El pozo del Yocci: 15

El pozo del Yocci de Juana Manuela Gorriti
Capítulo XIV - El sacrificio



-He aquí todo propicio para la fuga -dijo Aurelia volviéndose a su compañero, que la estaba contemplando con una ardiente mirada-, la hora, el silencio, un buen caballo; ¿por qué tardas? ¡Huye!

-¡Huir! ¡Huir sin ti! Separarnos cuando nos une el amor.

-¡Desventurado! -exclamó Aurelia, retrocediendo espantada ante aquella revelación-. No pronuncies esa palabra; entre nosotros es un sacrilegio.

-¡Ah! -replicó él, asiendo con ademán impetuoso la mano de la joven-, ¿qué nombre das tú que sabes cómo se llama el sentimiento que te inspiro, qué nombre das al sublime arrojo con que llevada de ese sentimiento has desafiado tantos peligros para salvarme? ¿Qué nombre das a ese dulce tú que derrama en mi corazón un mar de delicias? Y esa tierna mirada que estás fijando en mis ojos, ¿qué se llama? ¡Llámase amor!

Y enlazó a Aurelia con sus brazos. La joven rechazó horrorizada aquel brazo. Una luz terrible iluminó su mente. En el inocente abandono de sentimiento puro, ella misma había dado la imagen de la verdad al funesto error que ofuscaba el alma del proscrito y lo sostenía en aquellos sitios donde lo amenazaba la muerte.

-¡Madre! -murmuró-, ¡perdón! Otros ojos que los míos van a leer el secreto de tu vida; pero yo sé que me apruebas desde el cielo, porque lo ves, madre mía; no hay otro medio de salvarlo.

Y acercándose a Fernando fijó en él una tierna y dolorosa mirada, y le dijo, alargándole un papel:

-¡Quieres conocer la naturaleza del sentimiento que nos une un lazo tan estrecho, y más dulce que el del amor? ¡Lee! y besa mi frente, caigamos de rodillas, oremos juntos, y ¡parte!

El joven tomó el papel con mano ansiosa y lo desdobló a la luz de la luna.

Pero a medida que leía, su frente se tornaba pálida, en sus ojos se pintó el espanto, y sus cabellos se erizaron.

-¡Era mi hermana! -exclamó en una explosión de dolor y de cólera-. ¡Oh! -continuó, arrojando lejos de sí aquel papel-, yo iré a buscarte más allá de este mundo, mujer cruel, que, esclava del orgullo humano, abandonaste impía al hijo de tu oprobio para ornar con la aureola de la virtud tu frente mancillada; que, alejando al hermano de la hermana, eres causa de que el amor santo que debió unirlos, se convirtiese en un sentimiento criminal, en una fuente de eterno dolor; yo iré a buscarte hasta el infierno mismo, para decirte: ¡Maldita seas!

Y el proscrito saltando sobre el veloz caballo desapareció.

Al escuchar esa horrible maldición, Aurelia exhaló un grito y se apoyó desfallecida en uno de los pilares del pozo.

Las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu estaban agotadas; una extraña obscuridad inundó su mente y la dejó en un estado que participaba del síncope y de la vigilia.

Una mano que se posó en su hombro la despertó de repente del enajenamiento en que yacía.

Aguilar pálido, sombrío, terrible estaba delante de ella.

-No has podido engañarme, pérfida -exclamó con su voz sorda, fijando en su esposa una siniestra mirada-; yo sabía que amabas al conspirador boliviano desde aquella noche que estuviste en poder suyo. ¡Y lo negabas! y tu frente se coloreaba con la indignación de la virtud, mientras hollando tu honor y el mío, te preparabas a substraerlo al castigo que le esperaba. ¿Qué has hecho de él? ¡Habla! No es tu esposo el que está delante de ti, es un juez que va a pronunciar tu sentencia y ejecutarla.

¿Qué has hecho del conspirador? ¡Habla!

-Lo he salvado -respondió Aurelia-, pero el sentimiento que me guiaba no era culpable, Aguilar; era un afecto puro, santo, yo te lo juro.

-¡Pruébalo! ¡Ah! ¡Yo daría mi alma por creerlo! -Y una lágrima surcó su pálida mejilla, y con una voz impregnada de dolor y de rabia, repetía-: ¡Pruébalo!

-Y si no me es dado probarlo sino con un juramento, ¿me creerás Aguilar?

