é instrucción sexual una rama especial de los programas en la escuela primaria: Tratase de una orientación, de un punto de arribo.

Toda ciencia tenderá á hacer mas humana, más natural la vida del hombre, descartando prejuicios y misterios, buscando honradamente la verdad.

Luego, contesté contra-réplicas, volviendo exponer, bajo otra luz, las bases morales y científicas —lo que llamo «religiosidad humana»— de la educación é instrucción sexual; hice revivir el espíritu de enseñanza de «la maestra», de Miss Mary O. Graham; arrastré a la mesa á probar mis conclusiones, hechas votos del Congreso por esa sesión plenaria — todo en medio del más frenético entusiasmo por parte del inmenso público y, lo que es más significativo por tratarse del presidente de la sesión, por parte del sabio doctor Malapert, quien no cesaba de interrumpirme aplaudiendo.

Si la primera necesidad á llenar es el formar maestros que sientan y comprendan la misión de la educación integral, ¿como resolveríamos el problema, entre nosotros, por ejemplo?

Yendo de arriba abajo, dirigiéndonos á los más preparados para comprender el fin transcendente de esta enseñanza. À los alumnos-profesores que cursan el profesorado universitario en la Facultad de Filosofía y Letras, en la Escuela Normal Superior, en las facultades de La Plata.

Dictar, para ellos, un curso de higiene integral, un curso de ciencia de la educación, haciendo resaltar siempre, que no se trata de desarrollar un programa de educación é instrucción sexual, sino de hacer converger hacia esa resultante todos los programas y, sobre todo, de animar esa enseñanza con un elevado, religioso idealismo.

Hacerles palpar los funestos resultados de la instrucción sexual no acompañada por la educación sexual, mostrándoles cómo, entre los estudiantes de medicina, por ejemplo, que reciben tan solo la instrucción sexual, el porcentaje de enfermedades venéreas es mayor que en el resto de la juventud.

Discutir con ellos la necesidad de la coeducación primaria para que la educación sexual, obligatoria, pública y colectiva, sea moralmente provechosa.

Preseutar el problema de la coeducación en la enseñanza secundaria: Aunque es un hecho que, física y moralmente, la edad más peligrosa oscila entre los 13 y 18 años, edad que corresponde, por atavismo, á la fase aun salvaje de nuestra especie, es probable que, preparado el ambiente, formados los maestros, ensayada la coeducación durante un decenio, por ejemplo, en la escuela primaria, fueran contrarrestados, en absoluto, los malos resultados que, hasta hoy, ha dado la coeducación en esa edad de la vida. Hacerles ver que, tratándose de algo tan complejo, tan profundo, tan vital como es lo que al sexo atañe, no pueden esperarse buenos resultados si la experiencia no se hace en inmejorables condiciones.

Suponiendo, en el peor de los casos, que la coeducación, durante varias generaciones, fuera un ideal en cuanto á la educación secundaria, eso no sería un obstáculo para el desarrollo de la educación é instrucción sexual. Precisamente, después que el niño ha sido habituado á estudiar la ley de la vida, de la fecundación, del desarrollo, del amor, en la reproducción de las plantas; en las clasificaciones científicas, que casi todas se basan en los órganos de reproducción; en la vida de los insectos, en la de los pájaros, en la de los animales domésticos; cuando ya ha sido abierto el camino en la escuela primaria para explicar la reproducción en el reino animal, insistiendo siempre en la ley de amor, de sacrificio, de belleza, de expansión que encierra en sí el procrear; cuando, por fin, al estudiar anatomía y fisiología humanas no asexuadas, se ha llegado á constatar que el hombre, animal vivíparo y mamífero, no escapa á la ley universal de la procreación; cuando, recurriendo á la historia, han pasado ante los ojos infantiles, tan fácilmente desbordantes de amor y de admiración, la historia de la familia á través de la humanidad, la lucha del padre por defenderla, la de la madre por afianzarla; cuando, de toda esta enseñanza primaria —verdadero curso de fisiología universal, de higiene humana y de moral práctica— haya surgido la ley de la vida en la naturaleza, rehaciéndose siempre, avanzando triunfante gracias al trabajo eterno de la ovulación —recién habrá llegado, lenta y naturalmente, el momento de especializar esa instrucción, esa educación sexual, que ahora sí constituirá, en la enseñanza secundaria y universitaria, una rama del cursor de Higiene Integral ó de Ciencia de la Educación, á cuyo frente estará alguien que reuna, a su título de médico, de psicólogico y de sabio, el de padre de familia.

Presentado así el problema, véase cuan absurda es la pregunta que me fué hecha en la sesión plenaria del Congreso Internacional: —¿Cuándo y cómo se dará esa enseñanza?

