El perro del hortelano/Acto III

​El perro del hortelano​ de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Salen FEDERICO y RICARDO.


RICARDO. ¿Esto vistes?


FEDERICO. Esto vi.


RICARDO. ¿Y que le dio bofetones?


FEDERICO. El servir tiene ocasiones,

mas no lo son para mí,
que al poner una mujer
de aquellas prendas la mano
al rostro de un hombre, es llano
que otra ocasión puede haber.
Y bien veis que lo acredita
el andar tan mejorado.

RICARDO. Ella es mujer y él criado.


FEDERICO. Su perdición solicita.

La fábula que pintó
el filósofo moral
de las dos ollas, ¡qué igual
hoy a los dos la vistió!
Era de barro la una,
la otra de cobre o hierro,
que un río a los pies de un cerro
llevó con varia fortuna.
Desvióse la de barro
de la de cobre, temiendo
que la quebrase, y yo entiendo
pensamiento tan bizarro
del hombre y de la mujer,
hierro y barro, y no me espanto,
pues acercándose tanto,
por fuerza se han de romper.

RICARDO. La altivez y bizarría

de Diana me admiró,
y bien puede ser que yo
viese y no viese aquel día,
mas ver caballos y pajes
en Teodoro, y tantas galas,
¿qué son sino nuevas alas?
Pues criados, oro y trajes
no los tuviera Teodoro
sin ocasión tan notable.

FEDERICO. Antes que desto se hable

en Nápoles y el decoro
de vuestra sangre se ofenda,
sea o no sea verdad,
ha de morir.

RICARDO. Y es piedad

matarle, aunque ella lo entienda.

FEDERICO. ¿Podrá ser?


RICARDO. Bien puede ser,

que hay en Nápoles quien vive
de eso y en oro recibe
lo que en sangre ha de volver.
No hay más de buscar un bravo,
y que le despache luego.

FEDERICO. Por la brevedad os ruego.


RICARDO. Hoy tendrá su justo pago

semejante atrevimiento.

FEDERICO. ¿Son bravos éstos?


RICARDO. Sin duda.


FEDERICO. El cielo ofendido ayuda

vuestro justo pensamiento.

Salen FURIO, ANTONELO y LIRANO, lacayos y TRISTÁN,
vestido de nuevo.


FURIO. Pagar tenéis el vino en alboroque

del famoso vestido que os han dado.

ANTONELO. Eso bien sabe el buen Tristán que es justo.


TRISTÁN. Digo, señores, que de hacerlo gusto.


LIRANO. Bravo salió el vestido.


TRISTÁN. Todo aquesto

es cosa de chacota y zarandajas,
respeto del lugar que tendré presto.
Si no muda los bolos la fortuna,
secretario he de ser del secretario.

LIRANO. Mucha merced le hace la condesa

a vuestro amo, Tristán.

TRISTÁN. Es su privanza,

es su mano derecha y es la puerta
por donde se entra a su favor.

ANTONELO. Dejemos

favores y fortunas, y bebamos.

FURIO. En este tabernáculo sospecho

que hay lágrima famosa y malvasía.

TRISTÁN. Probemos vino greco; que deseo

hablar en griego, y con beberlo basta.

RICARDO. Aquel moreno del color quebrado

me parece el más bravo, pues que todos
le estiman, hablan y hacen cortesía.
Celio...

CELIO. Señor.


RICARDO. De aquellos gentileshombres

llama al descolorido.

CELIO. ¡Ah caballero!

Antes que se entre en esa santa ermita,
el marqués, mi señor, hablarle quiere.

TRISTÁN. Camaradas, allí me llama un príncipe;

no puedo rehusar el ver qué manda.
Entren, y tomen siete o ocho azumbres,
y aperciban dos dedos de formache,
en tanto que me informo de su gusto.

ANTONELO. Pues despachad a prisa.


TRISTÁN. Iré volando.

¿Qué es lo que manda vuestra señoría?

RICARDO. El veros entre tanta valentía

nos ha obligado, al conde Federico
y a mí, para saber si seréis hombre
para matar un hombre.

TRISTÁN. ¡Vive el cielo,

que son los pretendientes de mi ama
y que hay algún enredo! Fingir quiero.

FEDERICO. ¿No respondéis?


TRISTÁN. Estaba imaginando

si vuestra señoría está burlando
de nuestro modo de vivir. Pues vive
el que reparte fuerzas a los hombres,
que no hay en toda Nápoles espada
que no tiemble de sólo el nombre mío.
¿No conocéis a Héctor? Pues no hay Héctor
adonde está mi furibundo brazo;
que si él lo fue de Troya, yo de Italia.

FEDERICO. Éste es, marqués, el hombre que buscamos.

Por vida de los dos, que no burlamos,
sino que si tenéis conforme al nombre
el ánimo y queréis matar a un hombre,
que os demos el dinero que quisiéredes.

TRISTÁN. Con docientos escudos me contento,

y sea el diablo.

RICARDO. Yo os daré trecientos,

y despachalde aquesta noche.

TRISTÁN. El nombre

del hombre espero, y parte del dinero.

RICARDO. ¿Conocéis a Diana, la condesa

de Belflor?

TRISTÁN. Y en su casa tengo amigos.


RICARDO. ¿Mataréis un criado de su casa?


TRISTÁN. Mataré los criados y criadas

y los mismos frisones de su coche.

RICARDO. Pues a Teodoro habéis de dar la muerte.


