El pecado de Alejandra Leonard: IV

El profesor Leonardo murió cuando su hija tenía veinticuatro años. Este suceso acabó por señalar en Alejandra los contornos definitivos de carácter.
Algunos meses más tarde, Clemencia le propuso pasar a vivir a Montevideo, donde estaba radicada su hija Elsa, de cuyo matrimonio había tenido dos hermosos varones, el mayor de los cuales contaba cinco años. Alejandra aceptó. Nada le retenía en Buenos Aires. A su enojo con Gualberto siguió un período de retraimiento, de abandono, de inmovilidad. Se había pasado días enteros sin salir de su cuarto, acostada, mirando obstinadamente hacia el cielo-raso, el sentido embotado por la cavilación, muda, sorda, sepulta en el pasado. Fue una embriaguez, larga, torturante, de pesadilla. Después reaccionó débilmente, en una penosa convalecencia. Había enflaquecido y en sus labios tenía un rictus de amargura que no alcanzaba a velar el movimiento de la sonrisa.
Volvió a la vida, sintiendo recrudecer en ella su ardiente curiosidad, su afán por el estudio, su franca aptitud para el análisis. Aceptó con placer una tarea que le ofreció su padre, investigación sobre la civilización incaica, y reanudó sus trabajos en la secretaría de una asociación cultural.
Un año y medio después y casi olvidada de su fracaso sentimental, sonrió a los galanteos de un poeta soñador que le dedicaba versos pulcros. Pero fue un amor que apenas duró cuatro meses. Una tarde, Alejandra tuvo la mala ocurrencia de criticar una de sus composiciones. Era un soneto donde aparecía "la ilusión de la mañana" que luego "se velaba en la fontana". En los tercetos se refería "al reposo de las tardes pensativas" donde, entre otras cosas, "soñaban las horas redivivas". Ella juzgó que era inocuo y vulgar. Discutieron. Unos días después, él le mandó una carta donde terminaba diciendo que, a pesar de las protestas de su amor, se veía en la cruel necesidad de poner los puntos sobre las íes. Y se acabó.
Alejandra leyó esta carta sin sorprenderse. Ni una queja, ni un sollozo. AI finalizar tuvo un ímpetu de rabia y estrujó el papel. Iba a arrojarlo al canasto, pero se detuvo. Quitóle las arrugas planchándolo entre los dedos y luego escribió al pie de la firma esta breve respuesta: "Tienes razón: el elemento intelectivo me resulta nefasto. No obstante, a pesar de los versos, creo que hubiéramos podido vivir bien".
Más que por el novio que perdía. Alejandra temió por el significado de su gesto. Haciendo memoria, halló una relación formal en la actitud de los dos hombres que había amado. Con pequeñas diferencias, el proceso amoroso de ambos presentaba idéntico desarrollo, desde el motivo de la iniciación hasta la causa de la rotura definitiva. Tanto en uno como en otro. Alejandra, había provocado el mismo fermento lírico, la exaltación por lo bello, la fantasía de la comunión espiritual. Pero luego, a medida que la vida iba exigiendo en cada uno lo que cada uno es capaz de dar, los dos se sintieron cruelmente mortificados por este mismo lirismo, por esa exaltación de lo bello, por esa comunión espiritual.
A Alejandra le pareció comprender que entre ella y el hombre se interponía un dilema cuyas consecuencias no podía prever. ¿Se hallaría en la necesidad de aceptar a cualquiera, al primero que quisiera casarse con ella, siguiendo el ejemplo de muchas de sus conocidas? ¿Continuaba siendo el matrimonio un espontánea elección del hombre y una incondicional adaptación en la mujer?
A la muerte de su padre, Alejandra sintió en su garganta el nudo de la soledad. Sólo conservaba a la tía Clemencia, una buena mujer que, si no entendía su carácter, tenía en cambio para ella momentos de ternura maternal. Por eso, cuando le habló de pasar a Montevideo, hasta se puso contenta. Además de hallar justo que la madre quisiera vivir cerca de su hija y de sus nietos, le pareció que al cambiar el medio social cambiaría de vida.