Pero si ·es lo mismo que si se preguntara cuándo y cómo enseñaremos moral ó enseñaremos á amar: Eso se enseña siempre, en toda ocasión; eso es un punto de arribo, una resultante; eso anima, vivifica la enseñanza toda en la familia, en la escuela, en la sociedad, en el mundo.

¿Quién no vé que ante este ideal es real y verdadero el sacerdocio del maestro?

El porvenir de la especie y del individuo se encuentra en gérmen en el instinto procreador, el mas poderoso de los instintos, el que, por permanecer ineducado, no ha salido aun de la animalidad.

Formemos «hombres» y «mujeres», en la escuela, primero, y luego, en generaciones venideras, en el hogar y en la escuela juntamente; formemos seres humanos preparados para la vida tal como ella es; para la vida integral, intensiva, feliz; seres capaces de determinarse con libertad relativa y con responsabilidad plena porque conocerán la realidad científica, porque basarán la moral racional y práctica en las leyes naturales de la vida y no en prejuicios artificialmente inculcados.

Debemos hablar á los jóvenes con nobleza y valor el lenguaje de la realidad sobre la cuestión sexual, sobre la reproducción de la especie, como del más esencial de los hechos biológicos y sociales. Debemos hablarles científicamente, sin falsas vergüenzas y sin mentidos misterios. Nuestra enseñanza, vivificada por un poderoso idealismo, les hará admirar la belleza de las leyes universales de la generación. Comprenderán la transcendencia del acto sexual y se sentirán penetrados por su vivificante poesía, al concebir el amor, origen de los más grandes goces y de los más grandes deberes, y su fin natural, la reproducción de la especie, como la síntesis de la función más importante y de los sentimientos más nobles del hombre.

Por inconsciente error pedagógico el adulto atribuye al adolescente sus propias ideas, sus propios sentimientos: Nadie tan capaz como el niño de sentir la emoción religiosa, humana de lo realmente grande. Así, antes que la «gran profanación» comience, se habituará el niño á considerar ese hecho con veneración y verdad y sentirá nacer, instintivamente, en esa relación de causa á efecto, el sentimiento de la responsabilidad que es la moral de la existencia.

La pureza no estriba en la ignorancia sino, al contrario, en la verdad de las relaciones con la naturaleza: A esa «verdad natural», por otro nombre «justicia», le está reservado el reino de la libertad de acción.

Así encaminados, los estudiantes del profesorado universitario comprenderán la necesidad de la bifurcación de esta enseñanza sexual en los colegios nacionales y escuelas normales, cuyos alumnos experimentan ya la necesidad de verse científicamente orientados como «hombres» y como «mujeres».

Esta educación fortalecerá, en la mujer, el contralor de la razón para que ésta domine la emotividad exagerada, la superexcitabilidad nerviosa que ha permitido definir su psicología como la psicología de los extremos.

Como «mujer» y «madre» son sinónimos, esta educación sexual enseñará á la mujer á saber amar á sus hijos; ya que nada es tan peligroso como esa fuerza llamada amor » mal orientada.

Ante todo, les demostrará que nadie tiene derecho de dar vida á un ser en condiciones anómalas. Desarrollará ante ellas la situación legal y social del hijo espurio; demostrará que es por cobardía, jamás por amor, que la mujer pierde el derecho á ser llamada con justicia «madre». La ley de la herencia les será explicada como ley higiénica para combatir el alcoholismo, la tuberculosis y, sobre todo, la sífilis. Recibirá consejos de higiene individual y social referentes á los órganos y funciones sexuales, al embarazo, á las enfermedades venéreas.

Teórica y prácticamente estudiará la puericultura.

Así se desarrollará en la mujer el sentimiento de la responsabilidad, de su dignidad como persona humana, el respeto hacia sí misma, el instinto de solidaridad universal.

Con datos estadísticos, con pruebas biológicas, se demostrará que el hijo tiene derecho a la leche materna; que la situación económica de la madre-nodriza es tan esencial que el Estado debe subvencionar a la madre pobre para que sea la nodriza paga de su propio hijo.

Hará comprender y amar la necesidad de instituciones sociales como las «salas-cunas», los «jardines de infantes», las «escuelas maternales», futuros anexos de todas las escuelas donde las madres obreras dejen á sus hijitos bajo el amparo de la juventud sabiamente orientada y vigilada por la ciencia.