-¡Ya ves que mentías!

De súbito, Aurelia dio un grito y se precipitó sobre un objeto que ocultó en su pecho.

Era el papel que arrojó Fernando y que yacía en tierra olvidado. Aguilar lo vio.

-¿Qué encierra ese papel? ¡Necesito verlo!

-¡Mi secreto!... ¡Jamás!

Aguilar fuera de sí se arrojó a su mujer y sujetando sus manos con una de las suyas:

-¿Me darás ese papel? -gritó.

Aurelia hizo un supremo esfuerzo, se desasió de sus manos, y exclamó con energía:

-Aguilar, ¡mátame, pero no me pidas este papel!

Entonces hubo una lucha, corta, pero atroz, encarnizada, horrible, entre el ser fuerte y el ser débil, entre la fuerza física y la fuerza sublime de una voluntad enérgica. Aguilar hizo esfuerzos inútiles para arrancar aquel papel de entre los dedos crispados de Aurelia que lo retenían como una tenaza de hierro.

-Me darás ese papel -repitió Aguilar ciego de cólera.

-¡No!

-¿No?

-No, mil veces no...

La voz de Aurelia se perdió en un sordo gemido. El puñal de Aguilar se había hundido en su seno.

El asesino se hizo dueño de aquella carta precio de su crimen; y con la sangre fría de una celosa rabia satisfecha, desciñose la faja roja que contenía sus armas, ató con ella una piedra al cuello a su víctima y la arrojó al pozo.

Y luego desplegando el papel que apretaba su convulsa mano, lo expuso al rayo de la luna y leyó...

De repente la palidez de la cólera dio lugar a la palidez del espanto. Una nube sangrienta obscureció sus ojos; su corazón cesó de latir, y su lengua helada balbuceó con acento desesperado: -¡Era su hermano!

Tres días después, el general Heredia, paseando con algunas señoras en los bosquecillos floridos de San Bernardo, encontró sentado sobre una roca un hombre pálido y sombrío, con los vestidos en desorden, la cabeza descubierta y la mirada fija:

-Es un loco -dijeron las señoras, agrupándose medrosas detrás del general.

-No -dijo Heredia, reconociéndolo-, es el esposo ultrajado de la infame que abandonando hasta el cadáver insepulto de su madre, ha huido con el conspirador boliviano.

Aquellas palabras despertaron a Aguilar de la enajenación en que yacía. Las ideas vagas que en oleadas ardientes se entrechocaban en un cerebro, tomaron de pronto una fijeza terrible. Midió con un solo pensamiento la enormidad de su crimen y sus fatales consecuencias. No sólo había asesinado a su esposa, ocultando su delito, la había deshonrado. Un remordimiento profundo, un dolor sin nombre invadieron su alma; y corriendo hacia el general, sus labios se abrieron ya para acusarse y justificar a Aurelia; pero dirigiendo una segunda mirada al fondo de su conciencia, se vio tan horrible, que por la primera vez de su vida, tuvo miedo y calló.

Desde aquel día su valor se convirtió en ferocidad; su dolor en una rabia insaciable contra la humanidad entera.

En la batalla, en los combates de guerrilla, y en los frecuentes motines militares de aquella época, Aguilar jamás daba cuartel; mataba sin piedad; se bañaba con placer en la sangre de sus víctimas, y contemplaba con avidez sus agonías.

El desdichado quería olvidar, quería sepultar en un abismo de atrocidades el recuerdo de su crimen. ¡Vana esperanza! Sobre la sangre de los bolivianos y de los soldados rebeldes, veía aparecer otra sangre que clamaba contra él; y entre los gritos de los combatientes y los clamores de los moribundos, oía siempre elevarse un sordo gemido, siguiéndose luego el ruido de un cuerpo que cae en el agua.

Entonces, hundiendo las espuelas en los flancos de su caballo, huía de aquel sitio creyendo huir del implacable recuerdo; y atravesaba los llanos, los bosques y las montañas, corriendo, corriendo siempre hasta que su caballo sin fuerza, exánime, caía bajo de él. Y los pastores de aquellas comarcas que entre las tinieblas veían pasar al sombrío jinete, como una exhalación en la fantástica velocidad de su carrera, hacían, temerosos, la señal de la cruz y recitaban sus más devotas plegarias, creyendo que era el demonio de la noche.