El alma rusa (1921)
de Octave Mirbeau
traducción de Anónimo
El pecado

Lo que sobre todo desolaba al abate Julio era el estar solo en la tristeza infinita de su corazón. Hubiera deseado que alguien estuviese allí, cerca de él, alguno como Francisco de Asis, y que ese alguien le hablase suavemente, tiernamente, con voz de santo, con palabras sublimes y consoladoras que abren el paraíso. Pensó en su obispo, y éste le pareció una especie de providencia, un ser maravilloso cuyas manos estaban llenas de bendiciones : commovióse Julio, evocando su triste rostro y su dorso de mártir. ¿ Por qué no ir a echarse a sus pies ? Lo confesaría todo ; le diría toda su vida con acentos delirantes de arrepentimiento que le harían llorar. Y el obispo le hablaría, le mecería, le adormecería. En esos momentos, el abate Julio recobraba la inocencia, la confianza, la pronta resolución de un niño ; creía en la bondad, en la caridad universal. Cogió la lámpara muy ligero, descendió la escalera radiante y llamó a la puerta del obispo entusiasmado. Aquél dormía sin duda y no había oído nada ; no contestó. Entonces el abate abrió la puerta brutalmente, haciendo gruñir la cerradura, y penetró en la alcobra.

El obispo despertó sobresaltado, deslumbrado por la brusca invasión de la luz ; levantóse a medias, fuera de las sábanas, con la boca abierta, el cabello desgreñado con mechones grises que esparcían sus puntas en todos sentidos y un azoramiento en sus párpados hinchados de sueño que parecían saltársela de las órbitas. Y con los brazos tendidos hacia atrás, contra la madera de la cama, apuntalaba su cuerpo mal asegurado y tembloroso.

— ¿ Quien está ahí — gritó.

El abate atraversó la habitación, puso la lámpara sobre una mesa y fué a echarse a los pies de la cama.

— No temáis nada, monseñor — díjole con voz humilde. — Soy yo, yo, vuestro hijo indigno... Si me atrevo a franquear esta puerta y turbar vuestro sueño, es porque sufro demasiado. ¡ Es preciso que yo os hable... que os lo diga todo, todo !... ¡ Ay, me ahogo !... No puedo esperar más... no puedo más...

El anciano se frotaba los ojos. Miraba de lado, con aire sturdido, aquella cosa negra, arrodillada ante él, que emitía sonidos y gesticulaba.

— Esta noche — dijo el abate rápidamente —, no hace más que un instante... allá abajo... he encontrado una campesina... sentada sobre un carretón, descansando... y entonces, lo que ha pasado por mí, lo ignoro... He estado loco... me he tirado sobre ella... Alguna cosa me embriagaba, me empujaba... ¿ La quise violar ? ¡ La quise matar ?... No recuerdo... Lo que quería de ella, no lo sé... Voluptuosidad, quizás... quizás sangre... Se hubiese tenido un cuchillo, sí, la hubiese herido... Era joven, vigorosa, luchaba... Y yo he mancillado mis manos en la impureza de su carne... Soy un gran pecador... un criminal... soy... Mireme el rostro, los vestidos... ¿ no le causo horror ? Míreme usted...

— ¿ Cómo ? — interrumpió el prelado, que no había escuchado ni una sola palabra de aquel extraño relato. — ¿ Cómo ? ¿ es usted, mi querido abate ? ¡ Oh, que miedo me ha causado al entrar... ! Yo so... ha creído... y entonces... ¿ Cómo es que es usted ?... ¡ Mas sí !... ¿ Que hora es ?

— Lo ignoro... ¿ Y por qué la hora ?... Y que importa la hora ?... Al hambriento que pide pan, al desesperado que busca un consuelo, al moribundo que implora una oración, se lo contesta : « ¿ Que hora es ? » ¿ Hay acaso una hora para el sufrimiento humano ?... Yo soy ese hambriento, yo soy ese desesperado, yo soy ese moribundo... Vengo a usted... ¡ Hábleme !...

La fisonomía del obispo se pasmaba más y más. El pobre hombre hacía esfuerzos prodigiosos para comprender y no entendía ni una palabra. Sorprendido en aquella “déshabillé” íntima y en aquella ridícula postura, estaba veramente sin ningún prestigio, era hasta soberanamente cómico. Pero Julio no pensaba en reir. Juntaba sus manos exclamando :

— ¡ Oh, hábleme, monseñor !...

El obispo se frotó los ojos, meció la cabeza y lentamente tartamudeó :

— ¿ Que le hable ?... ¿ Pero son cosas razonables que usted me dice ?... Yo quiero hablar, hijo mío, pero ¿ qué ?... ¿ Y por qué ?

La voz de Julio se impacientó :

— ¡ Hábleme usted ! Dígame una palabra que me redima o que me castigue... ¿ qué sé yo ,... Una palabra come las que Jésus sacaba del fondo de su divina piedad para los desgraciados y los pecadores arrepentidos, ¿ comprende usted ? ¡ Eh ! ¿ comprende usted ?