Ante los resultados prácticos, individuales y colectivos, las jóvenes opondrán, al «feminismo » actual que tiende á masculinizarlas, el «eterno femenino» que las hace madres en toda ocasión de la vida.y, llenas de amor de respeto ante la maternidad desvalida, exigirán del Estado un servicio femenino obligatorio que haga, de cada alumna de las escuelas públicas, la hermana mayor y la madrecita del hijo del obrero.

Allí las jóvenes comprenderán que —aunque hasta hoy, por razones de herencia sexual, de medio ambiente y de educación, que serín fácil pero lenta, muy lentamente descartadas en adelante, el hombre ha llegado á un desarrollo intelectual incuestionablemente superior— «mujer » y «hombre» son, en esencia, dos seres diferentes, complenientarios, equivalentes; que hay progreso sexual cuanto más se ahondan las diferencias entre ambos sexos por acentuación de los caracteres específicos: y que el carácter especia fico de la mujer es la maternidad.

Así se planteari humanamente el problema de los sexos ante el cual todos se han perdido en discusiones de detalles sociológicos, económicos, religiosos ó absurdamente igualadores, cuando no se trata de una cuestión de antagonismo sexual sino, por el contrario, de completar, en la pareja humana, al ser humano.

En cuanto a los jóvenes, es indispensable basar esta educación en un estudio profundo de la herencia morbosa, insistiendo fundamentalmente sobre las enfermedades venéreas, sobre su trasmisión y consecuencias.

Haciendo un llamado a la poderosa inteligencia práctica del hombre, se estudiarán los mejores medios tendentes á suprimir las taras sociales, los atentados á la ley natural, mal llamados «males necesarios»: la prostitución y su derivado, la sifilización de la raza humana.

Despertando el orgullo de vivir, tan natural en la juventud, se le hará palpar cuánta miseria, cuánta degradación, cuánta animalidad se encierra en la compra del placer.

Educando su voluntad, la psicología le demostrará que el apetito sexual no es incoercible, que el dominio de sí mismo es la base de la salud; que no hay tal fatalismo en el amor; que la irresponsabilidad del hombre ó de la mujer tienen un solo nombre: cobardía.

Generando el sentimiento de la responsabilidad, se le hará comprender que, si es criminal el abandonar al hijo, es tanto más criminal el contagiar á la madre una enfermedad venérea ó el acentuar en el hijo la degeneración física ó mental del padre.

Se le hará aceptar teóricamente, en absoluto, que, para que el acto sexual reuna todas las condiciones que exigen la moral y la higiene, el interés de la especie y de la sociedad, es necesario que sea, en lo posible, libre y voluntario; libremente deliberado; reflexiva, voluntariamente llevado a cabo; voluntariamente aceptado con sus riesgos y con sus consecuencias, con sus responsabilidades y con sus deberes.

Y la ley, que es á las costumbres lo que la verdad es á la experiencia, sancionará estrictamente todas las responsabilidades que nazcan del acto sexual que llegará á ser, en sí mismo, un contrato tácito.

Y, recién, educada integralmente la pareja humana, sentirá pesar sobre ella la responsabilidad de la vida intensa, sagrada, fecunda, tanto más expansiva, tanto más universal cuanto más profunda, cuanto más humanamente individual sea.

Con verdadera fe en el poder de la «verdad natural» como educadora, pues he observado en mí sus efectos bajo la genial dirección de Miss Mary O. Graham en la Escuela Normal de La Plata, quise hacer todo lo posible por difundir ese « espíritu de enseñanza » entre nosotros y solicité en la Facultad de Filosofía y Letras la suplencia de la cátedra de Ciencia de la Educación con el solo objeto de dictar un curso sobre « educación é instrucción sexual». Con gran sorpresa de mi parte, se me niega el derecho á presentarme á concurso para optar la suplencia por el solo hecho de «que soy mujer».

Y, como la Facultad es autónoma, aun que tenga á mi favor opiniones autorizadas como la del Excelentísimo señor ministro de Justicia, doctor Garro, preveo que, difícilmente, el Consejo Superior Universitario, al que he recurrido en última instancia, solucionará «el asunto» en justicia.

¡Cómo hablar de «libertad de enseñanza» en un país donde los puestos públicos educacionales no son accesibles á todos sin otra condición previa que la idoneidad?

Raquel Camaña

  1. Presentamos hoy á nuestro mundo intelectual una nueva colaboradora — una mujer — que hemos buscado hace años para dar á nuestras paginas la flexibilidad de las ideas y las gracias del pensamiento femenino. Es una erudita, ha viajado, ocupado las altas cátedras aqui y en Europa, y tiene derecho á ser presentada con dos palabras: «Una Mujer y un Talento». Juzgadla. — (La Dirección).
  2. E.S. Zeballos, Fracaso de la Instrucción Primaria, pag. 13