El príncipe y el mendigo/XXV
Capítulo XXV
No bien se vieron Hendon y el rey libres del alguacil, Su Majestad recibió instrucciones de correr a un lugar determinado fuera del pueblo y esperar allí, mientras Hendon iba a la posada a pagar la cuenta. Media hora más tarde los dos amigos se encaminaban alegremente hacia el este, en las cansadas cabalgaduras de Hendon. El rey iba ya abrigado y cómodo, porque había desechado sus andrajos para vestirse con el traje usado que Miles había comprado en el Puente de Londres.
Quería el soldado no fatigar demasiado al niño, pues consideraba que las jornadas duras, las comidas irregulares y el escaso sueño serían perjudiciales para su perturbada mente, al paso que el descanso, la regularidad y el ejercicio moderado apresurarían, sin duda, su curación. Deseaba volver a ver en sus cabales a aquella perturbada inteligencia, desterradas las desafortunadas visiones de la atormentada cabecita; por consiguiente, se dirigió a jornadas cortas hacia el lugar de que llevaba tanto tiempo ausente, en vez de obedecer a los impulsos de su impaciencia y correr día y noche.
Cuando hubieron recorrido como diez millas, llegaron a un pueblo importante, donde pernoctaron en una buena posada. Reanudáronse entonces las relaciones de antes, manteniéndose Hendon detrás de la silla del rey mientras éste comía, asistiéndole y desnudándole cuando se disponía a acostarse. Lo hacía él én el suelo, al través de la puerta, envuelto en una manta.
El día siguiente y el otro siguieron su caminata despacio, sin dejar de hablar de las aventuras que habían tenido desde su separación, y gozando grandemente con sus narraciones. Hendon refirió todas sus idas y venidas en busca del rey, y le dijo cómo el arcángel le había conducido por todo el bosque, hasta llevarlo otra vez a la choza, cuando al fin vio que no sé podía desembarazar de él. Entonces –prosiguió–, el viejo entró al cubil y volvió dando traspiés y en extremo alicaído, pues dijo que esperaba encontrarse con que el niño había vuelto y se había tendido a descansar, mas no era así. Hendon aguardó todo el día en la choza, y cuando al fin perdió la esperanza del regreso del rey, partió, otra vez en su busca.
–Y el viejo Sanctumm Sanctorum estaba verdaderamente apenado por la desaparición de Vuestra Majestad. Se le conocía en la cara.
–No lo dudo, a fe mía –contestó el rey. Tras de lo cual refirió sus aventuras, que hicieran arrepentirse a Hendon de no haber acogotado al arcángel.
El buen humor del soldado adquirió gran vuelo el último día del viaje. Sin dar paz a la lengua, habló de su anciano padre y de su hermano Arturo, y refirió hartas cosas que revelaban el generoso carácter de ambos. Tuvo palabras de exaltación para su Edita, y, en suma, estaba tan animado que hasta llegó a decir cosas cordiales y fraternales de Hugo.. Habló largo y tendido de la futura llegada a Hendon Hall. ¡Qué sorpresa para todos, y qué estallido de agradecimiento y deleite se manifestaría!
Era una campiña hermosa, sembrada de casas de campo y huertos, y el camino se tendía entre vastas praderas, cuyas lejanías, señaladas por suaves altozanos y depresiones, sugerían las constantes ondulaciones del mar. Por la tarde, el hijo pródigo que regresaba a su hogar se desviaba continuamente de su camino para ver si subiendo a alguna loma le sería posible atravesar la distancia y divisar su morada. Al fin lo consiguió, y exclamó excitado:
–Aquél es el pueblo, príncipe, y allá se ve mi casa. Desde ahí se alcanza a divisar las torres. Y aquel bosque es el jardín de mi casa. ¡Ah! Ya verás qué lujo y qué grandeza. ¡Una casa con setenta habitaciones, piénsalo, y con veintisiete criados! Magnífico albergue para nosotros, ¿verdad? ¡Ea! Corramos, que mi impaciencia no sufre más demora.
Apresuráronse todo lo posible, mas a pesar de todo eran las tres antes de llegar al pueblo. Los viajeros lo cruzaron sin que Hendon dejara de hablar.
–Esta es la iglesia..., cubierta con la misma hiedra, ni más ni menos. Allí está la posada, el viejo "León Rojo", y más allá el mercado. Aquí está el Mayo y aquí la fuente. Nada ha cambiado, por lo menos nada más que la gente, porque en diez años la gente cambia. A algunos me parece conocer, pero a mí no me conoce nadie.
Así continuó hablando y no tardaron en llegar al extremo del pueblo, donde los viajeros se metieron por un camino angosto y tortuoso que se abría entre elevados setos, y anduvieron por él al trote cerca de media hora, para entrar después a un amplio jardín por una verja magnífica, en cuyos grandes pilares de piedra se mostraban emblemas nobiliarios esculpidos. Hallábanse en una noble morada.