— ¿ Como Jésus ? — repetía el obispo en un largo bostezo. — ¿ Como Jésus ?... ¡ Sí... ¡ Sí !...

Y añadió :

— Pero no es este el momento, me parece... Mañana, lo más pronto... mañana por la mañana, me llamará usted... me lo recordará...

El abate Julio se había levantado.. Fijó sobre el anciano una mirada despreciativa, y sin pronunciar una palabra, cogió la lámpara y dirigióse hacia la puerta... Muy tieso, no contestó nada al prelado, que le decía, tapándose de nuevo con el cobertor :

— ¡ Eso es... mañana ! Queda entendido, ¿ no es eso ?... Mañana por la mañana me lo recordará usted... y ahora... duerma usted bien...

Julio cerró la puerta con cólera.

— ¡ Que bruto ! — pensaba, mientras subía la escalera. — ¿ Y es ese quien conduce las almas, ese que duerme y un grito de angustía no le despierta ?...Y decir que nuestros grandes santos eran quizás semejantes a ese... ¡ Ah ! ¡ yo quisiera verles, conocerles, los Francisco de Asis, los Vicente de Paúl y los otros, y toda la celeste estirpe !... Quizás a este también se le canonizará... Tendrá su estatua en los nichos, entre dos vasos con flores de papel... Fecundará a lal mújeres estériles, que irán con un cirio en la mano a besar su zócalo de piedra... y se establicerán fiestas conmemorativas en su honor !... ¡ Y se construirán catedrales que llevarán su nombre !.. ¡ Y se pavoneará en el calendario !... ¡ Ah, que cómico es esto !... ¡ Así, en la vida, nadie ama a nadie, nadie socorre a nadie, nadie comprende a nadie !... Cada uno está solo, completamente solo, entre los millones de seres que le rodean... ¡ Cuando se pide a alguno un poco de su piedad, de su caridad, de su valor, éste duerme !... Puede uno llorar, rómperse la cabeza contra las paredes, morir... ellos duermen, duermen todos... y ese Dios bondadoso, ¿ que hace entre esos durmientes ?... ¡ acaso ronca también en su nube !... Y responde a todos los miserables que tienden hacia El sus suplicantes manos : « ¡ Dejadme dormir, canallas ! ¡ Mañana ! »

En el momento de meterse en la cama, todos sus proyectos, todos sus arrepentimientos, todos sus remordimientos se habían evaporado. Se sorprendió de encontrarse la conciencia serena, el corazón consolado, hasta alegre casi. Se sonrió en el semblante asustado del obispo, y se sintió satisfecho de haberle causado miedo... Además, ¿ qué mal había cometido ?... ¿ No era un hombre despues de todo ?... ¿ No había obedecido a un impulso natural de sus sentidos ?... Los otros curas no se privaban de aquella diversión : testigo de ello, aquel crápula de arcipreste, que concluiría en presidio algun día, y el gran vicario, que, a pesar de sus maneras puritanas, recibía en su casa un montón de viejas devotas histéricas... Y no hablaba de los otros, que instalaban sus concubinas en sus presbiterios bajo el nombre de sobrinas, primas o criadas... ¿ Habia deseado una mujer, había querido tomarla ?... À por qué no se había dirigido a la sombra cómplice de los confesionarios, donde el aliento de los curas se mezcla al aliento de las penitentes, donde, de los labios aproximados, se escapan preguntas que enervan y confesiones que abrazan ?... Verdaderamente era demasiado bestia al exagerar así siempre las cosas, desnaturalizarlas, engañarse, perder la cabeza por un sí o un no !... Y la campesina se presentó ante él, tal como se le había aparecido en el crepúsculo, con sus miembros robustos y su olor poderoso de juventud ; no solamente no intentó esta vez apartar la imagen aparecida, sino que al contrario, esforzóse en retenerla, en fijarla, en hacerla de cualquier manera tangible, en completarla y en recordar también la turbación exquisita y furiosa con que fuera tan extrañamente sacudido...

Al día siguiente, a la hora acostumbrada, el abate Julio, un poco pálido, entró en el despacho de monseñor. Este le entregó el correo y le dijo, con una voz muy dulce, turbada y temblona :

— ¡ Pues bien !... Estoy a disposición de usted, mi querido hijo... ¿ que quería decirme usted ?

— ¿ Yo ? — dijo el abate con aire sorprendido. Nada, monseñor...

— Pues si... usted quería decirme alguna cosa... cuando ha venido esta noche... a mi habitación...

El abate miró al obispo fijamente, descaradamente :

— ¿ Yo ?... ¿ Yo he ido esta noche a su habitación ?... ¿ Yo ?...

— Sí... veamos... ¿ no recuerda usted ?... Esta noche...

— Yo no he ido esta noche a su habitación... Ha soñado usted...