En el verano de 1920 se trasladaron a la capital uruguaya.
En la dársena les esperaban Elsa y Roberto. Ocuparon un taxi que los condujo hasta la casa del matrimonio, en las inmediaciones del Parque Rodó. La conversación recayó bien pronto sobre los niños.
—Los dejé durmiendo —dijo Elsa. —Están hechos unos diablos. Ya no puedo con la vida de Enriquito.
Enriquito era el mayor, de cinco años; le seguía Luis, de tres. El matrimonio empezó a hablar de ellos, los dos a un tiempo. Elsa contaba sus gracias, sus pillerías; Roberto refería sus precocidades. Cuando el auto se detuvo estaba en lo mejor de los cuentos.
—Ahora verán —prometía Roberto.
—Seguro que se han despertado y están escandalizando. La pobre sirvienta les tiene miedo. Le tiran del pelo, la arañan. Son unos desalmados.
Pero los nenes dormían aún.
—¡Pobrecitos!... No los despertemos — dijo Alejandra.— No obstante. Clemencia no pudo dominarse y se echó sobre el menor, besándole la cara. Este, sorprendido, empezó a dar unos berridos espantosos. A los gritos se despertó Enriquito, quien, por lo que pudiese ocurrir, se hizo un ovillo en la cama y estirando las colchas se tapó hasta la cabeza.
—Pero si es abuelita y tiita Alejandra — decía Elsa; — ¡es abuelita, abuelita que te quiere tanto!
La palabra de abuelita tiene para los niños un caudal de simpatía irresistible. Cuando ellos la pronuncian, le dan un dulzor de néctar como si el vocablo floreciera en sus labios. Luisito dejó de gritar, abrió mucho los ojos para observar a Clemencia y desconfiado todavía se rió. La abuela volvió a besarlo y él le echó los brazos al cuello.
—¡Pero qué fenómeno! —exclamó Roberto en un arranque de admiración; —¡ya la conoce!...
A todo esto, Enriquito, se había animado y semidesnudo, de pie sobre su cama observaba la escena. Alejandra lo cargó.
—¡Qué crecido está!...
Se inició el relato de las proezas; se habló de enfermedades, de atraso en el desarrollo, de los dientes. Luego Roberto tuvo que dejarles para ir a su tarea habitual y Clemencia se encargó del desayuno.
—Voy a vestirlo —dijo Elsa.
—¿Dónde tienes las medias? —preguntó Alejandra teniendo a Enriquito sobre las faldas.
—¡Oh!, éste se viste solo, ya...
Elsa vistió a Luisito en un santiamén, pero Alejandra no adelantaba gran cosa. Jamás se hubiera imaginado que vestir a un niño fuese empresa tan ardua, sobre todo cuando a éste le da por divertirse. A las primeras palabras, el angelito dejó de serlo y no hubo modo de que permaneciese quieto un momento. Saltaba sobre Alejandra, se le abrazaba del cuello, pretendía montarse en los hombros, le echó abajo el peinado. Mientras tanto, ella había logrado embutirle una media con el talón sobre el empeine. La madre intervino:
—¡Quieto, Enrique, porque me voy a enojar!
Pero Alejandra, sofocada por la lucha, se reía.
—¡Déjalo! ¡Ya verás cómo lo visto! Es un encanto.
Ese mismo día fueron a Ramírez. Alejandra llevaba consigo a Enriquito y Elsa al menor. Era una tarde calurosa. La multitud llenaba el arco de la playa. Los nenes, descalzos, se pusieron a jugar, haciendo con los baldecitos panes de arena que apilaban simétricamente, impacientes por deshacerlos mientras los iban formando. Elsa y Alejandra se echaron cerca de ellos.
—Aquí se está bien. En Buenos Aires, era horrible el calor.