TRISTÁN. Eso ha de ser, señores, de otra suerte,

porque Teodoro, como yo he sabido,
no sale ya de noche, temeroso
por ventura de haberos ofendido;
que le sirva estos días me ha pedido.
Dejádmele servir, y yo os ofrezco
de darle alguna noche dos mojadas,
con que el pobreto in pace requiescat
y yo quede seguro y sin sospecha.
¿Es algo lo que digo?

FEDERICO. No pudiera

hallarse en toda Nápoles un hombre
que tan seguramente le matara.
Servilde, pues, y así al descuido un día
pegalde, y acudid a nuestra casa.

TRISTÁN. Yo he menester agora cien escudos.


RICARDO. Cincuenta tengo en esta bolsa; luego

que yo os vea en su casa de Diana,
os ofrezco los ciento y muchos cientos.

TRISTÁN. Eso de muchos cientos no me agrada.

Vayan vusiñorías en buen hora,
que me aguardan Mastranzo, Rompe-muros,
Mano de hierro, Arfuz y Espanta-diablos,
y no quiero que acaso piensen algo.

RICARDO. Decís muy bien; adiós.


FEDERICO. ¡Qué gran ventura!


RICARDO. A Teodoro contalde por difunto.


FEDERICO. El bellacón, ¡qué bravo talle tiene!


Váyanse FEDERICO, RICARDO y CELIO.


TRISTÁN. Avisar a Teodoro me conviene.

Perdone el vino greco, y los amigos.
A casa voy, que está de aquí muy lejos.
Mas éste me parece que es Teodoro.

Sale TEODORO.


TRISTÁN. Señor, ¿adónde vas?


TEODORO. Lo mismo ignoro,

porque de suerte estoy, Tristán amigo,
que no sé dónde voy ni quién me lleva.
Solo y sin alma, el pensamiento sigo
que al sol me dice que la vista atreva.
Ves cuánto ayer Diana habló conmigo.
Pues hoy de aquel amor se halló tan nueva
que apenas jurarás que me conoce,
porque Marcela de mi mal se goce.

TRISTÁN. Vuelve hacia casa; que a los dos importa

que no nos vean juntos.

TEODORO. ¿De qué suerte?


TRISTÁN. Por el camino te diré quién corta

los pasos dirigidos a tu muerte.

TEODORO. ¿Mi muerte? Pues ¿por qué?


TRISTÁN. La voz reporta

y la ocasión de tu remedio advierte:
Ricardo y Federico me han hablado,
y que te dé la muerte concertado.

TEODORO. ¿Ellos a mí?


TRISTÁN. Por ciertos bofetones

el amor de tu dueño conjeturan,
y pensando que soy de los leones
que a tales homicidios se aventuran,
tu vida me han trocado a cien doblones,
y con cincuenta escudos me aseguran.
Yo dije que un amigo me pedía
que te sirviese, y que hoy te serviría
donde más fácilmente te matase,
a efecto de guardarte desta suerte.

TEODORO. ¡Pluguiera a Dios que alguno me quitase

la vida y me sacase desta muerte!

TRISTÁN. ¿Tan loco estás?


TEODORO. No quieres que me abrase

por tan dulce ocasión, Tristán, advierte
que si Diana algún camino hallara
de disculpa, conmigo se casara.
Teme su honor, y cuando más se abrasa,
se hiela y me desprecia.

TRISTÁN. Si te diese

remedio, ¿qué dirás?

TEODORO. Que a ti se pasa

de Ulises el espíritu.

TRISTÁN. Si fuese

tan ingenioso que a tu misma casa
un generoso padre te trajese
con que fueses igual a la condesa,
¿no saldrías, señor, con esta empresa?

TEODORO. Eso es sin duda.


TRISTÁN. El conde Ludovico,

caballero ya viejo, habrá veinte años
que enviaba a Malta un hijo de tu nombre
que era sobrino de su gran maestre;
cautiváronle moros de Biserta,
y nunca supo dél muerto, ni vivo;
éste ha de ser tu padre, y tú su hijo,
y yo lo he de trazar.

TEODORO. Tristán, advierte

que puedes levantar alguna cosa
que nos cueste a los dos la honra y vida.

TRISTÁN. A casa hemos llegado. A Dios te queda;

que tú serás marido de Diana
antes que den las doce de mañana.

Váyase TRISTÁN.


TEODORO. Bien al contrario pienso yo dar medio

a tanto mal, pues el amor bien sabe
que no tiene enemigo que le acabe
con más facilidad que tierra en medio.
Tierra quiero poner, pues que remedio,
con ausentarme, amor, rigor tan grave,
pues no hay rayo tan fuerte que se alabe
que entró en la tierra, de tu ardor remedio.
Todos los que llegaron a este punto,
poniendo tierra en medio te olvidaron;
que en tierra al fin le resolvieron junto.
Y la razón que de olvidar hallaron,
es que amor se confiesa por difunto,
pues que con tierra en medio le enterraron.


Sale la condesa.


DIANA. ¿Estás ya mejorado

de tus tristezas, Teodoro?

TEODORO. Si en mis tristezas adoro,

sabré estimar mi cuidado.
No quiero yo mejorar
de la enfermedad que tengo,
pues sólo a estar triste vengo,
cuando imagino sanar.
¡Bien hayan males que son
tan dulce para sufrir,
que se ve un hombre morir,
y estima su perdición!
Sólo me pesa que ya
esté mi mal en estado
que he de alejar mi cuidado
de donde su dueño está.

DIANA. ¿Ausentarte? Pues ¿por qué?


TEODORO. Quiérenme matar.


DIANA. Sí harán.


TEODORO. Envidia a mi mal tendrán,

que bien al principio fue.
Con esta ocasión, te pido
licencia para irme a España.

