El pozo del Yocci: 12

El pozo del Yocci de Juana Manuela Gorriti
Capítulo XI - El lecho de muerte



Una sorda imprecación respondió a las palabras del sacerdote. Aurelia la escuchó, y la visión misteriosa de la caverna de Iruya se alzó en su mente. Espantada, tendió una furtiva mirada en torno, y sus ojos se encontraron con los del desconocido...

En ese momento sintiose en el salón inmediato un rumor confuso de voces y de armas; y al mismo tiempo, el coronel Peralta, lanzándose de repente en medio de la cámara, seguido de algunos soldados. -He ahí el agente de Braun -gritó, señalando al desconocido-, he ahí el jefe de la conspiración que debía estallar esta noche. ¡Prendedle!

Heredia y Aguilar desenvainaron sus espadas; pero el incógnito arrojando su embozo, empuñó la suya, y veloz como el pensamiento, blandiola en todos los sentidos, hirió a Peralta, abriose paso y se arrojó fuera.

Aguilar fijó en su esposa una mirada sombría y siguió al fugitivo.

A la vista del desconocido, cercado de enemigos y amenazado de muerte, Aurelia iba a arrojarse delante para defenderlo; pero una mirada que dirigió al lecho de su madre, la detuvo.

La moribunda incorporada, casi de pie, los ojos fijos en el incógnito y tendiendo hacia él sus brazos, hacía vanos esfuerzos para pronunciar una palabra que su lengua helada no podía articular; y cuando lo vio desaparecer entre las espadas flameantes que amenazaban su pecho, exhaló un hondo gemido y cayó desplomada en los brazos de su hija, a tiempo que Esquivel, el joven edecán de Heredia, entraba trayendo al general el aviso de que Fernando de Castro, agente de Braun y jefe de la conspiración que se acababa de sofocar había sido aprehendido.

En los ojos de Heredia brilló un rayo de gozo cruel, que al siguiente día tuvo una sangrienta traducción en numerosos y atroces suplicios.

Entre tanto, ordenó que se encadenase al prisionero y se le encerrase en uno de los calabozos del cuartel de San Bernardo, mientras se reunía el consejo de guerra que debía juzgarlo. Y sonriendo de un modo siniestro al dar esa orden, ofreció el brazo a su mujer, y se retiró.

Juana quiso quedarse con Aurelia; pero ésta le pidió la dejara sola con su madre. Abrazola tiernamente, la despidió, y vino a postrarse a la cabecera del lecho.

La moribunda estrechó la mano de su hija entre las suyas húmedas y heladas, y le pidió por señas recado de escribir. Había

perdido el habla. Aurelia bañada en lágrimas le obedeció.

La enferma atrajo a sí la cabeza de la joven, posó en su frente los labios yertos ya por la proximidad de la agonía, y le hizo señas de que se alejara e hiciera acercar al sacerdote.

Aurelia cedió su puesto, a pesar suyo, al ministro de Dios, y fue a encerrarse en su cuarto. Arrodillada ante el lecho nupcial, vacío y siniestro como un catafalco, la joven apoyó en él su frente coronada de flores, pero pálida y fría y se hundió en un desvarío doloroso.

El sonido de un timbre la arrancó bruscamente a aquel estado extraño, entre el delirio y la plegaria. Alzose anhelante, y corrió al cuarto de la enferma. Pero al pasar el umbral dio un grito y cayó de rodillas.

Sobre aquel lecho donde pocos momentos antes la había despedido con una caricia, su madre yacía inmóvil y el rostro oculto bajo los pliegues del sudario.

El sacerdote, de pie a la cabecera del lecho mortuorio, con una mano le mostró el cielo; con la otra le entregó una carta cerrada y sellada con las armas de su casa... Algunas horas después, a la luz de los cirios que ardían en una capilla ardiente, Aurelia, sentada a la cabecera del féretro de su madre, abría con mano trémula aquella carta, y ponía en ella sus ojos...

En la noche de ese día, Juana, la linda esposa del general Heredia, sola en su retrete, hallábase recostada en los cojines de un diván.

La negligencia de su actitud, contrastaba singularmente con la expresión de su rostro que revelaba una violenta lucha interior.

Una de sus manos jugaba distraída con los rizos de su cabellera, y la otra sostenía un libro cerrado, en el que apoyaba su linda cabeza, como si cansada de buscar algo en sus páginas, lo pidiera a su ardiente imaginación.

Una mano discreta llamó suavemente en los cristales forrados de tafetán rosado que formaban la puerta.

-¿Quién está ahí? -preguntó Juana, fingiendo una voz soñolienta y cerrados los ojos.

-Una mujer encubierta desea hablar a la señora -dijo un criado entreabriendo la puerta.

A la palabra encubierta, los hermosos ojos de Juana se abrieron en todo su magnífico grandor. Una ola inmensa de curiosidad ahogó en su mente las ideas que la preocupaban y sacudiendo su postración, alzose ligera, exclamando con la novelería de una niña: -¡Una mujer encubierta! ¡Hazla entrar al momento!