—¿Y cómo está aquello? Cuéntame. ¡Hace tanto que falto de allí! ¿Es verdad que al hijo de doña Petronila lo nombraron diputado?
—Vamos... ¡no seas irónica! ¿Querrás decir que lo eligieron?
—¡Bah!... tú sabes que no comprendo esos manejos. Al único que le oigo hablar de estos asuntos es a Roberto. ¿Sabes que no es más socialista?
—¡Ah! ¿no?...
—No. Ahora es, si no le he oído mal, es bolchevique o comunista. ¡Si vieras todo lo que me dice! ¡A mí me hace gracia! Francamente, es lo que menos me importa de Roberto.
—¿Y le quieres mucho?
—¡Y cómo no quererlo! Es tan bueno con los nenes y conmigo! Ahora lo quiero de verdad.
—¿Y antes?
—Si; antes también, pero yo he sentado el juicio. Alejandra.
—Nunca tuviste mal juicio.
—Si. Es que no me explico bien. Ahora que soy madre de dos hijos, creo que he aprendido algo y todo lo demás ha desaparecido para mí; ¿sabes? Lamento no poder expresar la idea que tengo. Si fuese como tú, Alejandra... Con tu inteligencia, con tu saber, sería fácil. Porque tengo una ocurrencia respecto a mí, respecto a todas; pero no la puedo decir.
—¿Te gustaría ser como yo?
Elsa iba a soltar la respuesta como si la tuviera preparada, pero se detuvo.
—No te calles, dila. Te advierto que no me ocultes nada. Tengo un fuerte interés en oírte hablar de mí. En cierto modo, tú me pareces la imagen de la felicidad. Habla, ¿te gustaría ser como yo?
Elsa bajó los párpados e hizo un signo negativo con la cabeza.
—¡Hum!... ya lo sabía. Hablame, Elsa hablame. Di lo que piensas. No te inquiete mi inteligencia ni lo que sé. Ten en cuenta que llego a tu hogar como un náufrago; que voy a necesitar de tu cariño y de las caricias de tus hijos.
—¡Yo te compadezco. Alejandra! Pensando en tí, he llorado algunas veces. Discúlpame. No te enojes conmigo. Porque sé que tú eres muy buena, y de verte así, sola, sin que nadie te quiera, me da lástima. ¡Tanta mujer mala que se casa!...
—Me conmueve tu lástima. ¿No me quieres tú?
—¡Oh!, yo sí; pero ¿de qué te sirve mi cariño? Sé que mi amistad te aburre. A tu lado soy una vulgar. No puedo acompañarte. Desde que empezamos a vivir juntas, ¿recuerdas, allá, en la calle Paraguay? Al poco tiempo comprendí que tú eras de otra pasta. Y nuestras amigas pensaron lo mismo. Contigo no teníamos asunto. No te burlabas; pero nunca compartiste nuestras preocupaciones. Yo era feliz con nada, como todas nosotras: la novelería de la moda, los paseos, las fiestas, los bailes, el novio... ¿Qué quieres? Uno no sabe más nada ni ambiciona más nada. Pero tú... el que no lo haya visto no lo cree. Una muchacha, ¡pasarse los días enteros sin salir de la biblioteca!
Para mí hubiese sido espantoso. Tú estás destinada a otros fines, Alejandra. Ninguna de nosotros valemos un pie de los tuyos.
—Estás en un error, Elsa. ¡Mi destino!... ¡Para que una mujer triunfe en la vida ha de ser muy grande, sublime, genial! ¡o ha de ser pequeñita! Tú sí que has triunfado. Tienes dos hijos, un hombre bueno a tu lado, una casa donde se cumplen las horas. ¿Qué tengo yo?... ¿Supones que no me he casado porque no he querido?
—Roberto me ha dicho que tú eras demasiado exigente.
—No es cierto. He buscado compañeros dignos y los que tal me parecieron me juzgaron peligrosa y huyeron de mi.
—¿Qué temían?
—Que no fuese sumisa, ¿comprendes?