DIANA. Será generosa hazaña

de un hombre tan entendido,
que con esto quitarás
la ocasión de tus enojos,
y aunque des agua a mis ojos,
honra a mi casa darás.
Que desde aquel bofetón,
Federico me ha tratado
como celoso, y me ha dado
para dejarte ocasión.
Vete a España, que yo haré
que te den seis mil escudos.

TEODORO. Haré tus contrarios mudos

con mi ausencia. Dame el pie.

DIANA. Anda, Teodoro. No más;

déjame, que soy mujer.

TEODORO. Llora, mas ¿qué puedo hacer?


DIANA. En fin, Teodoro, ¿te vas?


TEODORO. Sí, señora.


DIANA. Espera. Vete.

Oye.

TEODORO. ¿Qué mandas?


DIANA. No, nada;

vete.

TEODORO. Voyme.


DIANA. Estoy turbada.

¿Hay tormento que inquiete
como una pasión de amor?
¿No eres ido?

TEODORO. Ya, señora,

me voy.

Vase TEODORO.


DIANA. ¡Buena quedo agora!

¡Maldígate Dios, honor!
Temeraria invención fuiste,
tan opuesta al propio gusto.
¿Quién te inventó? Mas fue justo,
pues que tu freno resiste
tantas cosas tan mal hechas.

Sale TEODORO.


TEODORO. Vuelvo a saber si hoy podré

partirme.

DIANA. Ni yo lo sé,

ni tú, Teodoro, sospechas
que me pesa de mirarte,
pues que te vuelves aquí.

TEODORO. Señora, vuelvo por mí,

que no estoy en otra parte,
y como me he de llevar,
vengo para que me des
a mí mismo.

DIANA. Si después

te has de volver a buscar,
no me pidas que te dé.
Pero vete, que el amor
lucha con mi noble honor,
y vienes tú a ser traspié.
Vete, Teodoro, de aquí;
no te pidas, aunque puedas,
que yo sé que si te quedas,
allá me llevas a mí.

TEODORO. Quede vuestra señoría

con Dios.

DIANA. ¡Maldita ella sea,

pues me quita que yo sea
de quien el alma quería!

Váyase.

¡Buena quedo yo, sin quien
era luz de aquestos ojos!
Pero sientan sus enojos;
quien mira mal, llore bien.
Ojos, pues os habéis puesto
en cosa tan desigual,
pagad el mirar tan mal,
que no soy la culpa desto;
mas no lloren, que también
tiempla el mal llorar los ojos,
pero sientan sus enojos;
quien mira mal, llore bien,
aunque tendrán ya pensada
la disculpa para todo;
que el sol los pone en el lodo,
y no se le pega nada.
Luego bien es que no den
en llorar. Cesad, mis ojos.
Pero sientan sus enojos;
quien mira mal, llore bien.

Sale MARCELA.


MARCELA. Si puede la confianza

de los años de servirte
humildemente pedirte
lo que justamente alcanza,
a la mano te ha venido
la ocasión de mi remedio,
y poniendo tierra en medio,
no verme si te he ofendido.

DIANA. ¿De tu remedio, Marcela?

¿Cuál ocasión? Que aquí estoy.

MARCELA. Dicen que se parte hoy,

por peligros que recela,
Teodoro a España, y con él
puedes casada enviarme,
pues no verme es remediarme.

DIANA. ¿Sabes tú qué querrá él?


MARCELA. Pues ¿pidiérate yo a ti,

sin tener satisfación,
remedio en esta ocasión?

DIANA. ¿Hasle hablado?


MARCELA. Y él a mí,

pidiéndome lo que digo.

DIANA. ¡Qué a propósito me viene

esta desdicha!

MARCELA. Ya tiene

tratado aquesto conmigo,
y el modo con que podemos
ir con más comodidad.

DIANA. ¡Ay, necio honor!, perdonad,

que amor quiere hacer extremos.
Pero no será razón,
pues que podéis remediar
fácilmente este pesar.

MARCELA. ¿No tomas resolución?


DIANA. No podré vivir sin ti,

Marcela, y haces agravio
a mi amor, y aun al de Fabio,
que sé yo que adora en ti.
Yo te casaré con él,
deja partir a Teodoro.

MARCELA. A Fabio aborrezco, adoro

a Teodoro.

DIANA. ¡Qué cruel

ocasión de declararme!
¡Mas teneos, loco amor!
Fabio te estará mejor.

MARCELA. Señora.


DIANA. No hay replicarme.


Váyase.


MARCELA. ¿Qué intentan imposibles mis sentidos,

contra tanto poder determinados,
que celos poderosos declarados
harán un desatino resistidos?
Volved, volved atrás, pasos perdidos,
que corréis a mi fin precipitados;
árboles son amores desdichados,
a quien el hielo marchitó floridos.
Alegraron el alma las colores
que el tirano poder cubrió de luto;
que hiela ajeno amor muchos amores.
Y cuando de esperar daba tributo,
¿qué importa la hermosura de las flores,
si se perdieron esperando el fruto?

Sale el conde LUDOVICO viejo, y CAMILO.


CAMILO. Para tener sucesión,

no te queda otro remedio.

LUDOVICO. Hay muchos años en medio

que mis enemigos son,
y aunque tiene esa disculpa
el casarse en la vejez,
quiere el temor ser juez,
y ha de averiguar la culpa.
Y podría suceder
que sucesión no alcanzase,
y casado me quedase;
y en un viejo una mujer
es en un olmo una hiedra,
que aunque con tan varios lazos
la cubre de sus abrazos,
él se seca y ella medra.
Y tratarme casamientos
es traerme a la memoria,
Camilo, mi antigua historia
y renovar mis tormentos.
Esperando cada día
con engaños a Teodoro,
veinte años ha que le lloro.

