El príncipe (Sánchez Rojas tr.)/Capítulo XIX
CAPÍTULO XIX
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EL PRÍNCIPE DEBE EVITAR EL DESPRECIO Y EL ABORRECIMIENTO Después de haber hablado de las cualidades que han de adornar a un príncipe, voy a tratar en conjunto y con brevedad de las que tengo enumeradas, repitiendo que he de evitar el desprecio y el aborrecimiento. Aunque tenga defectos de otra clase, no le perjudicarán nunca tanto como éstos.
Debe huir de la rapacidad y de los atropellos contra la hacienda de sus vasallos y el honor de sus mujeres, porque se hará odioso. Respetando los bienes y el honor de los vasallos, éstos vivirán contentos, pues sólo tendrán que luchar contra la ambición de unos pocos, a quienes se les refrena fácilmente y de muy distintos modos.
Se hace despreciable como sea voluble, ligero, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los que debe guardarse como de un peligro, procurando que en sus acciones resplandezca la grandeza, el valor, la fortaleza y la formalidad. Procure que sus fallos sean irrevocables cuando resuelva asuntos de particulares, conservando la palabra mantenida de suerte que nadie pueda pensar que le hace víctima de un engaño o que le obliga a cambiar de parecer. De gran fama disfrutará el príncipe que obre de este modo. Cosa difícil es conspirar contra los príncipes prestigiosos, y más difícil atacarles cuando son excelentes y amados por su pueblo.
Las dificultades que debe temer el príncipe son de dos clases: internas y externas. Las primeras dicen relación a sus súbditos y las segundas a las potencias extranjeras. De las que puede defenderse con buenas tropas y buenas alianzas, porque mientras tenga buenos soldados tendrá buenos amigos. Mientras no haya peligros fuera, el orden permanecerá seguro dentro, salvo el caso en que estalle una conspiración. Pero hallándose preparado y dispuesto para la defensa, podrá en el caso de un ataque exterior, no prescindiendo de las normas que hemos escrito, podrá rechazar el empuje del adversario, como lo rechazó Nabis, el de Esparta.
Cuando no existan querellas con las potencias deberá guardarse el príncipe de los que conspiran privadamente en los asuntos internos de su principado. La mejor precaución consistirá en que no le odien ni le aborrezcan. Nada mejor que esté el pueblo satisfecho de su gobierno, lo cual es indispensable como hemos dicho ya. Las conspiraciones abortan cuando el pueblo ama y venera al príncipe, porque los conjurados cuentan siempre con que la muerte del príncipe satisfará las ansias populares. Pero como falte base a este deseo, los conspiradores no acaban nunca por determinarse a obrar, aumentando entonces las dificultades peculiares a toda conspiración.
Se dice que se conspira mucho, pero en realidad se conspira poco. Y son pocas las conspiraciones que logran su objeto, porque el conspirado no viv en las nubes y solamente puede reclutar sus parciales entre los descontentos. Tan pronto como revelas tus propósitos a uno de éstos, le das pie para que te abandone, porque denunciándote puede esperar presentes y recompensas. Como de un lado tiene segura la ganancia y de otro corre riesgos y peligros de muy distintas clases, hace falta que sea muy amigo tuyo aquel a quien te confías, o que sea enemigo personal del príncipe, para que conserve tu secreto.
En resumen: te diré que sobre el conjurado pesan el miedo, el recelo y el temor al castigo que le asusta, y que el príncipe puede apuntar en su beneficio gobierno, las leyes, los amigos y los funcionarios que le defienden. Añádase también la popularidad del príncipe, con lo que resulta muy temerario el conspirador. De ordinario el conspirador teme mientras urde sus tramas, pero tratándose de un príncipe así, es peor momento cuando se ha dado el golpe, porque corre el riesgo de que no le ayuden ni a refugiarse ni a salvarse.
Puedo citar muchos ejemplos, pero me conformaré con uno que nuestros padres presenciaron.
Aníbal Bentivoglio, abuelo del actual Aníbal, era príncipe de Bolonia cuando fué asesinado por los Canneschi que conspiraban contra él, quedando como sucesor suyo Juan Bentivoglio, que todavía estaba en mantillas. Cometido este asesinato, se sublevó Bolonia, matando a todos los Canneschi.
Cosa que ocurrió porque los Bentivoglio eran muy queridos y populares en Bolonia. Tan grande era el cariño de los boloñeses a su príncipe, que al morir Aníbal sin sucesor y llegando al oído de ellos que en Florencia había un hijo natural del príncipe asesinado, que vivía en casa de un artesano como hijo suyo, vino a Florencia una comisión de Bolonia, lo llevó a aquella ciudad y le dió el mando de ella, administrándola hasta que Juan Bentivoglio llegó a la mayor edad.