–Bienvenido a Hendon Hall, Majestad –exclamó Miles–. Éste es un gran día. Mi padre, mi hermano y lady Edith sentirán, tanta alegría que no tendrán ojos ni palabras más que para mí en los primeros momentos de este encuentro, y así tal vez te parezca que te acogen con frialdad; pero no te preocupes, que pronto te parecerá lo contrario, pues cuando yo diga que tú eres mi pupilo y les cuente lo que me cuesta el cariño que te profeso, ya verás cómo te estrechan contra su pecho y te hacen el don de su casa y sus corazones para siempre.
En el momento siguiente se apeó Hendon delante de la gran puerta, ayudó a bajar al rey, lo tomó de la mano y corrió al interior. A los pocos pasos dieron en un espacioso aposento; entró el soldado e hizo entrar al rey con más prisa de la que convenía, y corrió hacia un hombre que se hallaba sentado a un escritorio frente a un abundante fuego.
–¡Abrázame, Hugo, y di que te alegras de volver a vermel Llama a nuestro padre, porque este casa no es mi casa hasta que yo estreche su mano y vea su rostro y oiga su voz una vez más.
Pero Hugo retrocedió, después de revelar una sorpresa momentánea, y clavó la mirada en el intruso; una mirada que revelaba al principio algo de dignidad ofendida, pero que se mudó al instante, como respondiendo a un pensamiento o intención internos, en una exclamación de maravillada curiosidad mezclada con una compasión real o fingida. De pronto dijo con suave acento:
–Tu razón parece perturbada, ¡oh pobre desconocido! Sin duda has sufrido privaciones y duros tratos en el mundo, como parecen denunciar tu cara y tus vestidos. ¿Por quién me tomas?
–¿Por quién te tomo? ¿Por quién te voy a tomar sino por quien eres? Te tomo por Hugo Hendon –dijo enojado Miles.
El otro continuó con el mismo tono suave:
–¿Y quién te imaginas tú ser?
–No se trata aquí de imaginaciones. ¿Pretendes que no conoces a tu hermano Miles Hendon?
En el semblante de Hugo apareció una expresión de agradable sorpresa.
–¡Cómo! ¿No bromeáis? –exclamó–. ¿Pueden los muertos volver a la vida? Loado sea Dios, si así es. ¡Nuestro pobre muchacho perdido vuelve a nuestros brazos despues de estos crueles años! ¡Ah! Parece demasiado bueno para ser verdad. Es demasiado bueno para ser verdad. Te ruego que tengas compasión y no bromees conmigo. ¡Pronto! Ven a la luz. Déjame que te mire bien.
Asió a Miles del brazo, lo arrastró a la ventana y empezó a devorarlo con los ojos de pies a cabeza, volviéndolo a uno y otro lado, dando vueltas vivamente en tomo de él para examinarlo desde todos los ángulos, en tanto que el hijo pródigo, radiante de alegría, sonreía, reía y no cesaba de mover la cabeza, diciendo:
–Sigue, hermano, sigue y no temas. No hallarás miembros ni facción que no pueda soportar la prueba. Escudríñame a tu antojo, mi buen Hugo. Soy, en efecto, tu viejo Miles, el mismo viejo Miles, el hermano perdido. ¿No es eso? iAh! Éste es un gran día; ¡ya decía yo qué era un gran día! Dame la mano, acerca la cara. ¡Dios mío, si voy a morir de alegría!
Iba a arrojarse sobre su hermano, pero Hugo levantó una mano para detenerle y dejó caer la cabeza sobre el pecho con dolorida expresión, mientras decía emocionado:
–¡Ah! Dios en su bondad me dará fuerzas para sobrellevar este terrible desencanto.
Miles, admirado, estuvo un momento sin poder hablar, mas al fin recobró el uso de la palabra y exclamó:
–¿Qué desencanto? ¿No soy tu hermano?
Movió Hugo tristemente la cabeza y dijo:
–Quiera el cielo que sea verdad y que otros ojos encuentren la semejanza que se oculta a los míos.
–¡Ah! Mucho me temo que la carta decía una triste verdad.
–¿Qué carta?
–Una que vino de más allá de los mares, hace seis o siete años. Decía que mi hermano murió en un combate.
–Era mentira. Llama a nuestro padre, que él me conocerá.
–No se puede llamar a los muertos.
–¿Muerto? –exclamó Miles con voz apagada y temblorosos labios–. ¿Mi padre muerto? ¡Oh! Ésta es una terrible noticia. La mitad de mi alegría se ha desvanecido ya. Déjame ver a mi hermano Arturo, que él me conocerá; él me conocerá y sabrá consolarme.
–También Arturo ha muerto.
–¡Dios tenga piedad de mí! ¡Muertos! ¡Los dos muertos! Muertos los dignos y vivo el indigno, que soy yo. ¡Ah! Te lo imploro. No me digas que lady Edith ha muerto también...
–¿Lady Edith? No; vive.