Sale un paje.


PAJE. Aquí a vuestra señoría

busca un griego mercader.

Sale TRISTÁN vestido de armenio con un turbante
graciosamente, y FURIO con otro.


LUDOVICO. Di que entre.


TRISTÁN. Dadme esas manos,

y los cielos soberanos
con su divino poder
os den el mayor consuelo
que esperáis.

LUDOVICO. Bien seáis venido,

mas ¿qué causa os ha traído
por este remoto suelo?

TRISTÁN. De Constantinopla vine

a Chipre, y della a Venecia
con una nave cargada
de ricas telas de Persia.
Acordéme de una historia
que algunos pasos me cuesta;
y con deseos de ver
a Nápoles, ciudad bella,
mientras allá mis criados
van despachando las telas,
vine como veis aquí,
donde mis ojos confiesan
su grandeza y hermosura.

LUDOVICO. Tiene hermosura y grandeza

Nápoles.

TRISTÁN. Así es verdad.

Mi padre, señor, en Grecia
fue mercader, y en su trato
el de más ganancia era
comprar y vender esclavos,
y ansí, en la feria de Azteclias,
compró un niño, el más hermoso
que vio la naturaleza,
por testigo del poder
que le dio el cielo en la tierra.
Vendíanle algunos turcos,
entre otra gente bien puesta,
a una galera de Malta
que las de un bajá turquescas
prendió en la Chafalonia.

LUDOVICO. Camilo, el alma me altera.


TRISTÁN. Aficionado al rapaz,

compróle y llevóle a Armenia,
donde se crió conmigo
y una hermana.

LUDOVICO. Amigo, espera,

espera, que me traspasas
las entrañas.

TRISTÁN. ¡Qué bien entra!


LUDOVICO. ¿Dijo cómo se llamaba?


TRISTÁN. Teodoro.


LUDOVICO. ¡Ay cielo! ¡Qué fuerza

tiene la verdad! De oírte
lágrimas mis canas riegan.

TRISTÁN. Serpalitonia, mi hermana,

y este mozo (¡nunca fuera
tan bello!) con la ocasión
de la crianza, que engendra
al amor que todos saben,
se amaron desde la tierna
edad; y a deciséis años,
de mi padre, en cierta ausencia,
ejecutaron su amor,
y creció de suerte en ella
que se le echaba de ver,
con cuyo temor se ausenta
Teodoro, y para parir
a Serpalitonia deja.
Catiborratos, mi padre,
no sintió tanto la ofensa
como el dejarle Teodoro.
Murió en efeto de pena,
y bautizamos su hijo
(que aquella parte de Armenia
tiene vuestra misma ley,
aunque es diferente iglesia);
llamamos al bello niño
Terimaconio, que queda
un bello rapaz agora
en la ciudad de Tepecas.
Andando en Nápoles yo
mirando cosas diversas,
saqué un papel en que traje
deste Teodoro las señas,
y preguntando por él,
me dijo una esclava griega
que en mi posada servía:
«¿Cosa que ese mozo sea
el del conde Ludovico?»
Diome el alma una luz nueva,
y doy en que os he de hablar,
y por entrar en la vuestra,
entro, según me dijeron,
en casa de la condesa
de Belflor, y al primer hombre
que pregunto...

LUDOVICO. Ya me tiembla

el alma.

TRISTÁN. Veo a Teodoro.


LUDOVICO. ¡A Teodoro!


TRISTÁN. Él bien quisiera

huirse, pero no pudo;
dudé un poco, y era fuerza,
porque el estar ya barbado
tiene alguna diferencia.
Fui tras él, asíle en fin,
hablóme, aunque con vergüenza,
y dijo que no dijese
a nadie en casa quién era,
porque el haber sido esclavo
no diese alguna sospecha.
Díjele: «Si yo he sabido
que eres hijo en esta tierra
de un título, ¿por qué tienes
la esclavitud por bajeza?»
Hizo gran burla de mí,
y yo, por ver si concuerda
tu historia con la que digo,
vine a verte y a que tengas,
si es verdad que éste es tu hijo,
con tu nieto alguna cuenta,
o permitas que mi hermana
con él a Nápoles venga,
no para tratar casarse,
aunque le sobra nobleza,
mas porque Terimaconio
tan ilustre abuelo vea.

LUDOVICO. Dame mil veces tus brazos;

que el alma con sus potencias
que es verdadera tu historia
en su regocijo muestran.
¡Ay, hijo del alma mía,
tras tantos años de ausencia
hallado para mi bien!
Camilo, ¿qué me aconsejas?
¿Iré a verle y conocerle?

CAMILO. ¿Eso dudas? Parte, vuela,

y añade vida en sus brazos
a los años de tus penas.

LUDOVICO. Amigo, si quieres ir

conmigo, será más cierta
mi dicha; si descansar,
aquí aguardando te queda,
y dente por tanto bien
toda mi casa y hacienda;
que no puedo detenerme.

TRISTÁN. Yo dejé, puesto que cerca,

ciertos diamantes que traigo,
y volveré cuando vuelvas.
Vamos de aquí, Mercaponios.

FURIO. Vamos, señor.


TRISTÁN. Bien se entrecas

el engañifo.

FURIO. Muy bonis.


TRISTÁN. Andemis.


CAMILO. ¡Extraña lengua!


LUDOVICO. Vente, Camilo, tras mí.