Debe cuidarse poco el príncipe de las conspiraciones si es popular, pero como sea odioso, las cañas se le tornan lanzas y debe recelarlo todo de las cosas y de los súbditos. Los príncipes prudentes y los gobiernos que saben regirse han de cuidar con toda diligencia de tener contento al pueblo y de no desesperar nunca a los nobles. Deben dedicar la atención posible a estos menesteres.
Francia puede figurar hoy como pueblo bien regido y bien administrado. En Francia hay instituciones excelentes que garantizan la libertad y la seguridad del monarca. El Parlamento goza, por ejemplo, de grandes prerrogativas. Los fundadores de Francia conocían perfectamente la ambición y el atrevimiento de los grandes e inventaron algo que les sirviera de freno, y como no desconocían tampoco el odio que tiene el pueblo a la nobleza por el miedo que les inspira, procuraron crear un instrumento que refrenase a ambas clases sociales, que no estuviera a cargo del monarca, con objeto de que no se disgustase éste con la nobleza si favorecía al pueblo o con el pueblo si los nobles eran los favorecidos. Y así crearon un tercer poder, contuque sin responsabilidad alguna para el rey, viese a los poderosos y amparase la causa de los humildes. Organismo excelente y prudentísimo éste del Parlamento, que sirve a la vez para la seguridad del monarca y para la seguridad de su reino.
El príncipe debe tratar consideradamente a los nobles, pero sin malquistarse el favor popular.
Habrá quien opine que muchos emperadores romanos contradicen mi parecer con su vida y con su muerte, porque hubo muchos de excelente vida y de mucho valor que perdieron el trono y la existencia por conspiraciones tenebrosas. Examinaré las cualidades de estos emperadores, explicando sus desventuras con arreglo a la doctrina que he sentado antes, haciendo de paso observaciones sobre costumbres y sobre cosas de aquel entonces.
Solamente hablaré de los emperadores que hubo desde Marco Aurelio el filósofo hasta Maximino, esto es, de Marco Aurelio, de su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano, Severo, Antonino Caracalla, Macrino, Heliogábalo, Alejandro y Maximino. Hay que advertir que mientras los príncipes luchan solamente con la ambición de los nobles y la osadía de los pueblos, los emperadores romanos tenían que guardarse además de la crueldad y de la avaricia de sus tropas. Dificultad que hizo sucumbir a muchos, a causa de la contrariedad de contentar simultáneamente al pueblo y a los soldados. Los pueblos aman la tranquilidad y la modestia en los príncipes, mientras que la soldadesca desea príncipes belicosos, insolentes, crueles y ladrones, condiciones que quieren ejercitar a cuenta de la paciencia de los pueblos para cobrar doble sueldo y satisfacer su avaricia y su crueldad. Por eso, aquellos emperadores romanos que no estaban dotados de las cualidades precisas para frenar a los soldados y a los pueblos, sucumbieron, especialmente aquellos que de ciudadanos subieron a emperadores, porque comprendiendo la dificultad de casar y concertar los intereses de la milicia con los del pueblo, atendieron a la milicia, curándose poco de contentar a éste. Determinación que hay que adoptar al fin y al cabo, porque como los príncipes no pueden conseguir que algunos dejen de odiarles, deben procurar que sean los menos y los que no cuenten con la fuerza de las armas. Por eso los emperadores que buscaban apoyos decisivos para disimular su encumbramiento los buscaban en la milicia primero que en el pueblo, cosa que les era útil o nociva, según las circunstancias de lugar y tiempo.
Por eso Marco Aurelio, Pertinax y Alejandro, hechos a vivir modestamente, amantes de la justicia, enemigos de la crueldad, clementes y benignos, tuvieron triste fin, a excepción del primero.
Marco Aurelio vivió y murió honradísimo, porque habiendo escalado el solio imperial por herencia, no debía este favor ni a la milicia ni al pueblo.
Y como inspiraba veneración por sus excelentes cualidades, pudo mantener a todos en la raya, no siendo jamás odiado ni despreciado.
Pertinax fué nombrado emperador contra los deseos de la milicia, porque estando acostumbrada al libertinaje durante la época de Cómodo, no quería vivir la vida de disciplina que el emperador deseaba que viviese. Hízose odioso a la milicia, que también le despreciaba por viejo, y fracasó cuando comenzó su gobierno.
