XXIX
El príncipe y el mendigo
de Mark Twain
Capítulo XXX
El progreso de Tom
XXXI

Capítulo XXX

Mientras el verdadero rey vagaba por la región pobremente vestido, pobremente alimentado, maltratado y burlado por vagabundos un rato, y al otro en compañía de ladrones y asesinos en una cárcel, y llamado idiota e impostor por todos, el fingido rey Tom Canty disfrutaba de una experiencia un tanto diferente.

Cuando lo vimos por última vez, la realeza justo empezaba a tener un lado brillante para él. Este lado brillante fue abrillantándose más y más cada día, y muy poco después era casi todo fulgor y deleite. Perdió sus temores; sus recelos se marchitaron y murieron; sus embarazos se disiparon, y cedieron su puesto a un porte tranquilo y confiado. Explotó la mina del "niño-azotes" en utilidades siempre crecientes.

Ordenaba la presencia de milady Isabel y milady Juana Grey cuando quería jugar o platicar, y las despedía cuando se fatigaba de ellas, con el aire del que está familiarizada con tales actos. Ya no lo confundía el que estos encumbrados personajes le besaran la mano al partir.

Llegó a disfrutar el ser conducido majestuosamente a la cama, por la noche, y que le vistieran con intrincada y solemne ceremonia por la mañana. Vino a ser un orgulloso deleite el ir a comer asistido por un brillante séquito de funcionarios de Estado y gentilhombres de armas, de tal modo que dobló la guardia de gentilhombres de armas, hasta un centenar. Le gustaba oír las trompetas resonando en los largos corredores, y las distantes voces demandando: "Paso al rey".

Incluso llegó a disfrutar de sentarse con pompa en el trono en consejo, aparentando ser algo más que el portavoz del Lord Protector. Le gustaba recibir a grandes embajadores con séquitos suntuosos, y escuchar los afectuosos mensajes que traían de ilustres monarcas que le llamaban "hermano". ¡Oh feliz Tom Canty, poco ha de Offal Court!

Disfrutaba sus espléndidos vestidos y encargó más; consideró que sus cuatrocientos criados eran muy pocos para su conveniente grandeza y los triplicó. La adulación de los zalameros cortesanos vino a ser dulce música para sus oídos. Siguió bondadoso y gentil, y firme y resuelto campeón de todos los oprimidos, declaró una guerra implacable a las leyes injustas; y, sin embargo, en ocasiones, al ser ofendido, se volvía hacia un conde, e incluso un duque, y le lanzaba una mirada que le hacía temblar. Una vez que su regia "hermana", la inflexible santa lady María, discutió con él la prudencia de su conducta al perdonar a tantas personas que de otra manera serían encarceladas, colgadas o quemadas, y le recordó que las prisiones de su augusto difunto padre habían tenido a veces hasta sesenta mil convictos a un tiempo, y que durante su admirable reinado había entregado setenta y dos mil rateros y ladrones a la muerte por medio del verdugo, el niño se llenó de generosa indignación, y le ordenó que fuera a su gabinete y rogara a Dios que le quitara la piedra que tenía en el pecho y que le diera un corazón humano.

¿Nunca se sintió Tom Canty preocupado por el pobre principito legítimo, que lo había tratado tan bondadosamente y que se había lanzado tan celosamente a vengarlo del insolente centinela de la puerta de palacio? Sí. Sus primeros días y noches reales estuvieron bastante salpicados de penosos recuerdos del perdido príncipe y con sinceros deseos de su regreso y feliz reintegración de sus derechos y esplendores naturales. Pero a medida que pasó el tiempo y el príncipe no venía, la mente de Tom estuvo más y más ocupada con sus nuevas y encantadoras experiencias, y poco a poco el desaparecido monarca casi se esfumó de sus pensamientos; y finalmente, cuando a ratos se inmiscuía en ellos, se había convertido ya en espectro mal recibido, porque hacía sentirse a Tom culpable y avergonzado.

La pobre madre y las hermanas de Tom corrieron, la misma suerte en su memoria. Al principio desfallecía por ellas, se apenaba por ellas y anhelaba verlas, pero mas tarde la idea de que un día vinieran con sus andrajos y su mugre, traicionándolo con sus besos, derribándolo de su encumbrado lugar y arrastrándolo de nuevo a la penuria, a la degradación y a los arrabales, le hacía estremecerse. Por fin cesaron de perturbar sus pensamientos casi por completo. Y el estuvo contento, incluso alegre, porque cuando quiera que sus semblantes lúgubres y acusadores se alzaban frente a él, lo hacían sentirse más despreciable que los gusanos que se arrastran.

La medianoche del diecinueve de febrero, Tom Canty se sumía en el sueño en un rico lecho, guardado por sus leales vasallos y rodeado por las pompas de la realeza; un niño feliz, porque el día siguiente era el señalado; para su solemne coronación como rey de Inglaterra. Y a la misma hora, Eduardo, el verdadero rey, hambriento y sediento, sucio y lleno de tierra, rendido por el viaje y cubierto con harapos y jirones –su parte en los resultados del tumulto–, estaba apretujado entre multitud de gentes que observaban con profundo interés, ciertas presurosas cuadrillas de obreros que entraban y salían de la abadía de Westminster, laboriosas coma hormigas; estaban haciendo los últimos preparativos para la real coronación.