Váyanse el conde y CAMILO.


TRISTÁN. ¿Trasponen?


FURIO. El viejo vuela

sin aguardar coche o gente.

TRISTÁN. ¿Cosa que esto verdad sea,

y que éste fuese Teodoro?

FURIO. ¿Mas si en mentira como ésta

hubiese alguna verdad?

TRISTÁN. Estas almalafas lleva,

que me importa desnudarme
porque ninguno me vea
de los que aquí me conocen.

FURIO. Desnuda presto.


TRISTÁN. ¡Que pueda

esto el amor de los hijos!

FURIO. ¿Adónde te aguardo?


TRISTÁN. Espera,

Furio, en la choza del olmo.

FURIO. Adiós.


Váyase FURIO.


TRISTÁN. ¡Qué tesoro llega

al ingenio! Aquí debajo
traigo la capa revuelta,
que como medio sotana
me la puse, porque hubiera
más lugar en el peligro
de dejar en una puerta,
con el armenio turbante,
las hopalandas greguescas.

Salen RICARDO y FEDERICO.


FEDERICO. Digo que es éste el matador valiente

que a Teodoro ha de dar muerte segura.

RICARDO. ¡Ah hidalgo!, ¿ansí se cumple entre la gente

que honor profesa y que opinión procura
lo que se prometió tan fácilmente?

TRISTÁN. Señor...


FEDERICO. ¿Somos nosotros por ventura

de los iguales vuestros?

TRISTÁN. Sin oírme,

no es justo que mi culpa se confirme.
Yo estoy sirviendo al mísero Teodoro,
que ha de morir por esta mano airada,
pero puede ofender vuestro decoro
públicamente ensangrentar mi espada.
Es la prudencia un celestial tesoro,
y fue de los antiguos celebrada
por única virtud; estén muy ciertos
que le pueden contar entre los muertos.
Estáse melancólico de día,
y de noche cerrado en su aposento;
que alguna cuidadosa fantasía
le debe de ocupar el pensamiento;
déjenme a mí, que una mojada fría
pondrá silencio a su vital aliento,
y no se precipiten desa suerte;
que yo sé cuándo le he dar la muerte.

FEDERICO. Paréceme, marqués, que el hombre acierta.

Ya que le sirve, ha comenzado el caso;
no dudéis, matarále.

RICARDO. Cosa es cierta.

Por muerto le contad.

FEDERICO. Hablemos paso.


TRISTÁN. En tanto que esta muerte se concierta,

vusiñorías, ¿no tendrán acaso
cincuenta escudos? Que comprar querría
un rocín que volase el mismo día.

RICARDO. Aquí los tengo yo; tomad seguro

de que en saliendo con aquesta empresa
lo menos es pagaros.

TRISTÁN. Yo aventuro

la vida, que servir buenos profesa.
Con esto, adiós; que no me vean procuro
hablar desde el balcón de la condesa
con vuestras señorías.

FEDERICO. Sois discreto.


TRISTÁN. Ya lo verán al tiempo del efeto.


FEDERICO. Bravo es el hombre.


RICARDO. Astuto y ingenioso.


FEDERICO. Que bien le ha de matar.


RICARDO. Notablemente.


Sale CELIO.


CELIO. ¿Hay caso más extraño y fabuloso?


FEDERICO. ¿Qué es esto, Celio? ¿Dónde vas? Detente.


CELIO. Un suceso notable y riguroso

para los dos. ¿No veis aquella gente
que entra en casa del conde Ludovico?

RICARDO. ¿Es muerto?


CELIO. Que me escuches te suplico.

A darle van el parabién contentos
de haber hallado un hijo que ha perdido.

RICARDO. Pues ¿qué puede ofender nuestros intentos

que le haya esa ventura sucedido?

CELIO. ¿No importa a los secretos pensamientos

que con Diana habéis los dos tenido,
que sea aquel Teodoro, su criado,
hijo del conde?

FEDERICO. El alma me has turbado.


RICARDO. ¿Hijo del conde? Pues ¿de qué manera

se ha venido a saber?

CELIO. Es larga historia,

y cuéntanla tan varia, que no hubiera
para tomarla tiempo ni memoria.

FEDERICO. ¡A quién mayor desdicha sucediera!


RICARDO. Trocóse en pena mi esperada gloria.


FEDERICO. Yo quiero ver lo que es.


RICARDO. Yo, conde, os sigo.


CELIO. Presto veréis que la verdad os digo.


Váyanse y salga TEODORO de camino y MARCELA.


MARCELA. En fin, Teodoro, ¿te vas?


TEODORO. Tú eres causa desta ausencia,

que en desigual competencia
no resulta bien jamás.

MARCELA. Disculpas tan falsas das

como tu engaño lo ha sido,
porque haberme aborrecido
y haber amado a Diana
lleva tu esperanza vana
sólo a procurar su olvido.

TEODORO. ¿Yo a Diana?


MARCELA. Niegas tarde,

Teodoro, el loco deseo
con que perdido te veo
de atrevido y de cobarde:
cobarde en que ella se guarde
el respeto que se debe,
y atrevido, pues se atreve
tu bajeza a su valor;
que entre el honor y el amor
hay muchos montes de nieve.
Vengada quedo de ti,
aunque quedo enamorada,
porque olvidaré vengada,
que el amor olvida ansí.
Si te acordares de mí,
imagina que te olvido,
porque me quieras; que ha sido
siempre, porque suele hacer
que vuelva un hombre a querer,
pensar que es aborrecido.

TEODORO. ¡Qué de quimeras tan locas,

para casarte con Fabio!