Lo que prueba, entre otras cosas, que el odio se adquiere lo mismo obrando bien que obrando mal, y que, como ya he apuntado, se ve frecuentemente obligado a no ser bueno, porque si la opinión general del pueblo, de la milicia, de la nobleza-opinión que quieres conquistar para mantenerte en el principado, está corrompida, tienes que satisfacerla tal como es, y en eso caso no te aprovechan cosa mayor tus buenas obras.
Hablemos ahora de Alejandro, del que se asegura que fué tan bueno, que entre las alabanzas de que se le hace objeto figura la de que no fué capaz de castigar con la muerte a ningún condenado en los catorce años que duró su imperio. Pero le juzgaron afeminado, le creyeron demasiado sometido a su madre, y los soldados conspiraron contra él, matándole.
Cómodo, Septimio Severo, Antonino Caracalla y Maximino fueron harto crueles y rapaces, hasta el punto de que satisfaciendo los instintos de la soldadesea, no dejaron de cometer ninguna de las infamias que suelen cometerse contra el pueblo.
Todos tuvieron un mal fin, si exceptuamos a Severo, que supo, porque era valeroso, contentar a sus soldados, y aunque gravó al Imperio con nuevos tributos, reinó con tranquilidad, ya que sus excelentes condiciones despertaban la admiración de sus vasallos y de sus tropas. Aquéllos le miraban con asombro y éstas le estaban agradecidas y le estimaban por esta razón.
Como los actos de Severo fueron realmente notables, tratándose como se trataba de un nuevo príncipe, demostraré cómo supo usar de la fiereza del león y de la astucia de la zorra, condiciones que ya demostré que debía reunir todo príncipe. Conocía Severo la cobardía del emperador Juliano, y convenció a la milicia que él mandaba en Esclavonia, de que había que ir a Roma para vengar el asesinato de Pertinax, muerto por la guardia imperial. Con ese motivo, y sin mostrar deseo alguno de convertirse en emperador, salió con su ejército hacia Roma, llegando a Italia antes de que nadie se percatase de su partida. Cuando estuvo en Roma, el Senado, miedosamente, le eligió emperador, haciendo matar a Juliano.
Dos obstáculos tenía que vencer Severo para dominar en todo el Imperio: uno en Asia, porque allí había conseguido de sus legiones que le nombrasen emperador Pescenio Niger, general de ejército en aquella región, y otra en Occidente, porque Albino ambicionaba asimismo el cetro imperial.
No creyendo prudente combatir a la vez con dos adversarios, determinó combatir a Pescenio y engañar a Albino, a quien escribió diciéndole que, puesto que el Senado le había nombrado emperador, quería compartir con él las cargas del Imperio.
Y le envió el nombramiento de César y la confirmación del Senado, cosas ambas que tuvo Albino por evidentes. Pero cuando Severo derrotó y mató a Pescenio, pacificando y restableciendo el orden en Oriente, tornó a Roma y quejóse de Albino en el Senado, al que acusó de ingrato con los beneficios que de él había recibido, añadiendo que, puesto que sabía que procuraba asesinarle a traición, estaba dispuesto a castigarle por su ingratitud.
Y en las Galias le buscó, quitándole allí la vida, con el gobierno de las tropas.
Estudiando menudamente la vida de este emperador, se verá a la vez que fué tan astuta zorra como valiente león, que fué temido y obedecido de todos y que no fué odiado por su milicia. Y así se comprenderá cómo, a pesar de ser príncipe nuevo, llegó a tener tan gran poder, porque el renombre de que gozaba le libertó de la malquerencia del pueblo, al que imponía tributos constantemente.
También su hijo Antonino Caracalla tuvo cualidades excelentes, que al principio de su reinado le hicieron querido de los pueblos y estimado de sus soldados, porque era todo un militar que soportaba con gran entereza los trabajos de la guerra, desdeñaba las comidas regalonas y toda molicie, cosas todas que le hicieron popular entre la soldadesca.
Pero fué tan cruel, tan feroz e inauditamente cruel, que, luego de matar a muchos con el más liviano pretexto, hizo morir a gran parte del pueblo romano y a buena parte del de Alejandría, logrando que le odiase todo el mundo y que le temiesen sus amigos, hasta que al fin fué asesinado por un centurión en medio de su ejército.
Lo que prueba que ningún príncipe puede evitar que le asesinen a mano airada, porque le matará el que esté verdaderamente dispuesto a matarle, con sacrificio de la propia vida. Tales peligros, sin embargo, son raros y por eso no son muy de temer.