—Algo.
Un momento se mantuvieron en silencio. Junto a ellas los nenes continuaban jugando. El mayor construía un castillo disponiendo de la arena húmeda que Luisillo le traía en el baldecito.
Eran las dieciocho horas. La muchedumbre cubría el arenal. Se oía un murmullo ensordecedor que ondulaba, ascendiendo y descendiendo como los embates de la pleamar. Centenares de bañistas excitados por el agua, entregados a distintos juegos, gritaban, chillaban alborozados por la caricia del río.
La tarde iba cayendo firme y lenta. El oeste se enrojecía. El sol, entre el mar y el cielo enfocaba el espacio abierto. Un buque corría ceñido en el horizonte. Era un prisma tendido a lo largo, negro, achicharrado por un golpe de contraluz.
Haciendo maquinalmente unos dibujos sobre la arena, Elsa dijo al fin:
—Yo creo que, si lo deseas, tú bien puedes casarte, Alejandra.
—No me parece. Llevo todas las de perder.
Al decir esto soltó una carcajada dolorosa.
—¿De qué te ríes?
—De mí: sólo de mí, me río. ¡Después de haber pensado en tantas cosas, caer en esto!...
—No seas soberbia. Alejandra.
—No es soberbia. Es... impotencia, es desventura, es...
Hizo un esfuerzo para impedir que el llanto nublara sus ojos.
—No le des un mal sentido: ahora quiero ser como tú.
Medió un nuevo silencio. Observaron en rededor. Miraron el cielo, el mar. Después, Elsa, siguiendo su pensamiento, insistió:
—Aun puedes casarte. Todo está en que te prestes a hacer lo que dice Roberto.
—¿Y qué dice?
—Que te hagas la nena boba.
Alejandra miró a su prima profundamente. Un velo inesperado se había interpuesto entre las dos.
—Sí. ¿No entiendes? —prosiguió Elsa. —¡La nena boba, la nena boba!...
Yo, una vez leí unos versos de Becquer. Creo que dicen asi:
¿Que es estúpida?... ¡Bah!, mientras callando,
Guarde oscuro el enigma,
Siempre valdrá, a mi ver, lo que ella calla
Más que lo que cualquiera otra me diga.
—Elsa... ¡Pero tú sabías eso y nunca me lo diste a entender! Te miro y me pareces otra.
—Roberto me ha enseñado muchas cosas. Tiene razón.
—La nena boba —repetía Alejandra entre dientes, mirando a lo lejos, —¡la nena boba!...
Callaron. Largo rato se mantuvieron silenciosas, fijas en la última actitud. Alejandra sentía en su mente el sopor de la bruma, difusa la imagen, impreciso el pensamiento.
—¿Vamos?
—Vamos.
Habían prometido estar de regreso a las diecinueve horas y aun cuando para llegar a la casa sólo tenían que atravesar el Parque Rodó, decidieron volver. Alejandra tomó de la mano a Enriquito.
Era el momento de mayor algarabía. Los vehículos llegaban atestados de pasajeros que invadían la playa, obreros y empleados que aprovechaban la última hora para el baño. Cuando ellas quisieron subir la escalinata fueron separadas por la muchedumbre y se perdieron. Alejandra, con el nene entre los brazos, se había detenido junto al primer peldaño, no animándose a avanzar. Luego de algunas tentativas logró zafarse de aquella ola y buscó a su prima. Elsa había conseguido subir y le hacía señas, desde la Rambla, indicándole otra escalera, donde era más fácil la salida. Entonces siguió aquella dirección, siempre con Enriquito entre sus brazos. Cuando estaba por alcanzar la escalinata, un señor le dijo entusiasta:
—¡Qué hermoso hijo le ha dado Dios, señora!
Alejandra sintió una honda sacudida en todo su ser. Sorprendida iba a decirle: "no es mio", pero la voz no se pronunció. Apretó el nene contra su pecho y empezó a subir.
Las piernas le flaqueaban.