MARCELA. Tú me casas, que al agravio

de tu desdén me provocas.

Sale FABIO.


FABIO. Siendo las horas tan pocas

que aquí Teodoro ha de estar,
bien haces, Marcela, en dar
ese descanso a tus ojos.

TEODORO. No te den celos enojos

que han de pasar tanto mar.

FABIO. En fin, ¿te vas?


TEODORO. ¿No lo ves?


FABIO. Mi señora viene a verte.


Sale la condesa, y DOROTEA y ANARDA.


DIANA. ¡Ya, Teodoro, desta suerte!


TEODORO. Alas quisiera en los pies,

cuanto más, señora, espuelas.

DIANA. ¡Hola! ¿Está esa ropa a punto?


ANARDA. Todo está aprestado y junto.


FABIO. En fin, ¿se va?


MARCELA. ¿Y tú me celas?


DIANA. Oye aquí aparte.


TEODORO. Aquí estoy

a tu servicio.

Aparte los dos.


DIANA. Teodoro,

tú te partes, yo te adoro.

TEODORO. Por tus crueldades me voy.


DIANA. Soy quien sabes. ¿Qué he de hacer?


TEODORO. ¿Lloras?


DIANA. No, que me ha caído

algo en los ojos.

TEODORO. ¿Si ha sido

amor?

DIANA. Sí debe de ser,

pero mucho antes cayó,
y agora salir querría.

TEODORO. Yo me voy, señora mía;

yo me voy, el alma no.
Sin ella tengo de ir,
no hago al serviros falta,
porque hermosura tan alta
con almas se ha de servir.
¿Qué me mandáis? Porque yo
soy vuestro.

DIANA. ¡Qué triste día!


TEODORO. Yo me voy, señora mía;

yo me voy, el alma no.

DIANA. ¿Lloras?


TEODORO. No, que me ha caído

algo, como a ti, en los ojos.

DIANA. Deben de ser mis enojos.


TEODORO. Eso debe de haber sido.


DIANA. Mil niñerías te he dado,

que en un baúl hallarás;
perdona, no pude más.
Si le abrieres, ten cuidado
de decir, como a despojos
de vitoria tan tirana:
«Aquestos puso Diana
con lágrimas en sus ojos».

ANARDA. Perdidos los dos están.


DOROTEA. ¡Qué mal se encubre el amor!


ANARDA. Quedarse fuera mejor.

Manos y prendas se dan.

DOROTEA. Diana ha venido a ser

el perro del hortelano.

ANARDA. Tarde le toma la mano.


DOROTEA. O coma o deje comer.


Sale el conde LUDOVICO, y CAMILO.


LUDOVICO. Bien puede el regocijo dar licencia,

Diana ilustre, a un hombre de mis años
para entrar desta suerte a visitaros.

DIANA. Señor conde, ¿qué es esto?


LUDOVICO. Pues ¿vos sola

no sabéis lo que sabe toda Nápoles?
Que en un instante que llegó la nueva,
apenas me han dejado por las calles,
ni he podido llegar a ver mi hijo.

DIANA. ¿Qué hijo? Que no te entiendo el regocijo.


LUDOVICO. ¿Nunca vuseñoría de mi historia

ha tenido noticia, y que ha veinte años
que enviaba un niño a Malta con su tío,
y que le cautivaron las galeras
de Ali Bajá?

DIANA. Sospecho que me han dicho

ese suceso vuestro.

LUDOVICO. Pues el cielo

me ha dado a conocer el hijo mío
después de mil fortunas que ha pasado.

DIANA. Con justa causa, conde, me habéis dado

tan buena nueva.

LUDOVICO. Vos, señora mía,

me habéis de dar, en cambio de la nueva,
el hijo mío, que sirviéndoos vive,
bien descuidado de que soy su padre.
¡Ay, si viviera su difunta madre!

DIANA. ¿Vuestro hijo me sirve? ¿Es Fabio acaso?


LUDOVICO. No, señora, no es Fabio, que es Teodoro.


DIANA. ¡Teodoro!


LUDOVICO. Sí, señora.


TEODORO. ¿Cómo es esto?


DIANA. Habla, Teodoro, si es tu padre el conde.


LUDOVICO. Luego, ¿es aquéste?


TEODORO. Señor conde, advierta

vuseñoría...

LUDOVICO. No hay que advertir, hijo,

hijo de mis entrañas, sino sólo
el morir en tus brazos.

DIANA. ¡Caso extraño!


ANARDA. ¡Ay, señora! ¡Teodoro es caballero

tan principal y de tan alto estado!

TEODORO. Señor, yo estoy sin alma, de turbado.

¿Hijo soy vuestro?

LUDOVICO. Cuando no tuviera

tanta seguridad, el verte fuera
de todas la mayor. ¡Qué parecido
a cuando mozo fui!

TEODORO. Los pies te pido,

y te suplico...

LUDOVICO. No me digas nada,

que estoy fuera de mí ¡Qué gallardía!
¡Dios te bendiga! ¡Qué real presencia!
¡Qué bien que te escribió naturaleza
en la cara, Teodoro, la nobleza!
Vamos de aquí; ven luego, luego toma
posesión de mi casa y de mi hacienda;
ven a ver esas puertas coronadas
de las armas más nobles deste reino.

TEODORO. Señor, yo estaba de partida a España,

y así me importa.

LUDOVICO. ¿Cómo a España? ¡Bueno!

España son mis brazos.

DIANA. Yo os suplico,

señor conde, dejéis aquí a Teodoro
hasta que se reporte y en buen hábito
vaya a reconoceros como hijo;
que no quiero que salga de mi casa
con aqueste alboroto de la gente.