Lo que deben procurar los príncipes es no ofender gravemente a los que le sirven en el gobierno de su principado, mandando asesinar al hermano del centurión que le mató a él, al cual amenaza además diariamente teniéndole en su guardia, con lo que se expuso a que le ocurriera cuanto le ocurrió.
Cómodo pudo conservar su trono fácilmente porque lo heredó de su padre Marco Aurelio. Si hubiera imitado a éste, hubiera disfrutado, como su padre, de la confianza de los soldados y del pueblo.
Pero cruel y bestial de instintos el emperador Cómodo, buscó apoyo en la milicia, permitiendo que se indisciplinase, para saquear impunemente a los pueblos. Además, bajaba a la arena del Circo, despreciando su dignidad imperial, luchando con los gladiadores. Y realizaba otras cosas viles e indignas de su rango, llegando a ser despreciado de la milicia y del pueblo a la vez, muriendo víctima de una conspiración.
Ahora me ocuparé de Maximino. Fué un gran guerrero. Cansado el ejército de la molicie de Alejandro, le nombró emperador a la muerte de éste.
Y no poseyó largo tiempo el trono por dos razones de peso. La primera por la bajeza de su origen, porque había sido porquero en Tracia, cosa que sabía todo el mundo y que le desprestigiaba mucho, como se comprenderá. Y la segunda razón porque, habiendo tardado mucho en llegar a Roma antes de tomar posesión del trono, adquirió fama de malvado, a causa de las muchas brutalidades que en Roma y en todas partes cometieron sus prefectos. Asqueado todo el mundo con la bajeza de su origen, y sintiendo las gentes asco y repugnancia de sus actos, Africa primero, el Senado luego, y el pueblo romano y toda Italia con el pueblo, conspiraron contra él, conspiración en la que participó su mismo ejército, que sitiaba entonces a Aquileya. Cansada la milicia de la duración del asedio, indignada de las crueldades imperiales y advirtiendo que los enemigos se multiplicaban contra él, le dió muerte.
Heliogábalo, Maximino y Juliano, completamente despreciables, desaparecieron con presteza.
Diré, acabando este capítulo, que los príncipes de nuestros días no han de procurar en la misma medida que lo procuraban los emperadores romanos tener contentos a sus soldados, aunque no es cosa tampoco de desatenderlos por completo. Ninguno de estos príncipes tiene milicias como los del Imperio romano, que tenían tanta relación con el gobierno y la administración de las provincias.
Entonces era preferible contentar a las tropas antes que a los pueblos, porque eran más poderosas que éstos. Ahora, en cambio, si exceptuamos a los señores de Turquía y de Egipto, conviene más satisfacer al pueblo que al ejército, porque aquél puede más que éste. Ya digo que prescindo del sultán de Turquía, porque éste tiene a su lado a doce mil infantes y a quince mil jinetes, y como de estas tropas dependen la seguridad y la tranquilidad de su Estado, necesita conservarlas fieles, pese a todos los sacrificios que imponga al pueblo para mantenerlas contentas. De igual modo acontece en el reino de Egipto, también en manos de las tropas, razón por la cual el soldán se ve obligado a contentarlas en todo cuanto piden, sin consideración alguna al pueblo.
El reino del soldán no se parece en nada al de los demás príncipes, con excepción del de la Santa Silla, porque no puede llamarse ni hereditario ni nuevo, puesto que no suceden en el poder los hijos del príncipe muerto, sino que es elegido por los que no ejercen la soberanía. Como es de organización muy vieja, no puede llamarse el de Egipto principado nuevo, que no tropieza con ninguna de las dificultades peculiares de esta clase de principados.
Y aunque el príncipe sea nuevo, el régimen del Estado es muy antiguo y está dispuesto de modo que el elegido puede considerarse como un prínci..pe hereditario.
El que medite cuanto he escrito en este capítulo verá que la causa de la ruina de los emperadores que he citado fué el odio y el desprecio, y comprenderá que, aunque su conducta no fué la misma, para unos fué beneficioso lo que fué nocivo para otros. A Pertinax y a Alejandro, príncipes nuevos, les fué dañoso imitar a Marco Aurelio, que heredó el trono de su padre. Y les fué nocivo a Caracalla, Cómodo y Maximino imitar a Septimio Severo porque carecían de las cualidades de éste. Así es que un príncipe nuevo sólo debe imitar en su principado a Severo cuando trate de afianzar su autoridad, y ha de imitar también a Marco Aurelio cuando quiera conservar un Estado que esté sólida y fuertemente constituído.