El pesimista corregido: 11

III

Cuando, muy entrada ya la mañana, despertóse Juan, llamóle la atención un fenómeno insólito. Hallábanse herméticamente cerradas las ventanas y, no obstante, la luz parecía entrar sin obstáculos, filtrándose por las rendijas del balcón en áureas fajas, dentro de las cuales mariposeaban, en mareantes giros, infinidad de corpúsculos variables de dimensión y color.

Eran los unos negros, opacos y esquinados como el carbón; mostrábanse otros largos, transparentes y brillantes como hilos de cristal (filamentos de lana y algodón); en fin, no pocos afectaban formas esféricas y ovoideas, diafanidad perfecta, y semejaban a esporos de mohos considerablemente amplificados por el microscopio. Todas estas flotantes partículas subían y bajaban, arremolinábanse en raudos movimientos, pasaban incesantemente de la luz a la sombra, saltaban sobre los muebles, enredábanse en la cubierta de la cama y en las barbas del asombrado filósofo, y atropellándose en la boca y nariz, se precipitaban amenazadores en el pulmón con el aire inspirado.

Creyendo Juan ser víctima de estrafalario ensueño, levantóse súbitamente del lecho, y al cruzar por una de las esplendentes cortinas de luz, vió, estupefacto, su camisa convertida en algo así como un cañizo tejido de albos, cristalinos y refulgentes cilindros, y sus manos, ásperas y cruzadas de profundos canales, trocadas en una especie de gigantesco panal de abejas, salpicado de taladros y erizado de amarillas y transparentes vergas (los agujeros de las glándulas y el vello).

Miró hacia el lecho, lamido a trechos por varias lengüetas de luz, y descubrió en la colcha una complicada reja de barrotes de coral. En fin, al recoger una cuartilla del suelo, vióla convertida en un intrincado amasijo de carámbanos (filamentos de algodón apelmazados). ¡Era para volverse loco! Transformación tan monstruosa de su cuerpo y de los objetos que le rodeaban prodújole impresión de profundo terror. ¿Qué significaba esto?

Acordóse entonces de repente de la visión de la pasada noche y cayó en la cuenta del origen del estupendo fenómeno. El genio no le había engañado.

Sus ojos se habían convertido en microscopios, y no en virtud de alteraciones en la dióptrica ocular (imposibles, por otra parte, sin cambiar la forma dimensión del aparato visual), sino a causa de la extremada finura de la organización retiniana y vías ópticas y de la exquisita sensibilidad de las sustancias fotogénicas residentes en los corpúsculos visuales. Cada cono o célula impresionable de la fovea centralis había sido descompuesta en centenares de sutilísimos filamentos individualmente excitables, y la misma multiplicación de conductores había sobrevenido también en los nervios ópticos y centros visuales del cerebro. En realidad, Juan no veía los objetos más grandes, sino más detallados: el ángulo visual seguía siendo el ordinario; pero, en cambio, la membrana sensible del globo ocular, de resultas de la susodicha multiplicación de las unidades impresionables, gozaba ahora de la preciosa virtud de discriminar y diferenciar objetos y colores bajo fracciones angulares casi infinitesimales. Por consecuencia de tan estupendo perfeccionamiento, percibía nuestro protagonista (situado a la distancia de la visión distinta) las cosas como si estuvieran colocadas en la platina de potente microscopio.