LUDOVICO. Habláis como quien sois tan cuerdamente.

Dejarle siento por un breve instante,
mas porque más rumor no se levante
me iré, rogando a vuestra señoría
que sin mi bien no me anochezca el día.

DIANA. Palabra os doy.


LUDOVICO. Adiós, Teodoro mío.


TEODORO. Mil veces beso vuestros pies.


LUDOVICO. Camilo,

venga la muerte agora.

CAMILO. ¡Qué gallardo

mancebo que es Teodoro!

LUDOVICO. Pensar poco

quiero este bien, por no volverme loco.

Váyase el conde y lleguen todos los criados a TEODORO.


DOROTEA. Danos a todos las manos.


ANARDA. Bien puedes, por gran señor.


DOROTEA. Hacernos debes favor.


MARCELA. Los señores que son llanos

conquistan las voluntades.
Los brazos nos puedes dar.

DIANA. Apartaos, dadme lugar,

no le digáis necedades.
Déme vuestra señoría
las manos, señor Teodoro.

TEODORO. Agora esos pies adoro,

y sois más señora mía.

DIANA. Salíos todos allá;

dejadme con él un poco.

MARCELA. ¿Qué dices, Fabio?


FABIO. Estoy loco.


DOROTEA. ¿Qué te parece?


ANARDA. Que ya

mi ama no querrá ser
el perro del hortelano.

DOROTEA. ¿Comerá ya?


ANARDA. Pues ¿no es llano?


DOROTEA. Pues reviente de comer.


Váyanse los criados.


DIANA. ¿No te vas a España?


TEODORO. ¿Yo?


DIANA. ¿No dice vuseñoría:

«Yo me voy, señora mía,
yo me voy, el alma no».

TEODORO. Burlas de ver los favores

de la fortuna.

DIANA. Haz extremos.


TEODORO. Con igualdad nos tratemos,

como suelen los señores,
pues todos lo somos ya.

DIANA. Otro me pareces.


TEODORO. Creo

que estás con menos deseo;
pena el ser tu igual te da.
Quisiérasme tu criado,
porque es costumbre de amor
querer que sea inferior
lo amado.

DIANA. Estás engañado,

porque agora serás mío
y esta noche he de casarme
contigo.

TEODORO. No hay más que darme;

fortuna, tente.

DIANA. Confío

que no ha de haber en el mundo
tan venturosa mujer.

Vete a vestir.


TEODORO. Iré a ver

el mayorazgo que hoy fundo,
y este padre que me hallé
sin saber cómo o por dónde.

DIANA. Pues adiós, mi señor conde.


TEODORO. Adiós, condesa.


DIANA. Oye.


TEODORO. ¿Qué?


DIANA. ¡Qué! Pues ¿cómo a su señora

así responde un criado?

TEODORO. Está ya el juego trocado,

y soy yo el señor agora.

DIANA. Sepa que no me ha de dar

más celitos con Marcela,
aunque este golpe le duela.

TEODORO. No nos solemos bajar

los señores a querer
las criadas.

DIANA. Tenga cuenta

con lo que dice.

TEODORO. Es afrenta.


DIANA. Pues ¿quién soy yo?


TEODORO. Mi mujer.


Váyase.


DIANA. No hay más que desear; tente, fortuna,

como dijo Teodoro, tente, tente.

Salen FEDERICO y RICARDO.


RICARDO. En tantos regocijos y alborotos,

¿no se da parte a los amigos?

DIANA. Tanta

cuanta vuseñorías me pidieren.

FEDERICO. De ser tan gran señor vuestro criado

os las pedimos.

DIANA. Yo pensé, señores,

que las pedís, con que licencia os pido
de ser Teodoro conde y mi marido.

Váyase la condesa.


RICARDO. ¿Qué os parece de aquesto?


FEDERICO. Estoy sin seso.


RICARDO. ¡Oh, si le hubiera muerto este picaño!


Sale TRISTÁN.


FEDERICO. Veisle, aquí viene.


TRISTÁN. Todo está en su punto.

¡Brava cosa! ¡Que pueda un lacaífero
ingenio alborotar a toda Nápoles!

RICARDO. Tente, Tristán, o como te apellidas.


TRISTÁN. Mi nombre natural es Quita-vidas.


FEDERICO. ¡Bien se ha echado de ver!


TRISTÁN. Hecho estuviera,

a no ser conde de hoy acá este muerto.

RICARDO. Pues ¿eso importa?


TRISTÁN. Al tiempo que el concierto

hice por los trecientos solamente,
era para matar, como fue llano,
un Teodoro criado, mas no conde.
Teodoro conde es cosa diferente,
y es menester que el galardón se aumente,
que más costa tendrá matar un conde
que cuatro o seis criados que están muertos,
unos de hambre y otros de esperanzas,
y no pocos de envidia.

FEDERICO. ¿Cuánto quieres?

... ¿y mátale esta noche?

TRISTÁN. Mil escudos.


RICARDO. Yo los prometo.


TRISTÁN. Alguna señal quiero.


RICARDO. Esta cadena.


TRISTÁN. Cuenten el dinero.


FEDERICO. Yo voy a prevenillo.


TRISTÁN. Yo a matalle.

¿Oyen?

RICARDO. ¿Que quieres más?


TRISTÁN. Todo hombre calle.


Váyanse y entre TEODORO.


TEODORO. Desde aquí te he visto hablar

con aquellos matadores.

TRISTÁN. Los dos necios son mayores

que tiene tan gran lugar.
Esta cadena me han dado,
mil escudos prometido
porque hoy te mate.