–¡Entonces loado sea Diosl Mi alegría vuelve a ser completa. Corre, hermano; haz que venga a mí. Si ella dice que yo no soy yo... Pero no lo dirá. No, no; ella me reconocerá. He sido un necio al dudarlo. Tráela aquí. Trae a los viejos criados, que ellos me conocerán también.
–Han muerto todos menos cinco: Pedro, Halsey, David, Bernardo, Margarita.
Al decir esto salió Hugo del aposento y Miles se quedó meditando un rato y luego empezó a dar paseos,diciendo entre dientes:
–Los cinco archibellacos han sobrevivido a los veintidós fieles y honrados... ¡Cosa extraña!
Continuó dando pasos a un lado y otro sin cesar de hablar para sí, pues se había olvidado por completo del rey; mas de pronto Su Majestad dijo con gravedad y con acento de verdadera compasión, aunque sus palabras podían tomarse en sentido irónico.
–No te preocupe tu desventura, buen amigo. Otros hay en el mundo cuya identidad se niega y cuyos derechos se toman a broma. No estás solo.
–¡Ah, señor mío! –exlamó Hendon, sonrojándose levemente–. No me condenes. Espera, que ya verás. No soy un impostor: ella lo dirá. Lo oirás de los más dulces labios de Inglaterra. ¿Yo, un impostor? Yo conozco esta vieja casa, esas efigies de mis antepasados y todo lo que nos rodea, como conoce un niño su propio cuarto. Aquí nací y me eduqué, señor mío. Hablo la verdad; a ti no te engañaría. Y aunque nadie más me crea, te ruego que no dudes tú de mí; no podría soportarlo.
–No dudo de ti –dijo el rey con infantil sencillez y convencimiento.
–Te doy las gracias con toda mi alma –exclamó Hendon con un fervor que revelaba su emoción.
Y el rey añadió con la misma sencillez admirable:
–¿Dudas tú de mí?
Invadió a Hendon una confusión culpable, que le hizo sentirse aliviado al abrirse la puerta para dar paso a Hugo, ahorrándole así la necesidad de replicar.
Una hermosa dama, fastuosamente vestida, seguía a Hugo, y detrás de ella llegaban varios criados de librea. La dama se acercó lentamente, con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. Su semblante revelaba una inefable tristeza. Miles Hendon se precipitó hacia adelante, exclamando: ¡Oh, Edith mía, alma mía!...
Pero Hugo le hizo retroceder gravemente, diciendo a la dama:
–Miradle: ¿Le conocéis?
Al oír la voz de Miles, la dama se turbó levemente, sus mejillas se tiñeron de rubor, y tembló todo su cuerpo. Permaneció inmóvil durante una emocionante pausa de segundos, y, al fin, levantó la cabeza y clavó sus ojos en los de Hendon, con mirada apagada y asustada. De su rostro desvanecióse la sangre gota a gota, sin dejar más que una palidez de muerte; y al fin dijo la dama, con voz tan muerta coma el rostro:
–No le conozco–. Dio media vuelta, ahogando un suspiro y un sollozó, y salió temblando del aposento. Miles Hendon se dejó caer en una silla y se cubrió la cara con las manos. Después de una pausa, preguntó su hermano a los criados:
–Ya lo habéis visto. ¿Lo conocéis?
Todos movieron la cabeza negativamente, y entonces el dueño dijo:
–Los criados no os conocen, señor. Sin duda hay una equivocación. Ya habéis visto que mi mujer no os conoce.
–¿Tu mujer?
Inmediatamente se vio Hugo acorralado contra la pared, con una mano de hierro en la garganta.
–¡Ah, maldito zorro! ¡Todo lo veo claro! ¡Tú mismo escribiste la fingida carta, cuyos frutos han sido mi novia y mis bienes robados! ¡Ea! Vete de aquí, porque no quiero mancillar mi honrada condición con la muerte de un perro tan despreciable.
Hugo, encendido y casi sofocado, se tambaleó hasta la silla próxima y ordenó a los criados que asieran y ataran al desconocido agresor. Vacilaron, y uno de ellos dijo:
–Está armado, sir Hugo, y nosotros no lo estamos.
–¿Armado? ¿Y qué importa, siendo tantos? ¡A él os digo!
Pero Miles les previno que se anduvieron con tiento en lo que hacían añadió:
–Todos me conocéis de antiguo; yo no he cambiado. Venid aquí, si os place.
Este recuerdo no les dio a los criados más valor, y siguieron acobardados.
–Entonces id a armaros, cobardes, y guardad las puertas mientras yo envío por la guardia –exclamó Hugo. Y volviéndose en el umbral dijo a Miles–: Será ventajoso para vos que no intentéis inútilmente escaparos.
–¿Escaparme? No te apures por eso, si es lo que te apura, porque Miles Hendon es el amo de Hendon Hall y todas sus pertenencias. Y seguirá siéndolo, no lo dudes.