Y sin tener paciencia para esperar, corrió al encuentro de la desconocida.

Pero al pasar el dintel de la puerta, una mujer enlutada, y cubierta con un tupido velo se echó en sus brazos, la hizo retroceder, cerró tras sí la puerta y volviéndose a Juana, se descubrió.

-¡Aura! ¡Tú aquí!... cuando... cuando el cadáver de tu madre se halla tendido aún en la casa mortuoria!... Ángel mío, ¿qué nueva desgracia ha caído sobre ti?... ¡Habla!

Aurelia pálida, temblorosa, tendió en torno una mirada rápida y acercándose a la esposa de Heredia, estrechó convulsivamente su mano y la dijo con voz breve:

-Vengo a reclamar el cumplimiento de una promesa. ¡Juana! ¿Te acuerdas el día que me conociste?

-¡Ah! ¿podría acaso olvidarlo, ¡oh! mi ángel tutelar? Mi hijo se ahogaba en el profundo remanso de Montoya. Nadie se atrevía a socorrer al pobre niño; y yo mesando mis cabellos, lloraba desesperada debatiéndome entre los brazos de los que me impedían arrojarme en pos suya al terrible remolino.

Tú llegaste entonces; y saltando veloz de tu carruaje, vestida de gasa, coronada de flores, te arrojaste valerosamente al agua, y lo arrancaste de una muerte cierta.

Y yo me eché a tus pies, y te dije, abrazando tus rodillas: -Si tú o alguna persona que ames necesitáis mi vida, pídemela y te la daré con gozo.

-¡Y bien!, vida por vida; yo salvé a tu hijo; salva tú, en nombre suyo a Fernando de Castro.

-¡Al conspirador boliviano! -exclamó Juana fijando en la joven una mirada de reproche-. ¡Ignoras acaso que en el acta de la revolución que encabezaba se había jurado la muerte de mi esposo y la del tuyo?

-Lo sé; y no obstante, vengo a decirte: ¡cumple tu palabra!

En los ojos de Juana brilló un destello de picaresca ironía.

-¡Ah! -dijo-, yo lo adiviné aquella noche en la primera mirada que fijaste en ese hombre: ¡lo amas!

Aurelia miró de frente a su amiga y respondió con voz firme: -¡Sí, lo amo!

-¡Lo amas, y eres la esposa de Aguilar! ¡Desdichada!

-Lo amo -repitió la joven-, lo amo; pero mira mi frente levantada; ¿reparas en ella la sombra del rubor?

-No, que resplandece como la aureola de un arcángel -exclamó Juana, besando con efusión la frente pura de su amiga.

-Sí; fía en la naturaleza del sentimiento que me trae cerca de ti... Pero, en nombre del cielo, ¡no perdamos tiempo! Las horas pasan y el momento fatal se acerca. El consejo de guerra ha pronunciado la sentencia, Heredia la ha confirmado, y Aguilar está encargado de ejecutarla.

-¡El Consejo! ¡Heredia! ¡Aguilar! -exclamó Juana con desaliento-, ¡peñascos inaccesibles a los embates de mi seducción! ¡Dios mío!, ¿qué podré yo hacer contra sus decisiones?

-Lo ignoro. Sé únicamente que me hiciste una promesa y que debes cumplirla.

-La cumpliré aun a costa de mi vida, ángel salvador de mi hijo.

-Pues ten presente que espero. Y Aurelia cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó inmóvil y silenciosa.

-¡Diablo!, ¡diablo! -murmuró Juana, cambiando de tono y dejándose llevar de la genial viveza que ni en los momentos más críticos la abandonaba-, ¡diablo, que sin cesar me aconsejas los celos, el odio, los deseos de venganza, inspírame, pues, algo bueno!... por ejemplo, la manera de desempeñar el juramento que reclama esta linda chica, aplicado a tan tremendo asunto... La voluntad de Heredia es omnipotente; ¡pero ah!, ¡qué soy yo para Heredia!... ¡Si fuera Fausta!, ¡oh! ¡ya sería otra cosa!...

Y en los negros ojos de Juana brilló una centella de cólera.

-¡Ama mía! -dijo una voz de mujer al otro lado de la puerta.

-Rafa -gritó Juana, saliendo al encuentro de la que llegaba. Rafa entró.

Era una de esas bellas mulatas cordobesas de esbeltas formas, de lánguidos ojos azules, y entre cuyos dorados cabellos parecía sonreír eternamente el sol argentino.

-Cuánto has tardado hoy, Rafa. ¡Te espero con tanta impaciencia!... Y sin embargo el corazón se estremece a la idea de los nuevos golpes que cada día le traes... Hoy, por ejemplo leo en tus ojos un dolor más sobre los que destrozan mi alma hace tiempo. No obstante, ¡habla!, dilo todo y luego, ¡que me matas de impaciencia!