TEODORO. ¿Qué ha sido

esto que tienes trazado?
Que estoy temblando, Tristán.

TRISTÁN. Si me vieras hablar griego,

me dieras, Teodoro, luego
más que estos locos me dan.
¡Por vida mía, que es cosa
fácil el grecesizar!
Ello en fin no es más de hablar;
mas era cosa donosa
los nombres que les decía:
Azteclias, Catiborratos,
Serpelitonia, Xipatos,
Atecas, Filimoclía;
que esto debe de ser griego,
como ninguno lo entiende,
y en fin, por griego se vende.

TEODORO. A mil pensamientos llego

que me causan gran tristeza,
pues si se sabe este engaño,
no hay que esperar menos daño
que cortarme la cabeza.

TRISTÁN. ¿Agora sales con eso?


TEODORO. Demonio debes de ser.


TRISTÁN. Deja la suerte correr,

y espera el fin del suceso.

TEODORO. La condesa viene aquí.


TRISTÁN. Yo me escondo; no me vea.


Sale la condesa


DIANA. ¿No eres ido a ver tu padre,

Teodoro?

TEODORO. Una grave pena

me detiene, y finalmente,
vuelvo a pedirte licencia
para proseguir mi intento
de ir a España.

DIANA. Si Marcela

te ha vuelto a tocar al arma,
muy justa disculpa es ésa.

TEODORO. ¿Yo, Marcela?


DIANA. Pues ¿qué tienes?


TEODORO. No es cosa para ponerla

desde mi boca a tu oído.

DIANA. Habla, Teodoro, aunque sea

mil veces contra mi honor.

TEODORO. Tristán, a quien hoy pudiera

hacer el engaño estatuas,
la industria, versos, y Creta
rendir laberintos, viendo
mi amor, mi eterna tristeza,
sabiendo que Ludovico
perdió un hijo, esta quimera
ha levantado conmigo,
que soy hijo de la tierra,
y no he conocido padre
más que mi ingenio, mis letras
y mi pluma; el conde cree
que lo soy, y aunque pudiera
ser tu marido, y tener
tanta dicha y tal grandeza,
mi nobleza natural
que te engañe no me deja,
porque soy naturalmente
hombre que verdad profesa.
Con esto, para ir a España
vuelvo a pedirte licencia,
que no quiero yo engañar
tu amor, tu sangre y tus prendas.

DIANA. Discreto y necio has andado:

discreto en que tu nobleza
me has mostrado en declararte;
necio en pensar que lo sea
en dejarme de casar,
pues he hallado a tu bajeza
el color que yo quería,
que el gusto no está en grandezas,
sino en ajustarse al alma
aquello que se desea.
Yo me he de casar contigo,
y porque Tristán no pueda
decir aqueste secreto,
hoy haré que cuando duerma,
en ese pozo de casa
le sepulten.

Detrás del paño.


TRISTÁN. ¡Guarda afuera!


DIANA. ¿Quién habla aquí?


TRISTÁN. ¿Quién? Tristán,

que justamente se queja
de la ingratitud mayor
que de mujeres se cuenta.
Pues, siendo yo vuestro gozo,
aunque nunca yo lo fuera,
¿en el pozo me arrojáis?

DIANA. ¿Que lo has oído?


TRISTÁN. No creas

que me pescarás el cuerpo.

DIANA. Vuelve.


TRISTÁN. ¿Que vuelva?


DIANA. Que vuelvas.

Por el donaire te doy
palabra de que no tengas
mayor amiga en el mundo,
pero has de tener secreta
esta invención, pues es tuya.

TRISTÁN. Si me importa que lo sea,

¿no quieres que calle?

TEODORO. Escucha.

¿Qué gente y qué grita es ésta?

Salen el conde LUDOVICO, FEDERICO, RICARDO,
CAMILO, FABIO, ANARDA, DOROTEA, MARCELA.


RICARDO. Queremos acompañar

a vuestro hijo.

FEDERICO. La bella

Nápoles está esperando
que salga junta a la puerta.

LUDOVICO. Con licencia de Diana

una carroza te espera,
Teodoro, y junta, a caballo,
de Nápoles la nobleza.
Ven, hijo, a tu propia casa
tras tantos años de ausencia;
verás adonde naciste.

DIANA. Antes que salga y la vea,

quiero, conde, que sepáis
que soy su mujer.

LUDOVICO. Detenga

la fortuna, en tanto bien,
con clavo de oro la rueda.
Dos hijos saco de aquí,
si vine por uno.

FEDERICO. Llega,

Ricardo, y da el parabién.

RICARDO. Darle, señores, pudiera

de la vida de Teodoro;
que celos de la condesa
me hicieron que a este cobarde
diera, sin esta cadena,
por matarle mil escudos.
Haced que luego le prendan,
que es encubierto ladrón.

TEODORO. Eso no, que no profesa

ser ladrón quien a su amo
defiende.

RICARDO. ¿No? Pues ¿quién era

este valiente fingido?

TEODORO. Mi criado, y porque tenga

premio el defender mi vida
sin otras secretas deudas,
con licencia de Diana
le caso con Dorotea,
pues que ya su señoría
casó con Fabio a Marcela.

RICARDO. Yo doto a Marcela.


FEDERICO. Y yo

a Dorotea.

LUDOVICO. Bien queda,

para mí, con hijo y casa,
el dote de la condesa.

TEODORO. Con esto, senado noble,

que a nadie digáis se os ruega
el secreto de Teodoro,
dando, con licencia vuestra,
del Perro del hortelano
fin la famosa comedia.